El acueducto y la sequía

Los romanos supieron enfrentar un problema de salud pública diseñando sus acueductos. Sólidos y también volátiles, son un alto homenaje arquitectónico al agua. A su lado, y tocados por el líquido nutricio, están el aljibe y la fuente, la alberca y la gárgola. Afirmando así que el elemento que nos sustenta pertenece al ámbito de la ensoñación y la melancolía y al de las representaciones del paraíso y lo grotesco.

Piedra sobre piedra, unidas con exactitud, elevadas poderosamente hacia arriba y suspendidas en los arcos, los acueductos romanos siguen, casi todos derruidos, en diferentes sitios de Europa. Dejados por el tiempo y la historia, semejan las vertebras de una quimera o los trazos de un enigma geométrico resuelto. Pero entre todos estos vestigios hay uno, el de Segovia, que se impone por su conservación milagrosa.

Lo he visitado de nuevo. Y el vórtice condensado de una civilización ya transcurrida me ha vuelto a estremecer con claridad. Aunque claridades de este tipo –hablo de la impresión que provoca la ruina– son tan intensas como inasibles. Por esta razón, y por los modos en que están escritos, son admirables el poema de Rodrigo Caro “A las ruinas de Itálica” y el ensayo de Yourcenar “El tiempo, gran escultor”. En ambos se canta a esa impronta de los objetos convertida, por la intermediación del asombro y la nostalgia, en pétrea belleza.

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Estar frente al acueducto de Segovia es sopesar, además, aquella sentencia de Marco Aurelio: “¡Cuán rápidamente el tiempo sepultará todas las cosas y cuántas ha sepultado ya!” O esta de Homero: “Desparrama por el suelo el viento las hojas, así también la generación de los hombres”. Sí, todo pasa como un torrente vertiginoso e imparable que va hacia Dios o hacia la nada. Pero las piedras del acueducto, como las de las pirámides egipcias y los templos mayas, permanecen todavía.

Dicen que se construyó durante finales del mandato de Trajano o a inicios del de Adriano, en los años del esplendor imperial del siglo II. Sus grandes piedras de granito, pegadas sin argamasa, como el tesoro que transportaba, procedían de la lejana sierra de Guadarrama.

Hasta la entrada a Segovia, el agua iba por canaletes subterráneos. Pasaba por los desarenadores que la limpiaban de sus impurezas. Para luego hacerse aérea e invisible para quienes habrían de recibirla. Entonces, apoyada en la majestuosidad de los pilares y los dobles arcos, fluía como una dádiva digna de toda gratitud.

Acueducto de Segovia 2

He tratado de evocar el sonido de ese fluir a lo largo de los siglos. Que es como una cantilena que me arrulla y, a la vez, me inquieta. Y he subido los escalones de piedra para mirar el surco. Ese surco que, más adelante, en la plaza del Azoguejo, se eleva como un prodigio.

Pero el surco está seco. Como seca está la España de hoy en que la lluvia ya no cae y el sol calienta cada vez con más ímpetu. Todo rastro de piedras, lo sé, ocasiona en quien lo mira una suerte de impresión atropellada. Y en ella pasado y presente suelen abrazarse.

Por un lado, el agua celebrada por un imperio cuyo reflejo es la construcción de un acueducto portentoso. La conjunción de una arquitectura, una ingeniería y una poética para vehicular el agua en beneficio de los hombres.

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Y por el otro, la ausencia de ella. O que el agua esté ensuciada o envenenada en los ríos y en los mares. O comercializada hasta el descaro por las empresas del capital insaciable. Esa agua que, cada vez más turbia, provoca hambrunas y desplazamientos masivos y generará guerras y devastación por doquier.

Me he inclinado, pues, sobre el cimero surco de Segovia carente ya de su contenido. He tocado la piedra y he visto sobre ella briznas de hojas, insectos muertos, un pedazo de plástico y colillas de cigarrillo.

Y el eco de unos versos de Hölderlin, bellos aunque tremendamente distantes, me ha llegado: “cuando tras el bochorno de la noche relámpagos caen / sin cesar y aun retumba el trueno a lo lejos, / a su cauce regresa ya el torrente, / y fresco reluce el verde suelo, / y de la bienhechora lluvia del cielo / la viña gotea y resplandecientes / bajo un sol en calma se alzan los árboles de la floresta.”

4 Comentarios

  1. Luis Germán Sierra J.

    Bella evocación a partir de ingenioso acueducto milenario en todo el centro de España.
    Ah, el agua! Y cómo escasea, infamemente acaparada! Uff, qué calor!

  2. Tus palabras, Pablo, traen lejano el poema de León Felipe: “como tú, piedra pequeña como tu, piedra ligera como tu…” y que fuera musicalizado por Paco Ibáñez. Piedra sobre la que viaja el agua desde tiempos remotos. “Piedra aventurera, como tú”

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