Los silencios
“Los padres hablan más de la cuenta. Sea papá o mamá, siempre tienen algo que agregar, corregir o aconsejar. Los padres, gobernados por el miedo, la inseguridad y la ignorancia, viven a la cacería del posible error de su hijo adolescente”.
La puerta de la habitación se cerró con certeza, no era accidental, el exbebé de la casa, ahora en transito a adolescente, apartaba su existencia de la del resto de habitantes del hogar, poniendo de por medio una puerta cerrada. No dudo que la imagen es pluralmente, por no decir masivamente, familiar.
La llegada del colegio súbitamente dejó de ser sonora y divertida para convertirse en una procesión lánguida y sombría, posiblemente acompañada de algún sonido gutural o murmullo que reemplazó, de la noche a la mañana, al “hola, ya llegué” que acompañaba el regreso a la casa. Las risas que sazonaban este retorno durante los anteriores años se desvanecen en el pasado y ahora son reemplazadas por silencios, expresiones y actitudes que desconciertan, despistan y agreden a los autores de la vida del ex bebé.
Las reacciones son múltiples y se sirven a la carta según el grado de irritabilidad de los padres. Vamos desde el que se aposta iracundo frente a la recién cerrada puerta y la martilla casi al punto de tumbarla mientras exclama: “Hágame el favor de abrir. En esta casa no se cierra la puerta“. ¡Háganme el favor, qué tal una casa en donde no se cierran las puertas! ¿Y entonces? O la variante dos: “Abra inmediatamente la puerta, ¿usted qué es lo que está haciendo allá adentro?”. También existe la tercera opción en la que la iracunda madre o padre violenta la cerradura para demostrar que “en esta casa nadie se encierra”.
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Las tres tienen un común denominador: están motivadas por el miedo. El recién estrenado padre o la madre del adolescente, no lo dudo, está encarando un hecho para el que no está ni remotamente preparado. Ese ser moldeable, manejable, ubicable, controlable y amable que llenaba de entusiasmo el hogar, ahora, de la noche a la mañana, ha comenzado a comportarse como un extraño hostil y agresivo.
Su comunicación, la química y la actitud dejaron de ser angelicales y ahora son tóxicas. “Es que no sé qué fue lo que le hicimos”. “La amistad con ese tal Gonzalo es la que la tiene así”. “¿No ve? Yo se lo dije desde hace tiempo, es que usted se iba a tirar a ese muchacho con esa manera de darle gusto en todo”. “Yo no quiero que vuelva a donde su familia, siempre que llega de allá viene insoportable”.
O el drama puede ser aun más colorido cuando el exbebé convive en casas de padres separados. En ese caso, la causa de los comportamientos oscuros del adolescente siempre se han de achacar a la mala conducta o educación del progenitor de la otra casa. En Cómo hacer que tus hijos te escuche, escrito por Joanna Faber y Julie King (Océano, México. 2019), el texto es elocuente: ¿quién va a querer hablarle a una persona que para todo tiene un juicio, un consejo o una recomendación para sacarnos de una equivocación?
Los padres hablan más de la cuenta. Sea papá o mamá, siempre tienen algo que agregar, corregir o aconsejar. Los padres, gobernados por el miedo, la inseguridad y la ignorancia, viven a la cacería del posible error, y este se encuentra en todas partes. En la manera en que se baila: “Ven te muestro cómo es que se baila eso”. En la forma de abordar la amistad: “¿Tú has visto que me la pase hablando con mis amigos todo el día?”. En el método de estudio: “¿Tú sabías que yo era el mejor en matemáticas en el colegio? Mira, lo que yo hacía…”. En el manejo del tiempo: “Cuando yo tenía tu edad, nunca tuve que correr detrás de la ruta…”. En el territorio del romance: “Tú estás muy chiquito para esas cosas, mi primer novio lo tuve a los 16 y aun así yo estaba muy chiquita”.
Nada, absolutamente nada que exprese, narre o relate un joven se escapa de la “lora” educativa de los sabios que le dirigen la vida.
En el libro mencionado arriba, los autores consignan un comentario contundente: “A nadie le gustaría tener un interlocutor que para todo tenga una recomendación o un juicio, sea niño, adulto o hasta anciano”.
Ahora llevemos la situación a algo delicado, el peligro de perder una materia, la amonestación de un profesor por una falta cometida, el conflicto con los padres de un amigo por haber tenido un accidente en casa ajena. Y por ahora no voy ni a mencionar temas que tengan que ver con intimidad y sexualidad, a eso hay que dejarle capítulos aparte.
¿Quién va a querer confesar algo de lo enumerado a un interlocutor que ante cosas triviales se siente Aristóteles?, ¿se lo pueden imaginar ante un hecho que revista alguna trascendencia?
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La comunicación con los hijos no se construye cuando al padre o la madre caen en cuenta, por razones de sus miedos, de su importancia. Esta se fabrica desde el primer día de vida de la criatura y se afinca en el respeto. Sí, ese mismo respeto que le profesamos al jefe o al amigo importante que viene a la comida, o al cura de la iglesia a la que se asiste. El respeto es el insumo indispensable para no perder la comunicación con cualquier ser humano, y eso incluye a los hijos.
El partido de futbol, la caída del árbol, la travesura hecha a la profe de inglés, el negocio de “monas” del álbum del mundial, la rabia con la de ciencias que regaña sin sentido, la pereza de ir al colegio un lunes o un martes o un día cualquiera, el miedo a perder un examen y así, infinitamente, todos son temas que merecen y exigen respeto porque no importa qué tan superado y sabio se sienta el adulto, para el joven, estrenándose en la vida: ¡Esta es su vida! Me viene a la memoria el momento revelador en el que entendí la ceguera de los adultos.
En el parque de la 93 en Bogotá, a la espera de que se cumpliera un encuentro, me recosté sobre la pared de la terraza de un restaurante que, en aquella mañana, estaba abarrotado de estudiantes de algún colegio que estaba de visita en la zona. Desde el punto en donde me ubiqué, las conversaciones de la muchachada llegaban aleatoriamente a mis oídos, eran decenas de muchachos y muchachas entre los 13 y lo 17 parloteando simultáneamente. Mi mente escogía conversaciones al azar y he aquí la revelación:
De el sinnúmero de charlas que pesqué en este desorden no hubo una sola que se tratara de Platón, o del comportamiento del magnesio a presión de tres atmósferas, mucho menos del teorema de Pitágoras o de la ubicación exacta de los Pirineos. Todas, todas, ¡todas!, se ocupaban de la fiesta, los amigos y los novios.
Pensé aquella mañana que obtusos los adultos que pretendíamos cautivar la atención de estos recién llegados a la vida con temas que no tienen nada que ver con sus afanes. ¿Alguna diferencia con la vida de los padres? Claro que ninguna.
El problema es que a la gente grande se le olvida que alguna vez también fueron recién llegados y se parapetan en un autoritarismo que se disfraza de sabiduría para atajar fallidamente el curso imparable de la vida en estos recién llegados que se están descubriendo a sí mismos, y su circunstancia.
Y si bien es cierto que conviene aperarlos de información funcional como las matemáticas o la física, también lo es que lo que más importa es alimentar en ellos su derecho a ser quienes son, a reconocerse y aceptarse, y, si se quiere, enseñarles a escuchar a partir del buen ejemplo de escucharlos. De lo contrario, el final de la tierna infancia no será otra cosa que el prólogo de un extenso silencio que puede durar toda la vida.
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3 Comentarios
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La temida puerta cerrada! Esa frontera entre la confianza y el miedo y que para muchos padres es el estandarte de la pérdida de control sobre sus ex bebés. Gran artículo.
Aplica para todo tipo de relaciones: quién va a querer un amigo que siempre lo juzga?, quién va a querer a una pareja que siempre lo crítica?… Así, poco a poco, por no saber escuchar y por creer que nuestra opinión siempre es más válida que la del otro vamos creando esta sociedad en guerra.