África

El 30 de junio de 2019, en Londres, Inglaterra, cayó del cielo un ser humano. Era un polizón keniano que se había ocultado en el tren de aterrizaje de un vuelo con destino al aeropuerto de Heathrow. Al abrirse el tren de aterrizaje cayó el cuerpo, probablemente ya muerto por la combinación de falta de oxígeno y temperaturas bajo cero. El vuelo desde Nairobi es de ocho horas. Una mochila con una bolsa de pan, una botella de Fanta y unos tenis era todo su equipaje. Cayó en el jardín privado de una casa en un sector exclusivo en las afueras de Londres, a escasos metros de un inglés que tomaba el sol ese domingo en la tarde. Nunca se logró identificar el cuerpo.

En las primeras escenas de la película Los dioses deben estar locos, una producción sudafricana de 1981 filmada en Botsuana, un miembro de la tribu san, habitantes del desierto del Kalahari, ve caer un objeto del cielo. Es una botella de Coca-Cola, lanzada desde la ventanilla de una avioneta por un piloto blanco. Debido al caos que genera este nuevo objeto en la tribu, ellos deciden llevarlo al fin del mundo para devolvérselo a los dioses antes de que termine destruyendo su tejido social.

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El carácter ficticio del final de la película contrasta con una realidad donde la ubicuidad de la botella de Coca-Cola, ahora hecha de plástico, inunda los océanos del mundo con el detrito de la modernidad. Ocho millones de toneladas de plástico fluyen al océano cada año.

Lo que sobresale de la historia del keniano es su individualidad. Cuando mueren decenas o centenares de migrantes pareciera que el número mismo insensibiliza la empatía: 360 muertos en la costa de Lampedusa en octubre de 2013, en su mayoría originarios de Eritrea, Somalia y Ghana; 150 muertos en la misma área en abril de 2011, provenientes de Noráfrica, Chad, Costa de Marfil, Nigeria, Somalia y Sudán. La lista es interminable.

Estamos ante una segunda migración 500 años después de que comenzara la primera en galeones portugueses, españoles, holandeses, británicos y franceses. Entre 10 y 12 millones de africanos fueron extraídos del continente desde finales del siglo XV hasta mediados del siglo XIX. Entre el 15 y el 25 por ciento morirían en la travesía transatlántica. Iban encadenados unos a otros. Acostados durante todo el trayecto, de varios meses. No eran seres humanos sino enseres, mercancía asegurada por si llegaba defectuosa, es decir, sin vida, a su destino.

Estos dos movimientos, tanto el transatlántico de los siglos XV al XIX como el transmediterráneo actual, son imágenes invertidas. El primer movimiento ayudó a crear la acumulación originaria de la cual su inversión ha sido excluida y desea ser parte. Esta acumulación originaria le permitió a Europa reinventarse como sociedad moderna y establecer un sistema económico nuevo que generaba simultáneamente riqueza material y explotación humana incalculables.

La riqueza estuvo concentrada en Europa y en lo que sera Estados Unidos. Esta, creada por el trabajo esclavo en las plantaciones de tabaco, algodón, caña, caucho, cacao, etcétera y la extracción de minerales que requería el mercado global, sirvió de motor para la formación de la Europa moderna: las revoluciones políticas, la separación entre Estado e Iglesia, la revolución industrial, el nacimiento de la ciencia moderna, la ilustración. Europa, región relativamente atrasada con respecto a otras civilizaciones mundiales en los siglos XII, XIII y XIV, funcionó como una aspiradora de plusvalía durante los siguientes cinco siglos.

El keniano sin nombre buscaba recuperar las riquezas que sus antepasados habían creado sobre sus espaldas, riquezas que sus tierras ancestrales le habían generosamente ofrecido a la especie humana. Estas tierras fueron divididas y repartidas por las potencias europeas durante una conferencia que tuvo lugar en Berlín en 1884. La meta de la conferencia era prevenir la guerra entre dichas potencias en su repartición del continente. En 1870 el 10 por ciento del territorio africano estaba bajo control europeo. Para 1914 había incrementado a casi el 90 por ciento; solo Etiopia y Liberia eran naciones independientes.

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Entre 1885 y 1908 el rey Leopoldo II de Bélgica se adueñó de un territorio 75 veces más extenso que Bélgica, lo nombró Estado Libre del Congo y lo trató como propiedad privada suya. En ese mismo periodo murieron, aproximadamente, 8 de los 16 millones de habitantes que tenía el territorio. Las colonias alemanas sirvieron como experimento, en menor escala, de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. En ellas murieron miles de Herero y Nama en la primera década del siglo XX.  

El cambio climático que les permite a los ingleses tomar el sol en sus jardines un domingo en la tarde está causando sequías, escasez de agua potable, deforestación y desertificación en las regiones tropicales y subtropicales. Esto afecta sobremanera a África ya que el 70 por ciento de su población vive directamente de la tierra. Los países occidentales y Japón constituyen el 12 por ciento de la población global y son responsables del 50 por ciento de todos los gases de efecto invernadero emitidos en los últimos 170 años. Esto ha tenido como consecuencia un incremento en la temperatura de 1,1 grados centígrados.

Una solución, propuesta y en desarrollo, para intentar frenar el cambio climático, son los vehículos eléctricos. Dichos vehículos utilizan baterías que requieren de enormes cantidades de cobalto. Esto ha generado una segunda invasión al Congo, país que tiene una de las mayores reservas de este metal en el mundo, esta vez por compañías occidentales y chinas, que buscan grandes ganancias y que en su operación crean nuevas capas de corrupción y destrozo ambiental. Ahora las potencias que se juegan la ‘posesión’ del Congo son compañías de Estados Unidos, Suiza y China, ciertamente ya no de manera colonizadora e imperial sino económica. No por ello el Congo deja de sufrir una vez más las secuelas de su explotación para intentar resolver un problema global generado, en gran medida, por medio de una primera explotación del continente africano.

Nadie reclamó el cuerpo del keniano. Fue enterrado en el cementerio de Lambeth, al suroccidente de Londres, en febrero de 2020, en una tumba sin nombre. El único asistente, un empleado de la embajada de Kenia.

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