‘Amparo’ de Simón Mesa, retrato con fondo borrado
El director Simón Mesa, quien en 2014 ganó con ‘Leidi’ la Palma de Oro a mejor corto en Cannes, estrena en Colombia su primer largometraje. ‘Amparo’ acompaña a una madre que descubre su coraje en una Medellín lejana, o borrada.
Amparo recorre la ciudad enganchada a un propósito que la absorbe por entero: no permitir que su hijo Elías, que acaba de cumplir 18 años y ha sido retenido en una batida del Ejército, sea llevado a prestar servicio militar al Caquetá, a donde van los soldados pobres, como carne de cañón de una guerra que no les pertenece. Son los años noventa y es Medellín, según se lee en una indicación al comienzo de la película que dirige Simón Mesa (lea aquí una entrevista de Simón Mesa con Diario Criterio).
La perspectiva de la película está, sin embargo, tan abstraída en la jornada de Amparo, que importan poco el lugar y la época. Importa ella, la protagonista, a quien la cámara sigue a través de planos a veces muy cerrados y que desenfocan o dejan fuera de cuadro todo el universo circundante. Por decidir estar al lado de Amparo –un punto de vista que puede pasar por una decisión ética plausible–, la película sacrifica la atención a todo lo demás.
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Amparo es construida como una entidad cuasimitológica rodeada de una monstruosidad esquemática: los hombres que no la ayudan, la madre que la llena de reproches y desprecio, la ciudad que se la traga, los militares y quienes merodean alrededor del negocio de la guerra. La maldad del mundo se presume y se impone, pero lo monstruoso no es mostrado con interés. El mal, en la película, es una tesis general.
Es un universo construido con crueldad, más que con realismo. El realismo está pendiente de los detalles, se afinca en ellos; la crueldad mira desde arriba y pasa de largo. Los breves instantes de ternura entre Amparo y su hijo, o los recuerdos amorosos que atropellan a la protagonista en medio de su heroica jornada, no alcanzan del todo a devolverle a ella la humanidad que todos –unos más que otros– intentan menoscabarle, y que la película, por momentos, también le quita.
La estructura de Amparo es muy próxima a la de dos cortos anteriores del director, Leidi y Madre. También estos eran sobre mujeres solas, en busca de algo, en una Medellín hostil que les devuelve muecas de asco. Mientras los cortos eran –tal vez por la propia naturaleza del formato– contenidos, hay elementos en Amparo que cojean ruidosamente, y que extravían su búsqueda de simpleza narrativa con añadidos que generan un cortocircuito de sentidos y amenazan con volver la película un pastiche.
Estas son algunas razones de este cortocircuito: en una película que aspira a un tono realista –sin lograrlo del todo, como ya se dijo–, la mayoría de actuaciones van por otro lado. Hay un propósito consciente de llegar a un tono desafectado en algunos actores y actrices. Sin embargo, este riesgo deliberado no funciona, pues en vez de crear una distancia que proteja al espectador de lo abrumador del drama que está viendo, se percibe como un problema de dirección.
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Sandra Melissa Torres, quien interpreta a la protagonista (y que ganó un premio en Cannes por su papel), es una actriz no profesional y tiene una imponente presencia, pero es sometida desde la dirección a recitar más que a encarnar los textos, como en una lección mal aprendida del estilo del francés Robert Bresson, que decantó en sus películas un trabajo con los actores basado en la lejanía emocional.
Mientras tanto, otros actores y actrices de Amparo, también no profesionales, toman una dirección contraria, como si la película quisiera ofrecernos sus dosis de color local y folclorismo paisa, una tentación que parece irresistible para el audiovisual realizado en Medellín, incluso en los últimos años. La mezcla de estilos de actuación se devuelve contra la película.
Amparo logra sobreponerse, a pesar de sus caídas. La narrativa despojada de adornos superfluos potencia el drama humano que la película encara. También ayuda que este estreno nacional haya ocurrido en un contexto de tanta sensibilidad social –o indignación, para ser más precisos– frente a los abusos de una fuerza pública que, en vez de proteger a los más débiles, los vulnera y victimiza a niveles escandalosos, con un cinismo ilimitado.
A veces sentimos en Amparo una fuerza física y moral descomunal, una determinación que la enaltece. En esos instantes, vienen a la memoria personajes de directores como los hermanos Dardenne o el protagonista de El hijo de Saúl, del húngaro László Nemes. Voluntades prodigiosas seguidas por una cámara que nos arroja una verdad: todo ser asediado (o todo animal) reacciona, ataca, muerde. Esa veta naturalista de Amparo está mejor lograda que el impostado distanciamiento en la actuación y las emociones.
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En suma, el primer largo de Simón Mesa es una película tensa, contradictoria y que es necesario ver y discutir, a la vez como expresión de una psique nacional astillada y como búsqueda estética que, aunque tambalee, revela a un director que se hace preguntas, posee un repertorio cinéfilo y busca consolidar una visión propia en forcejeo con la angustia –o el esnobismo– de las influencias.
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