Apuntes sobre el sufrimiento
Lo que hagamos frente al sufrimiento, sobre todo el ajeno, constituye uno de los ejes en torno a los cuales gira el concepto de humanidad. Variados sistemas filosóficos y religiosos se han dado a la tarea de enseñarnos, a través de los milenios, cómo evitar el sufrimiento, soportarlo, abrazarlo como señal de elección divina o transformarlo en placer. Su existencia genera una de tres opciones: su aceptación (el valle de lágrimas), su rechazo (el compromiso social) o la indiferencia (el individualismo). La mayoría de los seres humanos no caben nítidamente en alguna de estas tres categorías sino que combinan rechazo teórico con indiferencia práctica, por ejemplo, o, peor aún, enmascaran indiferencia como aceptación.
En la novela de Octavia Butler, La Parábola del Sembrador, el personaje principal, una adolescente afro-americana, padece de una condición llamada hiper-empatía: al presenciar a alguien sufriendo dolor, ella siente en su propio cuerpo el dolor del otro. A las personas con esta condición se les llama compartidores. Causarle dolor a otro equivale a causárselo a sí mismo. No hacer nada ante el dolor ajeno equivale a sufrirlo en carne propia. La indiferencia no es opción. Sentir en carne propia el dolor físico de otros hace de Lauren Olamina un ser peculiar. Su condición la lleva a crear una religión nueva y a fundar una comunidad basada en el amor y en una concepción bastante particular de dios. Lauren solo comparte el dolor físico, corporal. Si compartiera además el sufrimiento emocional, espiritual de la humanidad, probablemente moriría de manera fulminante.
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La tradición cristiana posee una relación particular con el sacrificio y el sufrimiento. Si le debemos todo a dios no es solo en tanto es nuestro creador sino sobre todo en tanto sacrificó a su único hijo para salvarnos. Es una deuda enorme, infinita, impagable, características que le dan un aura ética al sacrificio: si fue capaz de sacrificar a su hijo por nosotros, tiene que ser bondad pura. Entre más profundo el sufrimiento más bondadoso el acto. En esta tradición religiosa, el sufrimiento adquiere un valor positivo, es señal de rectitud e integridad moral. Sin la traición y el viacrucis Cristo no tendría el mismo peso moral. Esto desafortunadamente genera como posible consecuencia imprevista un más fácil acomodo frente al sufrimiento de otros: todos tenemos nuestra cruz que cargar, ¿y quien se atrevería a comparar su propio dolor con aquel de Cristo?
Deseo iluminar el valor ético del sufrimiento, no en tanto aprendemos a aceptarlo como parte necesaria de la experiencia humana o nos decidimos a incorporarlo a nuestra vida para volvernos más fuertes, confundiendo lo moral con lo resistente, sino en tanto estamos dispuestos a combatirlo al presenciarlo. Vivir éticamente requiere, como condición necesaria mas no suficiente, tener la capacidad de no solo reconocer el sufrimiento ajeno sino además sentirlo, no literalmente como lo hace Lauren Olamina pero sí hasta el punto de generar cierto desasosiego.
Esto produce un complicado dilema en la educación de los hijos. Nadie desea crear fuentes de desasosiego en sus hijos. Nadie desea tampoco crear seres insensibles ante el sufrimiento de los demás, ciegos a la pobreza, al hambre, a la injusticia. ¿Cómo explicarles la realidad que tenemos delante sin terminar siendo cómplices de ella al no pasar de la teoría a la práctica? Si no estamos dispuestos a ofrecer una mano, a escoger el camino del rechazo práctico y no solo teórico, ¿cómo señalar y explicar el hambre y la miseria, la indignidad y la injusticia? Terminamos mostrándonos ante nuestros hijos como seres contradictorios, hipócritas en nuestra manera de vivir, dejando de visitar el Parque Nacional para no revelar los bordes carcomidos de la teoría.
Siempre podremos culpar al sistema del cual formamos parte, un sistema que normaliza la pobreza, la miseria, el hambre y la indignidad. Un sistema donde aceptamos como condición natural, o por lo menos naturalizada, el que unos pocos posean riqueza ilimitada mientras que otros viven en la calle pidiendo un pan y buscando techo. Cómo podríamos sobrevivir a diario en este sistema si no aceptáramos lo que él nos define y ofrece como normal? Vivir por fuera de los parámetros sociales establecidos, no aceptar la ‘normalidad’ ofrecida por el sistema, nos llevaría a una vida en permanente desasosiego, si no a una muerte anunciada, como les ocurrió a 168 líderes sociales este año y a 310 el año pasado (según informe de Indepaz). ¿Cómo sería vivir en una sociedad que realmente se escandalizara con este hecho y con tantos otros, que se diera a la tarea de poner en evidencia y proclamar insistentemente la anormalidad de tal situación hasta lograr que desaparezca?
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Un último interrogante sobre el sufrimiento radica en la pregunta sobre si hay diferentes tipos o si se debe tratar todo sufrimiento de igual manera y con la misma urgencia. El problema de establecer diferentes tipos de sufrimiento, con urgencias diferentes, radica en cómo determinar el criterio utilizado para clasificarlo. ¿Quién decide qué tipos de sufrimiento merecen prioridad de parte del estado o de la sociedad civil? ¿Cómo evitamos que se entrometan consideraciones morales o religiosas en esta clasificación? ¿Sufre más una persona nacida en la pobreza absoluta, sin posibilidad alguna de escape, o una persona nacida en el cuerpo equivocado, quien no se identifica con su reflejo en el espejo? ¿Quién tiene la autoridad para responder esta pregunta?
De otro lado, el problema de homogeneizar todo sufrimiento en tanto sufrimiento radica en negar una diferencia que pareciera fundamental: aquella entre sufrimiento natural y sufrimiento social. Al sufrimiento que ocurre por causas naturales no se le puede asignar un responsable, a diferencia del sufrimiento causado socialmente, por los actos y decisiones de otros seres humanos. El primero no genera víctimas sino afectados. ¿Es esta una diferencia que debamos tener en cuenta al enfrentar el sufrimiento de otros?
Necesitamos cultivar el desasosiego frente al sufrimiento ajeno, continuamente poner en duda su normalización, desenmascarar su carácter contingente; algo así como una pedagogía del desasosiego, cuyo resultado podría consistir en personas tal vez menos felices emocionalmente pero más completas como seres humanos, precisamente no solo en tanto un nosotros le antecede a un yo, sino, y sobre todo, en tanto entre un nosotros y un ellos las diferencias aparecen enmarcadas dentro de la igualdad.
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2 Comentarios
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Buén artículo
De acuerdo con su concepto
Difícil abordar “El sufrimiento” sin entrar en temas religiosos, éticos Morales