‘Benedetta’ de Paul Verhoeven: una blasfemia cansada
Paul Verhoeven, director de ‘RoboCop’ y ‘Bajos instintos’, tiene una carrera alternativa elogiada en los circuitos de cine de autor y una afinidad confesa por la vida de Jesucristo y la imaginería religiosa. En ‘Benedetta’, su más reciente película, se entrega a un pueril deseo de blasfemar que termina en la obviedad. ¡Ay don Luis Buñuel, si resucitaras!
No descarto que existan aún almas piadosas que se escandalicen por ver cómo una pequeña figura en madera de la Virgen María se convierte en un dildo. Y que al escándalo moral provocado por este gesto iconoclasta, le sumen la indignación porque el dildo sea usado por dos mujeres. Y para coronar la boutade, que esas dos mujeres sean monjas. Con ese tipo de provocaciones calculadas aterrizó en la sección oficial del último Festival de Cannes la más reciente película del octogenario director holandés Paul Verhoeven.
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Dicen las crónicas del festival que en efecto Benedetta escandalizó, o que, por lo menos, se robó por un instante la atención de los esquivos y anhelados titulares. Algunos evocaron lo que en 1961 armó la sacrílega Viridiana. La navaja-crucifijo imaginada por Luis Buñuel fue considerada, con algo de apresuramiento, hermana en el tiempo de la virgen-dildo. Al fin y al cabo, cuando se trata de destruir imágenes, hay que poner en el lugar de lo destruido algo nuevo. Verhoeven es experto en desplazar objetos y elevarlos a la categoría de íconos. ¿Recuerdan el picador de hielo de Bajos instintos usado como arma letal en medio de un acto sexual?
No es difícil incomodar en la burbuja de Cannes (ni en la Nueva York posTrump, donde hubo manifestaciones de grupos religiosos contra el estreno de la película en el Lincoln Center) y menos en estos tiempos de corrección política. Otra película supuestamente provocadora se ganó la Palma de Oro: Titane, de la directora francesa Julia Ducournau, que se puede ver en la plataforma Mubi. Pero en vez de contribuir con tinta fácil a una algarabía pueril convendría sospechar y hacerse preguntas ante una película como Benedetta. Después de todo, no hay nada más antirreligioso, ni mejor antídoto contra cualquier fanatismo, que la duda.
Antes, claro, hay que conceder que la película de Verhoeven es algo más que la virgen-dildo y aceptar la sugerencia del director –en entrevista reciente con Alejandro Pérez, de Semana– de “abrirle paso a la historia antes que a la indignación”. Benedetta es pues la historia –tomada del libro Actos impúdicos de Judith Brown– de una joven italiana que, en el siglo XVII, es internada en un convento de la Toscana y empieza a cosechar fama de santa y visionaria, a tal punto de que se convierte en abadesa. Son tiempos de contrarreforma en la Iglesia, de peste en las ciudades y campos, y de miedo a la inquisición en los cuerpos y las almas.
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Benedetta no tarda en convertirse en el centro de las sospechas. Pero, ¿qué en ella es lo que resulta a la vez intolerable y terriblemente atractivo? ¿Por qué la película se obsesiona con el potencial de escándalo –y de chiste– que tiene el sexo entre dos monjas? La construcción de la época, que empieza con pulso firme con una escena callejera en la que podemos ver un espectáculo de danzas macabras, muy rápidamente cede su lugar a una narración centrada en intrigas esquemáticas y traiciones previsibles. Lo que la película deja entrever es a un director poco interesado en indagar en los hilos del poder en una época convulsa. Verhoeven quiere que veamos detalladamente un sexo entre muros y tinieblas, y que nos persignemos por ello.
Benedetta indaga poco, sin embargo, en la pasión sexual o en el conocido vínculo entre lo místico y lo erótico. A medida que avanza, va haciéndose evidente su coqueteo con los códigos del cine exploitation (películas de bajo presupuesto especializadas en violencia, sexo u otro tipo de temas en cierto momento considerados tabú), pero tampoco los asume plenamente. Se extraña aquí la infantil desobediencia ante toda respetabilidad que vuelve una fiesta el cine de directores como Jess Franco, entre tantos otros.
La película de Verhoeven queda entonces suspendida en una tierra de nadie. Un cine que aspira al beneplácito de festivales como Cannes, y que busca afanosamente suscitar una sacudida íntima, pero cuyo efecto es epidérmico y pasajero. Otras películas del director volcadas al deseo femenino, de Showgirls a Elle, tenían a la vez provocación y complejidad. Benedetta, en cambio, solo provoca un vago sentimiento de incomodidad, pero no ante el poder disolvente de sus imágenes sino ante el hecho hoy muy controvertible de que la sexualidad femenina siga siendo construida desde una visión masculina y, sobre todo, estereotípica y envejecida (más allá de la avanzada edad del director).
Verhoeven, no hay duda, está fascinado con el cristianismo como surtidor de imágenes de sensualidad, pues al fin y al cabo es la religión de la pasión y de un dios sangrante y crucificado. Algunos buenos momentos de la película exploran ese lado mórbido en donde lo sexual se expande ante la vecindad de la peste, la muerte y el fuego purificador. Benedetta se deja atravesar, gozosa, por la imaginería religiosa. Afirma ese mundo y sus valores, antes que controvertirlos. Los espíritus religiosos deberían estar satisfechos con una película que se mueve en la idea de lo pecaminoso del sexo y del cuerpo como una celda y una caída. ¿Verhoeven quiso blasfemar? Su blasfemia le salió cansada: un homenaje a los más trasnochados tabús religiosos.
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