La biblioteca de un rey sombrío y el pintor alucinante

Felipe II es un rey polémico. Admirado por unos, repudiado por otros. Su figura, en todo caso, es suficientemente atractiva para quien gusta de períodos turbulentos y personajes contradictorios. Educado para ser un monarca sensato, capaz de reconciliar las fuerzas agitadas del cristianismo del siglo XVI, Felipe II terminó atrapado por el maremágnum de un catolicismo excesivo y sombrío.

La idea de crear una biblioteca que agrupara los libros de los soberanos españoles que lo antecedieron y los suyos propios y que, a la vez, fuera un sitio emblemático del humanismo europeo, acompañó a Felipe II durante años. Su deseo de levantar un palacio del tamaño de su personalidad, inmensa y gris, fue creciendo hasta volverse realidad. Pero El Escorial no solo fue la morada de un regente atribulado, sino que ha sido otras cosas. Una basílica, un monasterio para orantes, un seminario para albergar estudiantes de teología.

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Y también una biblioteca. Una de las más hermosas del mundo cuya historia está atravesada de encantos y prodigios. En primer lugar, está la de ese rey que se consideró el gran pecador del mundo y que, para mitigar su culpa, se puso en la complicada tarea de defender una contra reforma ultramontana y aciaga. Un soberano que, repito, era culto, sensible y melancólico. Que amaba los libros y la pintura y terminó –tal es el precio que confrontan los dirigentes imperiales– apoyando una inquisición paranoica e involucrado, a su modo, en el genocidio indígena americano que empañó su siglo y su mandato.

Y resulta también prodigioso que, a finales del siglo XVI, un hombre llamado Juan de Herrera, el arquitecto del Escorial, gozara de tanta sabiduría. La madera de la biblioteca, por ejemplo, provenía de América y tuvo el don de preservar los libros de sus peores enemigos: las polillas, el polvo y la humedad. El granito de sus techos y paredes sigue impidiendo que en el verano el calor sea asfixiante y en el invierno el relente devastador. Y está el asunto, apasionante por sí solo, de la adquisición de los libros. Un grupo de embajadores, enviados por Felipe II, recorrieron el mundo de entonces para conseguir libros griegos, latinos y árabes guardados en los archivos catedralicios, las bibliotecas privadas de eminencias del saber y las librerías de los monasterios.

Monasterio El Escorial
El Escorial

Cuando se entra al recinto rectangular, la admiración y el pasmo se mezclan. Somos, durante instantes, poseídos por la impronta de aquel humanismo español que vio en la filosofía y la teología sus brújulas para rastrear los enigmas del cosmos. En los techos y paredes están los frescos en que los mitos y las leyendas bíblicas predominan. La representación alegórica sobresale como una marca de época. En el pasillo aparecen objetos que parecen el trasunto de una imaginación portentosa: una esfera armilar, un astrolabio, libros de oraciones primorosamente ilustrado. Y en sus repisas laterales hay más libros que poseen el encanto de estar situados al revés de nuestra usanza porque en esos años los títulos no aparecían en los lomos, sino en el frente de las páginas. Libros que jamás leeremos y que señalaron, durante años, el umbral del conocimiento humano. 

He venido a la biblioteca porque, de nuevo, indago en ese siglo XVI, tan luminoso y temerario, tan sangriento y penumbroso. Y porque me interesa saber porqué Felipe II amó las pinturas del Bosco y, muy especialmente, El jardín de las delicias. Ese cuadro que, en El Escorial, enlazó al pintor de un universo, que es como un trazado alucinante de nuestro inconsciente, y a un rey cuyo imperio fue el más inmenso del planeta.

Pude acceder entonces, gracias a la guía de José Luis Gonzalo, a una ventana que desconocía. Gonzalo, conocedor de la educación que tuvo Felipe II, nos mostró unos libros que pertenecieron al monarca. Depositados sobre almohadones, sumergidos en el silencio apacible de una pequeña sala de lectura, estaban los dos libros. El tratado de geometría de Durero y la Crónica del mundo de Schedel.

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El de Durero lo conocía porque fue uno de mis mojones cuando escribí Tríptico de la infamia. Pero, al pasar las hojas de ese libro donde geometría y arte se abrazan con un equilibrio siempre loable, volví a sentir la emoción, que en mí es similar a un trance, provocada por estas pesquisas bibliófilas del ayer.

Al abrir el de Schedel, Gonzalo me señaló varios grabados. En ellos se aglutinan figuras estrambóticas, paisajes abigarrados, ciudades arrasadas por los guerreros y fuentes buscadas de la juventud. Felipe II había leído en su adolescencia este libro, en su versión latina, que cuenta la historia de las civilizaciones según la Biblia y los sabios antiguos y medievales. Y en donde el trabajo de los grabadores –al parecer lo hicieron los maestros de Durero y el mismo aprendiz– es como un río desbordado.

Del vínculo del príncipe con Schedel, es posible, surgió la atracción fervorosa del futuro rey por las pinturas del Bosco. Ambos hermanados por el hecho de que uno gobernaba un imperio vapuleado por las violencias de la expansión mercantil. Y el otro, abrumado pintor de aldea, dibujaba sobre las tablas el reflejo de un horror semejante.

El jardín de las delicias de El Bosco
El jardín de las delicias del Bosco
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6 Comentarios

  1. Lo conozco a través de terceros y, por supuesto, de sus magníficos libros. Soy amante de la historia y de la literatura y he de decir que su escritura, siempre impoluta, me transporta a cada una de esas épocas que evoca, de donde difícilmente salgo. He estado, como tantos otros, en dicha biblioteca, y los fantasmas que resurgen de sus letras los traen a la vida y recrean nuestra calamitosa realidad. ¡Gracias!

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