Bogotá y los pecados capitales que no tienen perdón

Hay una Bogotá que duele, todos los días, por violenta, que hace sentir a sus habitantes personas impotentes frente a lo que pasa en ella. No solo porque asesinan a la gente sino también porque se agrede con acciones u omisiones.

Esta ciudad que duele es la otra cara de la capital de los encantos. Esa de la oferta gastronómica y cultural; Paloquemao y el Siete de Agosto, con sus olores y sabores; los Cerros Orientales, la Sabana y los parques; Unicentro y San Victorino; Transmilenio, a pesar de su caos; los barrios viejos con sus casas de estilo inglés y francés que se resisten a desaparecer; La Candelaria y el Parkway; o los artistas y sus grafitis callejeros.

Pero es que el dolor y el horror, al final del día, terminan empañando la ventana donde la gente se asoma a contemplar la ciudad, bien sea desde un bus articulado o desde la ventana de la casa.

Duele que al joven Sebastián Valverde Gómez lo hayan asesinado cerca de su casa por robarle unos euros que compró para el viaje de su mamá. O que Erika Aponte sea otra víctima del feminicidio que aflora el día de las madres por cuenta de hombres que se creen dueños de las vidas de sus parejas.

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Son acciones violentas que se repiten y que lo único que cambian es el nombre de sus protagonistas.

Pasa, también, con los cuerpos desmembrados que aparecen en talegos, tirados en las calles.

Cuando más cámaras de vigilancia y más policías en la calle no son suficientes, la solución requiere un esfuerzo mayor.  

En otros casos, sus habitantes somos los agresores de los bienes públicos. El transporte público es su principal víctima. Recientemente, un hombre subió su moto, varada por gasolina, a un bus de Transmilenio y, además, no pagó el pasaje. Ya antes, en 2019, una pareja se las ingenió y metió una nevera. Se abren paso a codazos, con el predicador que anuncia el fin del mundo y salva su alma y el día vendiendo sudokus y sopas de letras recién impresos.

Lo agreden también, cada minuto, quienes se cuelan en todas las estaciones. Desafían a la autoridad y bloquean el servicio cuando la Policía les impide que lo hagan. Esta evasión le cuesta al Distrito cerca de 11 mil millones de pesos a la semana. Los compañeros y compañeras de las universidades públicas asumen que es revolucionario dañar las estaciones y afectar el servicio en el que se transporta el proletariado que va de regreso a casa a descansar.

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Unos estratos más arriba también hay agresión y evasión. Tienen vehículos de más de 300 millones de pesos, pero no con qué pagar el parqueadero. Por eso la Séptima, entre la 39 y la 45, en horas de la tarde, es un solo trancón frente a la Javeriana, que no es propiamente una Universidad de estratos bajos; y la carrera Quinta, en la Zona G, es imposible después de las seis de la tarde.

Y la administración de la capital, cualquiera sea, agrede con sus oídos sordos para arreglar las calles de los barrios o para mejorar el servicio de las basuras.

En Chapinero, la gente decidió poner llantas al lado de los huecos con mensajes con nombre propio para llamar la atención de la alcaldesa. No hay plata para arreglar las calles, pero sí para contratos de conos y maletines que agudizan el problema de la movilidad.

‘La Atenas suramericana’ –un invento cachaco para salvar el honor— no tiene nada que ver con la ciudad ideal de Platón, quien postulaba que tenía que tener cuatro virtudes: justicia, prudencia, valor y templanza. Sería demasiado pedir.

@caobregón

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