Campo de relámpagos
Campo de relámpagos es la obra de un artista ya muerto. La tomé hace años como un ejemplo claro de lo que es para Kant lo sublime: la relación de nuestro ánimo, o nuestra mente, con la inmensidad, con la energía de la naturaleza, una relación que nos lleva a un estado de plenitud, de comprensión imaginativa e intuitiva de nuestra libertad, a una intensidad vital que no experimentamos en condiciones ordinarias, más cerradas y sosegadas.
El artista se llama Walter de Maria. Quiso instalar esta obra en un lugar aislado, en el desierto de Nuevo México. Para llegar hay que manejar durante horas por una carretera polvorienta hasta un campo llano en el que cuatrocientas estacas de acero inoxidable están dispuestas ordenadamente entre la vegetación rala y amarillenta. Las puntas de acero arden como velas con la luz del amanecer, bajo el sol forman un paisaje extraño, como de molinos sin aspas, algo gozosamente inútil, como es inútil lo que existe con plenitud. Pero la obra se completa cuando durante una tormenta de relámpagos -muy frecuentes en la zona- el acero atrae a los relámpagos. La obra es entonces un llamado a algo que está por fuera de ella.
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“El aislamiento es la clave del arte”, dijo Franzen, un novelista norteamericano vivo, hacia el que siento mucha simpatía, más que por su prosa, por su amor hacia las aves y los pájaros, y por un texto bellísimo que tiene sobre un viaje que hizo a la Antártida. También por afirmaciones suyas con las que solo puedo estar de acuerdo. Dijo, por ejemplo: “Para ser implacable, antes hay que amar”. O esto, que pareciera la reformulación de uno de los aforismos más hermosos de Kafka: “Ve más quien se sienta a esperar que quien se pone a perseguir”. Franzen dijo también: “quien abandona el realismo pierde la conexión con su lector”. Esta afirmación, en cambio, aunque tiene un fondo de razón verdadera, me dejó inquieta y pensativa una mañana.
Acababa de publicar un libro de cuentos que se aleja mucho de lo que se supone que es el realismo en literatura. Me tranquilicé después pensando que el realismo no puede dar cuenta de la situación tan extraña en la que existimos, y bueno, ¿de qué habla?, Franzen también debió haber leído La metamorfosis con lágrimas en los ojos, y debió haber leído en un estado de estupor profundo La Odisea, La divina comedia o Pedro Páramo. A menos que se trate de Madame Bovary, una de las mejores novelas del mundo, el realismo también se vuelve aburrido después de un rato, y si miramos a lo largo de los siglos, ocupa un espacio modesto en el espectro amplísimo de la literatura.
“Lo invisible es real”. ¡Eso sí que es realismo! Lo dijo Walter de Maria y estoy completamente de su lado. Lo que está en juego para Kant en ese momento que él llama “sublime”, más que un rapto romántico, es un estado de conciencia muy elevado que se extiende o se intensifica por la magnitud de fuerzas que no son en nada humanas. El sentimiento de libertad, de vitalidad, invisible como todos los sentimientos, más que hacerse visible, se vierte desde esa abundancia de hojas, de agua, de luz y de espacio que es la naturaleza.
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Las noches en las que hay tormenta de relámpagos en la montaña son para mí noches de felicidad plena. Los relámpagos se abren camino en el cielo, no como lluvia, ni como granizo, ni atraídos por el magnetismo de estacas de acero. La luz del relámpago, tan parecida a la de la vida, abre en la oscuridad canales impredecibles, al mismo tiempo que un destello extenso incendia por segundos blancos el cielo. Mi vida pequeña recibe entonces, como un resplandor vivísimo, la vida inquebrantable de la naturaleza.
4 Comentarios
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No había visto las tormentas con relámpagos de esta manera
Chévere
Gracias Andrea. Precisamente ahora estoy leyendo El Pabellón de oro y los dos textos resuenan como ecos en las estacas de mi mente. Maravilloso.