La casa de Cortés
En la carretera que va de Xalapa a Veracruz, hacia la derecha, hay un pueblo llamado La antigua. En él está la casa donde vivió Hernán Cortés un periodo breve. El conquistador venía de Yucatán e iba hacia el corazón del imperio que pronto habría de deshacer. No le costó mucho darse cuenta, en ese trayecto, de que debía aprovechar las diferencias existentes entre los mexicas, cuya capital era Tenochtitlán, y los totonacas, que habitaban lo que hoy son las tierras de Veracruz, y los tlaxcaltecas, otro grupo de nativos establecido en las proximidades de la urbe donde gobernaba Moctezuma.
Cortés venía acompañado de sus dos traductores eficaces. Gerónimo de Aguilar, español que sabía el maya. Y la Malinche que, además del maya, conocía el náhuatl. Luego, esta mujer –vilipendiada por unos por colaboradora, admirada por otros por arrojadiza–, aprendería el castellano a través del mejor método que ha existido para aprender las lenguas impuestas: el del amor y el sometimiento. Cortés le dio sus primeras lecciones en el tálamo. Y después vino el otro conquistador que la tomó cuando aquel hubo de abandonarla y emprendió sus delirantes expediciones por Honduras y el Mar del Sur.
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Pero en La antigua Cortés apenas empezaba los sucesos de la increíble conquista de México. Esa que lo convertiría en uno de los personajes más polémicos de la historia de América. Pero decir “increíble” tal vez no sea el término adecuado. En realidad, los eventos fueron portentosos, si se miran desde la óptica del vencedor. Y funestos, si la perspectiva es la de los vencidos. Cortés será entonces, según unos, el inteligente estratega que con tan pocos ibéricos derrotó un imperio de miles de guerreros crueles. Y, para otros, el principal responsable de una serie de calamidades que vapulearon al México de aquel siglo XVI.
Con todo, no quiero detenerme en la masacre de Cholula, ordenada por Cortés. Ni en la del Templo mayor, ideada por Pedro de Alvarado, su siniestro substituto. Ni en “La noche triste”, triste para los españoles, pero no más desolada que las múltiples que tuvieron después los mixecas. Ni me detendré aquí en la muerte de Moctezuma, trastornado por las profecías divinas. Ni en la de Cuauhtémoc, su sucesor y joven mártir. Muertes, probablemente provocadas por la mansalva, o el agudo cálculo, de Cortés.
Tampoco quiero hurgar en los vericuetos burocráticos en que caería el vencedor de Medellín con las autoridades coloniales de España, quienes trataron de despojarlo de la riqueza de sus pillajes. Ni me interesa rastrear, pues ya lo hizo magníficamente Carlos Fuentes en su relato, los avatares de sus numerosos hijos naturales y bastardos. Ni voy a introducirme en el arrepentimiento postrero del conquistador, pues dicen que ordenó en su testamento devolver sus tierras a los indígenas y dar la libertad a sus personas esclavizadas por el poder monárquico y católico que él instaló en las tierras nuevas.
Aunque su rostro muerto, según Fuentes, resulta atractivo para las elucubraciones caras al mestizaje, ya que estaba cubierto por una máscara de jade y el interior del sarcófago tamizado de plumas de aves mexicanas, no caeré en la tentación de la glosa. Porque al ver la casa de Cortés en La antigua, todo aquel impresionante periplo humano pareciera condensarse. Quiero decir, que empieza uno a recorrer tales vestigios y lo que fue Cortés, lo que sabemos con cierta seguridad de su existencia y lo que de ella nunca sabremos, se estrella poderosamente en nuestra mirada observadora.
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Por esta razón, porque ante ellas somos el terreno de las revelaciones más inesperadas, me atraen las ruinas. Todas las ruinas. Las de los templos y castillos y palacios y ciudadelas que una vez fueron espléndidas y, mediando el tiempo, se tornan polvo fugitivo y motivo de rememoraciones azarosas. Y esta donde vivió Hernán Cortés resulta tremendamente sugestiva.
Son apenas hileras de piedras donde antes hubo una pieza, un comedor, un zaguán. Dos o tres senderos que comunican lo que un día fueron aposentos para el descanso y la oración. Algunos de ellos conservan el marco de puertas ya desvaídas. Como techo solo están las nubes o las estrellas. Y la luz intensa de una vegetación que, hambrienta, la circunda. Recorro esos pocos metros poniendo cuidado en no tropezar con los guijarros. Escuchando el eco de pasos que van y vienen sin saber muy bien si son los míos, o los de otros visitantes, o de aquellos que, invisibles, siguen transitando la morada.
Entonces en uno de los cuartos se encuentra el prodigio. Un enorme higuerón, que ha brotado de la tierra, se ha incrustado en las paredes con pujanza. Las ramas son raíces y las raíces, como un milagro, se disparan hacia arriba. En el tramo ondeante de unos pocos metros abraza las paredes estremeciéndolas desde sus cimientos. Pero en la mezcla de ambos seres, uno se pregunta quién sobresale en esta lucha. Mis ojos se hunden, por un instante, en ciertos relieves creyendo que no hay poder capaz de detener el ansia de la naturaleza. Pero, más allá, es la argamasa civilizadora la que parece imponerse. Y así, en cada recoveco, gana el uno y luego el otro. Hasta que, en lo alto, la constelación de un follaje verde se explaya y refleja entre sus intersticios la vastedad del firmamento.
Aquí está representada, me digo, la huella de Cortés. Como una epifanía que aplasta y estimula. El árbol viviente y los muros derruidos no son más que la expresión de un mestizaje agresivo y, sin embargo, vital. Diálogo agitado y ensordecedor entre dos realidades que se rechazan con altivez y resentimiento y se buscan con deseo y esperanza. Para que, enseguida, todo eso sea tocado por el silencio de un cielo azul y despejado.
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Maravilloso y real su artículo. Felicitaciones.