¿Qué hacer con el desorden urbano?

Lejos de garantizar la calidad de vida y ser referentes de progreso, las ciudades colombianas retroceden de la mano de gobiernos incapaces y ciudadanos irreverentes ante las normas, muchas, inexistentes.

El síndrome de Diógenes es un trastorno del comportamiento que suele darse en las personas mayores de 65 años y se caracteriza, principalmente, por la acumulación de objetos, desperdicios y basura en su propia casa. Junto con los problemas de salud que suele acarrearles a quienes lo padecen, sus entornos, vecinos y comunidad también lo sufren de forma indirecta, por lo general, padeciendo el efecto de malos olores, plagas, entre otros agentes contaminantes.

Me temo que nuestras ciudades sufren un tipo de enfermedad similar. Distritos y municipios, grandes, otro tanto intermedias y el casi millar de pequeños, además de inviables financieramente, están lejos de avanzar desde el orden, la cultura ciudadana y el respeto por lo público. Por el contrario, retroceden en detrimento de aquellos mínimos que facilitan para sus habitantes valores como la seguridad, la convivencia y la prosperidad económica. Vivir en paz, por supuesto.

A principios de la década del ochenta, y desde una mirada criminalística, los profesores James Wilson y George Kelling publicaron Broken Windows (ventanas rotas), un gran artículo con el que abrieron el debate sobre cómo en aquellos entornos en donde el desorden, la suciedad, el descuido y el maltrato son mayores, el delito y la inseguridad suelen ser una constante.

Desde la sociología y la antropología –y años después, desde la psicología–, otros autores ampliaron dicha mirada aduciendo cómo ciertos patrones de cultura, propios de grandes urbes, cosmopolitas y con marcadas diferencias entre ricos y pobres, tenían efectos en diversos factores de violencia. En su momento, una tesis revolucionaria pues lo común ha sido atribuir a la pobreza monetaria las causas del delito.

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En algunas ciudades de Estados Unidos, como Nueva York, los investigadores observaron cómo no la no sanción por la autoridad de faltas menores, como estacionarse en lugares prohibidos, ocupar indebidamente el espacio público o infringir normas de tránsito, el patrón de infracciones no solo se hacía iterativo, sino que, automáticamente, daba paso a la comisión de faltas mayores o delitos más graves, como la agresión física y el homicidio.

Guardando las debidas proporciones, el desorden que padecemos en Colombia guarda una estrecha similitud con lo probado por Wilson y Kelling. También, en mi perspectiva, con una cierta ignorancia colectiva o, mejor, con una ‘inteligencia’ individual que ha privilegiado la acumulación de poder y concentrar la riqueza, por encima de aportar a construir una sociedad más justa y equitativa. Desde la otra orilla, a razón de una estructura sociolaboral informal y con una intervención estatal inconsecuente (tal vez nula) para hacer efectivo el goce de derechos desde la legalidad.

Y los gobiernos: a la falta de visión de nuestros líderes, se suma su incapacidad para controlar la ocupación del suelo para vivienda y negocios. Decisiones erráticas o dilatadas de inversión en transporte y servicios públicos, de cuyos efectos se confortan las condiciones de vulnerabilidad, desigualdad, discriminación social, la delincuencia, entre otros males, vivos y a los ojos de todos.

Como bien puede presentarse en cada rincón de América Latina, donde la pobreza económica y las brechas sociales son el gran determinante demográfico, enfrentamos el dilema de quienes, bajo el legítimo derecho al trabajo, acusan el derecho de convertir el garaje de su residencia en un ‘gastrobar’ o todo tipo de negocio. Un eslabón abajo en la cadena, quien se adueña de una porción del parque, andén o ciclorruta para instalar su negocio ambulante. De puertas para afuera, son las fachadas, calles y espacios comunes blanco de intolerancia y discreción individual. Como los grafitis, expresiones insulsas que tugurizan el ambiente. Y en múltiples resquicios, el hogar de habitantes de calle, expendios de estupefacientes y parcelas invisibles de rateros.

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No es fácil descifrar cómo hacer compatible lo que los expertos llaman la planificación urbana con un fenómeno extendido y creciente de informalidad, irrespeto por lo público y delito común. Aún más complejo es responder al interrogante de cómo podrían nuestros gobiernos ser promotores de convivencia y calidad de vida, siendo la cara más visible de la ilegitimidad estatal y ostentando tan baja capacidad y calidad de respuesta a las demandas colectivas.

Esta reflexión no pasa por emitir un juicio de valor desde lo estético. Cómo embellecerlas o cómo podrían nuestras ciudades parecerse un poco más a aquellas metrópolis del Primer Mundo, muchas de ellas como Washington, París, Londres o Tokio, a la vanguardia en desarrollos arquitectónico-urbanísticos y receptoras de millones de turistas al año.

Sin embargo, debatir sobre criterios de belleza o, peor, imponerlos, sería tanto como creer que cada individuo en su comunidad, por convivir en el mismo espacio, debe, por defecto, compartir los mismos gustos gastronómicos.

Tal vez nuestros gobiernos, ante la necesidad de preservar el orden social –léase por ello reducir la protesta social, el clamor de millones sumidos en la pobreza estructural del país– han omitido deliberadamente ejercer un efectivo ordenamiento del suelo y reducido al mínimo el mantenimiento urbano u ornato. Mucho menos efectivo es el control sobre el tráfico vehicular y sus nefastas consecuencias en materia de salud pública.

Por competencias asociadas al desarrollo local, a los mandatarios les asiste el deber de avanzar decididamente en ordenar su territorio, desde el mínimo necesario que es consolidar su Plan de Ordenamiento Territorial, hasta reconocer en el catastro multipropósito el mejor instrumento de gestión y agregación de valor del suelo. Todo, ojalá, con la mira puesta en la atracción de inversiones que aviven el desarrollo económico.

En la actualidad, son prácticamente una excepción los alcaldes (o proyectos políticos) que reconocen el valor intrínseco de la renovación urbana, como la acción de transformar aquellos entornos en desuso o con serias afectaciones estéticas para el goce de los ciudadanos que conviven con ellos. Una pared sucia, o un vidrio roto en un edificio abandonado transmite una idea de deterioro, desinterés y despreocupación que, con el tiempo, rompe los códigos de convivencia. Ejemplifica la ausencia de ley, normas, reglas. El todo vale.

Como se logró en la vivaz –pero problemática– Nueva York, bajo la administración de Rudolph Giuliani (1994-2001), nuestras ciudades necesitan hibridar el desarrollo económico con políticas de “tolerancia cero” que prevengan y promuevan las condiciones sociales necesarias para su seguridad. Tolerancia cero no en un sentido autoritario o represivo, sino, por el contrario, en el sentido combatir actitudes y prácticas contrarias a las de crear comunidades limpias, ordenadas, respetuosas de la ley.

Nuestras ciudades, lejos de planificarse, crecieron como aldeas. Hoy, reversar lo que mal se hizo en medio siglo resultará difícil.

Si amén de gobiernos incapaces seguimos a merced del desorden, conviviendo sin reglas mínimas de convivencia en el espacio, padeceremos una enfermedad eterna de irracionalidad y violencia. Tal vez, un estilo de vida misantrópico como el del filósofo griego.

Por: @dialbenedetti
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