Clásicos que marcan
Me agarró el clásico bogotano haciendo un examen de sueño. Es decir, en el el peor lugar como para disfrutarlo plenamente, porque es en el estadio en donde, más allá del resultado, el juego se ve distinto, se palpa en serio, se vive y se sufre.
Pero a las 7:45 pm del domingo, electrodos pegados al cuerpo y cables que harán un monitoreo a las oscilaciones oníricas, me tendrán medio atrapado. Cobija roja a cuadros, almohada con funda caliente y silencio general será el escenario de mi vida justamente en el instante que el balón empiece a rodar. Evidentemente esta edición del partido entre Millonarios y Santa Fe no la olvidaré.
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Bobo no soy: acá, camuflado, dentro de las cobijas, tengo el celular y los audífonos y como si estuviera viendo porno en la adolescencia, me recluiré en medio de esa luz mortecina que surgirá desde dentro de la cama y que seguramente pondrá alerta a las enfermeras. Habrá que taparse hasta la cabeza y usar la “técnica tabaco”, que es una enseñanza materna.
Mi mamá, cuando mi hermana y yo éramos niños, nos amortajaba para que no se colara el frío y quedáramos inmóviles, como envueltos en una crisálida. Era la única manera de calentarse en una Bogotá lluviosa y gélida como la de mi infancia y como la de mi adultez, porque el clima está inmamable.
Pero volviendo al cuento, quién sabe si el clásico pueda afectar los resultados del examen del sueño o si una derrota o una victoria podrá aumentar el índice de apneas, pero mientras trato de llevar a cabo el plan adecuado para capar dormida en casa ajena, empiezo a pensar en cada clásico que está en mi cabeza y se viene uno del 89 en el que hubo una víctima y un victimario; la víctima fue el joven defensa central Rubén Darío Ramírez, bogotano, con buena técnica pero al que los nervios lo traicionaron la noche en la que debió reemplazar al siempre impecable Jorge Raúl Balbis, que había sido expulsado en el clásico anterior: es que se jugaban una especie de hexagonales en aquel entonces y se disputaron dos clásicos consecutivos.
En el primero Millonarios había ganado 1-0 con gol de Vanemerak de penal y el azul había jugado de uniforme blanco. El arbitraje fue horrible en contra de Santa Fe y el árbitro echó a tres rojos: a Freddy Rincón, creo que a Pepe Romeiro Hurtado y al siempre leal Balbis, entonces Diego Umaña alineó al chico Ramírez.
En el primer balón que tuvo en los pies, Ramírez se embolató y perdió la pelota en el minuto 1 ante Jorge Raigoza. El puntero de Millos le robó la cartera al pelado y de globito, se la mandó guardar al pobre arquero rojo Fernando Hernández y ya el juego para Ramírez no tuvo paz, sobre todo porque después dejó un rebote al borde del área, que aprovechó Pimentel para hacer un golazo de media distancia y de nuevo Pimentel -el victimario de aquella noche- metió un gran cabezazo ante la pasividad del chino Ramírez que nunca más volvió a ver la titular luego de ese 3-0. ¿Qué sería de él?
Las derrotas también marcan, como en el 88 el día que Claudio Morresi —Crack que jugó poco y muy bien en Santa Fe y que después de ser secretario de deportes en Argentina hoy es legislador de Buenos Aires y que cuenta una historia propia terrible ya que, cuando apenas empezaba a oler la profesional en Huracán, club en el que debutó, andaba buscando a su hermano, que fue raptado por la dictadura y jamás apareció— le pintó la cara a Millos él solito y, además, le hizo un golazo al espantoso Cousillas.
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Ni hablar del 7-3 que solo pudo ser superado como trauma personal con aquel sablazo asesino de Henry Rojas. O el 0-0 del 91, el mismo en el que estuvieron presentes los integrantes de Soda Stereo. Y qué pena con Charly Alberti, Zeta Bossio y Gustavo Cerati porque ¡ah partido para malo el de esa noche de lluvia! Allí estuve con mi gran amigo Alejandro Velasco, en el que fue catalogado entonces como el peor clásico en la historia.
Pero hay algunos partidos que sin ser tan recordados, se quedaron en mi mente por algunas jugadas puntuales que están claras dentro de mi disco duro: uno del 93 que ganó 2-1 Millos en el que Arnoldo Iguarán, con 36 años y ya cerca del retiro, le sacó, en un pique infernal, cinco metros de distancia a su marcador, el limitado central James Aguilar. Nunca vi tanta superioridad entre un hombre y otro en un campo de juego.
Tampoco Roberto Perfumo, técnico santafereño, que se agarraba la cabeza cada vez que el guájaro recibía de espaldas y prendía la moto. Y en otro 2-1 -si no estoy mal Rendón marcó los dos goles- por cuenta de una impresionante doble atajada del uruguayo Carlos Arias: León remató y el portero a puro reflejo, vestido con un buzo de pecho verde y brazos negros, detuvo la pelota pero dejó el rebote. Cuando el Gato Pérez corrió a rematar, Arias (todavía no se cómo) se levantó del suelo y a punta de fuerza de piernas, brincó y sacó de un manotazo el Golty que ya iba a meterse en las templadísimas redes de la portería sur.
El lunes a las 6 a. m. irá mi esposa por mí, al lugar del examen para recogerme. Antes de dejarme allí me pidió que durmiera bien, que descansara y que no pensara en preocupaciones o en trabajo para ver si podía dormir bien. Cuando nos veamos tendré que explicarle que -de acuerdo al resultado- el clásico probablemente estropeó cualquier análisis.
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