Del gesto a la línea
“El color envejece, como las rosas y los imperios”.
Al principio fue la línea. Hablo de los días en que nuestros abuelos homínidos empezaron a descubrir que tenían un instrumento muy fino en la boca, suavizaron sus fonemas guturales, matizaron sus interjecciones y el gruñido se atenuó en onomatopeyas, suspiros, silbos y plegarias. Para las maldiciones y los momentos de furia conservaron los matices ásperos del rugido. Luego se dieron a una tarea portentosa, nombrar el mundo, inventar palabras que dieran cuenta de las cosas; luego se ocuparon de algo más difícil, nombrar las acciones en relación con el tiempo. Mato. Maté. Mataré.
Como tenían pocas palabras para nombrar las cosas, tuvieron que dibujarlas en el aire con las manos. “Era una bestia alta, como así de alta, y tan gruesa como ese árbol” (de aquí nos viene la inevitable gestualidad de las manos al hablar. Si nos las amarraran, perdemos toda nuestra elocuencia). Cuando quisimos precisar más la bestia dibujamos líneas sobre la tierra. Mucho después, hace unos 70.000 años, unas manos sin rostro dibujaron escenas de cacería sobre la roca. Eran ejercicios de la inocencia y del miedo, pintura mágica, trazos que podían proteger al cazador y hacer que la cacería fuera feliz. Una suerte de programación neurolingüística primitiva. Animismo puro.
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Paréntesis. Lo que más asombra de la pintura rupestre es que no precisó bocetos. Nuestros abuelos homínidos no hicieron primero matachos y luego sí, perfectas, plásticas, sublimes, Altamira y Lascaux. Es por esto que Chesterton asegura que el hombre es hijo de la creación divina, no de la evolución natural.
De inmediato, los primeros pintores del mundo comprendieron que no bastaba la línea y colorearon el cuerpo de las bestias. Lo hicieron con uno o dos colores de una paleta básica compuesta por negros, rojos, amarillos y verdes sacados de los minerales, los vegetales y las heces. Como aglutinantes se utilizaron resinas y grasas animales.
Cuando pintaban en cuevas oscuras, utilizaban lámparas cuyo combustible era tuétano o grasas animales. El pabilo debió ser una fibra vegetal cuya absorción capilar asegurara el ascenso del combustible: líquenes, enebro, musgo.
Los colores se untaban sobre la roca con los dedos, o se escupían con la boca, o los atomizaban con una caña hueca, o los restregaban con estopas vegetales. Los lápices eran ramas carbonizadas o polvos minerales aglutinados con resinas: gomas vegetales, aceites minerales o heces animales. Se aprovechaban las hendiduras de la roca para crear la ilusión de volumen, pero también hay efectos tridimensionales logrados con esfumatos muy delicados.
El pigmento natural más complejo de la Antigüedad fue el verde iridiscente que los egipcios, los primeros “metrosexuales” de la historia, obtenían triturando las caparazones quitinosas de los escarabajos para maquillarse los párpados.
Aristóteles asegura que la paleta griega tenía cuatro colores: blanco, negro, amarillo y rojo. Debió estar influido por la primera tabla periódica de la historia, la presocrática y bella lista de los cuatro elementos.
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Yo creo que los griegos se enamoraban primero de un número y luego hacían malabares para que el mundo encajara en él. El cuatro, por ejemplo, era el número de la Justicia. Era un número firme, como las patas de una mesa. Es probable que de aquí sacaran los cuatro elementos del mundo y los cuatro colores de la paleta básica. Luego creyeron que el cinco era sagrado porque solo había cinco sólidos regulares: el tetraedro, cubo, el pentaedro, el dodecaedro y el icosaedro, y decidieron que solo había cinco grandes cuerpos celestes orbitando alrededor de la Tierra: la Luna, el Sol, Mercurio, Marte y Venus.
También amaban la simetría. Por eso el sólido perfecto era la esfera. Tenían una excepción: el segmento áureo, que divide los segmentos y los planos en tercios para evitar la monotonía de la división en mitades.
Los perdió su fobia por los trabajos manuales en general y por la experimentación en particular. Los consideraban operaciones vulgares, propias de esclavos y artesanos. Quizá por esto no fueron buenos físicos, con la notable excepción de Arquímedes, que vivía en Siracusa, la Grecia romana. Adoraban, en cambio, la lógica y el conocimiento a priori, que no requieren laboratorio y pueden ser probados mediante lo que Einstein llamará “experimentos de tablero”. Por esto descollaron en filosofía y matemáticas.
Los romanos tenían una paleta más rica, como podemos apreciar aún hoy en los murales de Pompeya, Herculano y Stabia, pero estas pinturas han envejecido muy mal. Sus pigmentos eran inestables y el barniz que los protegía de la oxidación, la cera, requería mantenimiento constante. Aunque las técnicas modernas han atenuado el problema de la inestabilidad del color y alargado la vida media de los pigmentos, el problema subsiste y quizá nunca se resuelva completamente.
El color envejece, como las rosas y los imperios. No hay nada qué hacer, salvo seguir trabajando en el tema de los fijadores y prohibir el flash en los museos. O la solución de Van Gogh: “Todos los colores que los impresionistas han puesto de moda son inestables”, le cuenta al hermano en una de sus cartas. “Por eso me gusta aplicarlos con crudeza. Ya el tiempo, ese crítico severo, se encargará de atenuarlos”.
El color también ha tenido enemigos. Los partidarios del “monocromatismo” y los minimalistas lo soportan muy mal. Quieren que las paredes de un edificio, digamos, tengan solo el color de sus materiales. O aceptan que se aplique un pigmento, pero solo uno, y esto en discretas cenefas o en detalles pequeños. El culto de los minimalistas por la economía y la sobriedad se tradujo en la abominación por los “colorines, una debilidad propia de los niños, los campesinos y las clases populares». Plinio el Viejo, el antecedente más antiguo de este culifruncido prejuicio, asociaba la profusión de colores fuertes con «el muy discutible gusto de las cortes de Oriente”.
Mil ochocientos años después, Le Corbusier afirmó que la afición por el color era propio de “las razas simples y los salvajes”. Un viaje al Oriente terminó de irritar sus delicadas retinas: “Cuántas sedas llameantes, cuántos mármoles ostentosos, cuántos bronces opulentos, es hora de ponerle punto a este frenesí cromático con una buena mano de lechada y contención”. Julia Kristeva, especialista en teoría cultural estética, advirtió al mundo que “la experiencia cromática constituye una amenaza para el yo (…) El color es la destrucción de la unidad”. (¡?)
Estas fobias pueden inscribirse en dos postulados minimalistas. Uno, el famoso “menos es más”. Dos, el diseño (la línea, o las formas de las superficies) es más importante que el color. Si echamos una mirada a las tendencias de los últimos 50 años, hay que reconocer que esta neurótica estética se ha impuesto: los carros, los trajes de los hombres, los zapatos de hombres y mujeres, los electrodomésticos y los autos son monocromáticos. O casi. También los trajes de las mujeres tienen pocos colores, con alguna pequeña disonancia cromática fuerte en el cinturón, la cartera o los zapatos, ligeras mezclas de la paleta de los colores tierra en tonos pastel (por ejemplo verde y beige) o la siempre sobria mezcla de prendas negras y blancas.
Recién ahora, desde 2020, vemos en las calles autos de dos colores… con la condición de que uno de ellos sea el negro. Por ahora.
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4 Comentarios
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¡Maestro! El regusto de leerlo, su pluma y su imaginación que vuelan por el mundo y por la historia. ¡Qué placer tan exquisito es leerlo a usted! Lo que dice y cómo lo dice, la poética de su canto, gracias por esta aventura.
Maravilloso escrito Julio César, cumple con todas las características que Ítalo Cavino propuso para este milenio que apenas comienza. Uno se divierte leyendo, sin indagar, sobre la veracidad o no de tus afirmaciones. Literatura de la buena. Sigue así, no cambies.