“Esta es una invitación a superar el olvido, el miedo y el odio a muerte”: Francisco de Roux

El informe de la Comisión de la Verdad contiene verdades incómodas que deben ser escuchadas para construir desde la diferencia, acabar con la impunidad y sanar esas heridas profundas que ha dejado el conflicto, dice Francisco de Roux. Lea aquí su discurso completo.

Desde este martes, los colombianos pueden consultar varios de los capítulos del informe final de la Comisión de la Verdad, creada como un mandato del Acuerdo de Paz.

Desde noviembre de 2018, la comisión se encargó de recoger las voces de más de 28.000 víctimas, comunidades étnicas y campesinas, población LGBTIQ+, militares, excombatientes, empresarios y todos aquellos involucrados en el conflicto, para investigar a fondo la guerra, sus motivaciones y las razones por las que se extendió durante años.

Como resultado, se elaboró un informe de diez capítulos con información valiosa sobre las dinámicas en los territorios, el comportamiento de los grupos armados, las afectaciones y heridas en las comunidades, entre otros asuntos, durante más de 50 años de conflicto armado.

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Esta labor fue liderada por 13 comisionados de la verdad, con el padre Francisco de Roux a la cabeza, quienes este martes hicieron la presentación oficial del informe y dieron a conocer el capítulo correspondiente a los hallazgos y recomendaciones.

Discurso completo de Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad

Traemos un mensaje de esperanza y futuro para nuestra nación vulnerada y rota. Verdades incómodas que desafían nuestra dignidad, un mensaje para todas y todos como seres humanos, más allá de opciones políticas o ideológicas, de las culturas y las creencias religiosas, de las etnias y del género.

Traemos una palabra que viene de escuchar y sentir a las víctimas en gran parte del territorio y en el exilio; de oír a quienes luchan por mantener la memoria y resistir al negacionismo, y a quienes han aceptado responsabilidades éticas, políticas y penales.

Un mensaje de la verdad para detener la tragedia intolerable de un conflicto en el que el 80 por ciento de las víctimas han sido civiles no combatientes y en el que menos del 2 por ciento de las muertes ha sido en combate. Una invitación a superar el olvido, el miedo y el odio a muerte que se ciñen sobre Colombia por causa del conflicto armado interno. 

Lo hacemos a partir de la pregunta que ha cuestionado a la humanidad desde los primeros tiempos: ¿En dónde está tu hermano? Y desde el reclamo perenne del misterio de justicia en la historia: La sangre de tu hermano clama sin descanso desde la tierra.

Llamamos a sanar el cuerpo físico y simbólico, pluricultural y pluriétnico que formamos como ciudadanos y ciudadanas de esta nación. Cuerpo que no puede sobrevivir con el corazón infartado en Chocó, los brazos gangrenados en Arauca, las piernas destruidas en Mapiripán, la cabeza cortada en El Salado, la vagina vulnerada en Tierralta, las cuencas de los ojos vacías en el Cauca, el estómago reventado en Tumaco, las vértebras trituradas en Guaviare, los hombros despedazados en el Urabá, el cuello degollado en el Catatumbo, el rostro quemado en Machuca, los pulmones perforados en las montañas de Antioquia y el alma indígena arrasada en el Vaupés.

Padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad
Foto: Comisión de la Verdad.

Llamamos a liberar nuestro mundo simbólico y cultural de las trampas del temor, las iras, las estigmatizaciones y las desconfianzas. A sacar las armas del espacio venerable de lo público. A tomar distancia de los que meten fusiles en la política. A no colaborar con los mesías que pretenden apoyar la lucha social legítima con ametralladoras. Convocamos a proteger los derechos humanos y poner las instituciones al servicio de la dignidad de cada persona, las comunidades y los pueblos étnicos. A asumir juntos, por las vías democráticas, la responsabilidad de los cambios sociales e institucionales que la convivencia exige, como se estableció en el Acuerdo de Paz entre el Estado y las Farc-EP, y a abrir, con el entendimiento de las actuales circunstancias, este acuerdo al ELN y a otros grupos armados.

No pretendemos acabar con el debate legítimo entre quienes mantienen el statu quo y quienes desean cambiarlo. Llamamos a tomar conciencia de que nuestra forma de ver el mundo y relacionarnos está atrapada en un “modo guerra” en el que no podemos concebir que los demás piensen distinto. Los contrincantes pasan a ser vistos como conspiradores, sus argumentos dejan de parecernos interesantes o discutibles para ser peligrosos y temibles, y tenerlos en cuenta a la hora de debatir es una supuesta traición a lo propio. Así, la oposición se vuelve mortal porque las personas se convierten en meros obstáculos. Esa forma de pensar es la que ha posibilitado aberraciones como que los seres humanos fueran convertidos en humo y cenizas en las chimeneas del horno crematorio de Juan Frío, o pasaran a ser simples cifras en los listados de “dados de baja en combate” de los falsos positivos; también fue lo que posibilitó que los soldados devinieran trofeos de caza para la guerrilla, que encontráramos en bolsas de basura los despojos de políticos abaleados, que nos acostumbráramos a las muertes suspendidas del secuestro y a recoger los cadáveres diarios de líderes incómodos.

Llamamos a aceptar responsabilidades éticas y políticas ante la verdad del daño brutal causado y a hacerlo con la sinceridad del corazón. Hemos constatado que quienes reconocen responsabilidades lejos de destruir su reputación la engrandecen, y de ser parte del problema pasan a ser parte de la solución que anhelan las víctimas y que necesitan ellos mismos, los perpetradores. 

Esta nación tiene la riqueza conmovedora de su pueblo, la multiplicidad de sus expresiones culturales, la profundidad de sus tradiciones espirituales y la tenacidad laboral y empresarial para producir las condiciones que satisfagan la vida anhelada; tiene la feracidad salvaje de su ecología, la potencia natural de dos océanos y miles de ríos, montañas y valles; la audacia de su juventud, el coraje de las mujeres y la fuerza secular de los indígenas, los campesinos, los negros, afrocolombianos, raizales, palenqueros y los rrom. Al mismo tiempo, paradójicamente, es una sociedad excluyente, con problemas estructurales nunca enfrentados con la voluntad política y la grandeza ética que era indispensable: la inequidad, el racismo, el trato colonial, el patriarcado, la corrupción, el narcotráfico, la impunidad, el negacionismo, la seguridad que no da seguridad. De tal manera que la riqueza cultural, natural y económica ha ido de la mano con la ausencia de reconocimiento del otro, de la otra, y ha propiciado la violación de derechos y el desprecio de los deberes ciudadanos. Esto es precisamente lo que hay que cambiar por caminos pacíficos y democráticos. De lo contrario, las maravillas de Colombia continuarán flotando sobre una de las crisis humanitarias más brutales y largas del planeta. 

Estamos convencidos de que hay un futuro para construir juntos en medio de nuestras legítimas diferencias. No podemos aceptar la alternativa de seguir acumulando vidas despedazadas, desaparecidas, excluidas y exiliadas. No podemos seguir en el conflicto armado que se transforma todos los días y nos devora. No podemos postergar, como ya hicimos después de millones de víctimas, el día en que “la paz sea un deber y un derecho de obligatorio cumplimiento“, como lo expresa nuestra Constitución.

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¿Desde dónde hablamos? 

Fuimos 11 los comisionados y comisionadas nombrados por el Comité de Escogencia que estableció el Acuerdo de Paz. Venimos del acompañamiento a comunidades, de las causas étnicas y a favor de los derechos de las mujeres, del desarrollo regional, la ciencia, la cultura, el arte y la memoria, los derechos humanos, el periodismo analítico y el trabajo con todas las víctimas; de la universidad y los centros de investigación social, la administración pública, de otras comisiones de la verdad, y de la Iglesia y tradiciones espirituales. También de acoger a organizaciones de soldados y policías, y a exguerrilleros heridos en combate. Y debemos nuestro origen al coraje de estos grupos que forman el movimiento por la salida negociada al conflicto, por la paz y la reconciliación. 

Somos una de las tres entidades creadas por el Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y las Farc-EP. Formamos el Sistema Integral para la Paz, junto a la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) y a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).

La Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, o simplemente la Comisión, como la llamaremos aquí, es una entidad de Estado autónoma de carácter constitucional que no depende de la Presidencia, el Congreso, ni el poder judicial, con el deber de esclarecer la verdad sobre el conflicto. 

Dedicados a esta causa murieron nuestros compañeros comisionados Alfredo Molano y Ángela Salazar. Alfredo que hasta su último día anduvo ríos, caminos y páramos en la pasión por los campesinos, y Ángela que gastó su fuerza y alegría en favor de tantas comunidades hasta que una noche del Urabá el covid la arrancó de su gente. Siguiendo el reglamento, elegimos a quienes tomaron el relevo de nuestro amigo y nuestra amiga. Dos meses antes de concluir el Informe Final uno de los comisionados, escogido al inicio de la Comisión, decidió retirarse. 

Comisión de la Verdad
Presentación del informe. Foto: Comisión de la Verdad.

Lo que hemos hecho 

Durante más de tres años hemos escuchado a más de 30.000 víctimas en testimonios individuales y encuentros colectivos en 28 lugares donde establecimos Casas de la Verdad, en resguardos y comunidades afrocolombianas, en kumpañys gitanos y entre los raizales, así como en el exilio en 24 países. Hemos recibido más de mil informes de la sociedad civil organizada, empresas, organizaciones por la defensa de los derechos humanos y la naturaleza, buscadoras de desaparecidos, mujeres, población LGTBIQ+; de cientos de niños y miles de jóvenes, además de quienes fueron llevados a la guerra a esas edades. Hemos escuchado a todos los expresidentes vivos, a intelectuales, periodistas, artistas, políticos, obispos, sacerdotes y pastores, y nos hemos reunido muchas veces con la fuerza pública y recibido del presidente Duque el Aporte a la verdad de las Fuerzas Militares. Hemos escuchado a comparecientes ante la JEP y tenido reuniones y actos de reconocimiento con los excombatientes de las Farc-EP, los miembros del partido Comunes, exintegrantes de las demás guerrillas, los exparamilitares del pacto de Ralito y otros responsables que están en las cárceles. 

Realizamos la misión a partir de dos procesos interconectados: la escucha en diálogo social abierto y la investigación. La Corte Constitucional prolongó por siete meses más nuestra vigencia inicial de tres años, en respuesta a la solicitud de víctimas y organizaciones de derechos humanos, para poder recuperar el tiempo reducido por la pandemia, ampliar nuestro ejercicio de escucha y terminar la preparación del Informe Final y del legado que entregamos.

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La solidaridad internacional

Hemos tenido el apoyo del Sistema de Naciones Unidas y todas sus agencias, del secretario general, el Consejo de Seguridad, la Misión de Verificación y el Fondo Multidonantes; y recibido el soporte claro y discreto del papa Francisco, el apoyo eficaz de la Unión Europea y sus países miembros, además de Noruega, Suiza e Inglaterra; de Estados Unidos con USAID; de todos los países de América y de Japón. Hemos contado con más de 200 aliados internacionales que incluyen agencias bilaterales, el International Center for Transitional Justice (ICTJ) y fundaciones privadas como Porticus, FORD, Open Society y Rockefeller, entre otras. En el encuentro con la comunidad internacional, que conoce de guerras, nos ha impresionado el aprecio que dan al proceso de paz de Colombia, como una de las noticias positivas en un mundo en conflicto, y como una de las negociaciones más serias entre un Estado y una insurgencia poderosa.

Como parte de la verdad que somos como nación, constatamos la solidaridad con las víctimas y el apoyo al proceso de paz de la comunidad internacional frente a la indiferencia de grandes sectores de la sociedad colombiana, que parecen no tener conciencia del sufrimiento de millones de compatriotas por causa del conflicto armado interno.

Creemos que es posible

Aunque hay nuevas formas del conflicto armado, aunque hay zonas del país donde las comunidades consideran que ahora la inseguridad es peor, somos conscientes de que no estamos en los tiempos de la guerra cuando las Farc-EP llegaron a controlar la iniciativa de la confrontación violenta y cuando el paramilitarismo, en el grado mayor del terror, alcanzó a ser una alternativa política a las puertas del poder. Tiempos en que las masacres eran de 50 y 100 personas, las desapariciones y los secuestros se contaban por centenas, los desplazamientos por cientos de miles, y todas las camas del Hospital Militar estaban copadas por heridos de guerra. 

Lo ganado con el Acuerdo de Paz de noviembre de 2016 es una realidad y, si bien no se dio la transformación participativa regional que se esperaba y los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) se limitaron a proyectos demostrativos validados por la Misión de Verificación de la ONU, estos mismos y la elección al Congreso de las víctimas en las circunscripciones especiales de paz muestran que se puede y se debe ir más allá “hasta que amemos la vida“, como lo hemos cantado en los territorios. El pueblo conoció en 2017, el año más tranquilo vivido en medio siglo, lo que significa la paz y no va a renunciar a ella.

El legado

Recibimos la misión de esclarecer en tres años y medio la verdad de este conflicto armado de más de seis décadas, dignificar a las víctimas, alcanzar el reconocimiento voluntario por parte de los responsables, favorecer la convivencia en los territorios y formular propuestas viables para la no repetición. Hicimos con decisión y en medio de presiones, oposiciones y riesgos, y del covid, lo que nos fue posible. Entregamos este Informe Final, conformado por un conjunto de volúmenes que abordan las diferentes dimensiones del conflicto, en un diálogo constante con la sociedad, para dejar en marcha un proceso que esperamos sea creciente e irreversible. Queremos que este Informe produzca el efecto de una piedra que cae en un cuerpo de agua y que sus ondas ericen la superficie entumecida de Colombia.

Con la entrega, quedan también un Archivo de Derechos Humanos y nuestro Sistema de Información Misional –que contiene el compilado de toda nuestra investigación–, con los instrumentos tecnológicos para seguir produciendo conocimiento hacia la paz y una Transmedia Digital accesible en computadores y celulares desde cualquier parte, y en la que quedan el Informe Final, las recomendaciones de la Comisión, narrativas audiovisuales y productos pedagógicos construidos en el cumplimiento de nuestra misión.

Dejamos este legado de verdad a la sociedad colombiana, a la JEP, a la UBPD y a la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (Uariv), y lo ponemos en manos de más de 3.000 organizaciones e instituciones aliadas. Tenemos confianza en que el presidente elegido, Gustavo Petro, y la unidad social y política que él ha convocado, así como las altas cortes, tomarán el Informe Final y sus recomendaciones e impulsarán el diálogo democrático e institucional para hacer los cambios necesarios. Queda en marcha el Comité de Seguimiento y Monitoreo sobre las recomendaciones, formado por siete personas, la mayoría mujeres, elegido por nosotros mismos en cumplimiento del decreto 588 de 2017 y del reglamento de la Comisión. 

El acontecimiento de la verdad

Junto con la JEP, la UBPD y el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), la Comisión ha contribuido a hacer de la verdad un derecho público y un acontecimiento dentro y fuera del país.

Esto se constata en la disposición de las víctimas que llegaron por miles a la Comisión, superando el miedo que aún se vive en algunos territorios; en las palabras de aceptación de los responsables en actos de reconocimiento; en la generosidad de pueblos que tras escucharlos acogieron a victimarios; en los documentos entregados por centenares de grupos; en las instituciones y empresas que aportaron su visión sobre el conflicto. Muestras del acontecimiento son también los cuestionamientos, tergiversaciones y fake news, y el negacionismo, las mentiras y los ataques y estigmatizaciones contra miembros de la Comisión.

Esclarecer la verdad

Recibimos la misión de esclarecer la verdad sobre el conflicto y lo hemos hecho en dos momentos. Primero, al escuchar para acoger la realidad del impacto físico y emocional de la violencia en las personas y las comunidades, esos daños y dolor incuestionables que no necesitan interpretación. Segundo, al buscar la verdad que explique: ¿Por qué pasó eso? ¿Quiénes lo hicieron?, ¡cuál es su responsabilidad? y ¿cómo evitar que continúe? ¿Qué pasó con la sociedad y el Estado mientras ocurría?

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I. Primer paso del esclarecimiento: acoger la realidad de las víctimas

Antes de cualquier discurso o sermón, pongan las manos sobre el cuerpo ensangrentado de su pueblo“, les pidió el papa Francisco a los obispos reunidos en Medellín. Nosotros, los comisionados, acogemos el llamado poniendo las manos sobre la Colombia herida.

Nos han puesto ante la realidad de las víctimas y responsables los más de 500 encuentros de diálogo social para escuchar la verdad, de reconocimiento de responsabilidades, juntas de mujeres, presencia en mingas y comunidades ribereñas o de montaña, con sus correspondientes caminatas, horas de mula, camioneta y aviones; actos de convivencia, acogidas de grupos que traen su tragedia y miles de horas de testimonios individuales y colectivos.

Los testimonios con sus palabras elocuentes y silencios conmovedores están recogidos en los volúmenes del Informe Final y particularmente en el libro dedicado al relato oral de la vida: Cuando los pájaros no cantaban.

Estamos ante las kilométricas filas de niños y niñas llevados a la guerra; la procesión interminable de buscadoras de compañeros e hijos desaparecidos; la multitud de jóvenes asesinados en ejecuciones extrajudiciales; las fosas comunes y cadáveres de muchachos y muchachas rurales desperdigados en las montañas, muchos de ellos indígenas y afros que fueron llevados como guerrilleros o paramilitares o como soldados y murieron sin saber por quién peleaban; las miles de mujeres abusadas y humilladas; los poblados masacrados y abandonados; resguardos indígenas y comunidades negras devastadas y en confinamiento; millones de hogares desplazados que abandonaron parcelas y ranchos; los miles de soldados, policías, exguerrilleros y exparamilitares que deambulan cojos, mancos y ciegos por los explosivos; miembros de comunidades que tuvieron que sufrir ese mismo destino por cuenta de las minas antipersona; centenares de miles de exiliados que escaparon para sobrevivir; multitudes de familias que llevan el golpe del secuestro y lloran a retenidos que no volvieron; y la naturaleza victimizada en los ríos y el Canal del Dique, convertidos en cementerios y quebradas de aguas negras de petróleo por causa de las voladuras de oleoductos; las selvas quemadas y centenares de especies nativas desaparecidas, cientos de miles de hectáreas envenenadas con los químicos producto de la elaboración de la pasta base de coca y arruinadas con el glifosato rociadas a diestra y siniestra para marchitar su cultivo. Y las tradiciones, las risas y los afectos de la fiesta del pueblo invadidos por símbolos de tristeza, terror, oscuridad y desconfianzas.

El reclamo de la indignación

No teníamos por qué haber aceptado la barbarie como natural e inevitable, continuar los negocios, la actividad académica, el culto religioso, las ferias y el fútbol como si nada estuviera pasando. No teníamos por qué acostumbrarnos a la ignominia de tanta violencia como si no fuera con nosotros, cuando la dignidad propia se hacía trizas en nuestras manos. No tenían por qué los presidentes y los congresistas gobernar y legislar serenos sobre la inundación de sangre que anegaba el país en las décadas más duras del conflicto.

¿Por qué el país no se detuvo para exigir a las guerrillas y al Estado parar la guerra política desde temprano y negociar una paz integral? ¿Cuál fue el Estado y las instituciones que no impidieron y más bien promovieron el conflicto armado? ¿Dónde estaba el Congreso, dónde los partidos políticos? ¿Hasta dónde los que tomaron las armas contra el Estado calcularon las consecuencias brutales y macabras de su decisión? ¿Nunca entendieron que el orden armado que imponían sobre los pueblos y comunidades que decían proteger los destruía, y luego los abandonaba en manos de verdugos paramilitares? ¿Qué hicieron ante esta crisis del espíritu los líderes religiosos? Y, aparte de quienes incluso pusieron la vida para acompañar y denunciar, ¿qué hicieron la mayoría de obispos, sacerdotes, y comunidades religiosas? ¿Qué hicieron los educadores? ¿Qué dicen los jueces y fiscales que dejaron acumular la impunidad? ¿Qué papel jugaron los formadores de opinión y los medios de comunicación? ¿Cómo nos atrevemos a dejar que pasara y a dejar que continúe? 

Detengámonos en algunos de los hechos más dolorosos:

Los desaparecidos

Un día, las mujeres que buscan a sus familiares desaparecidos llegaron a Pasto invitadas por la Comisión, y llenaron el parque central con las fotografías de las hijas e hijos que les fueron arrebatados y que nunca volvieron. Venían de todas las regiones y entregaron testimonios de años de lucha entreverados con la consigna que gritan en las calles: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos“. Otro día otras mujeres, de todo el país, hicieron un plantón frente a la sede de la Comisión y reclamaron al Estado la entrega de sus seres queridos llevados por paramilitares, guerrilleros y miembros de la fuerza pública. Volvieron otras veces. Siempre desde distintos lugares, de diversas organizaciones. Siempre buscando. El último grupo venía de Guaviare y del Pacífico, de La Guajira y Soacha, de pueblos indígenas y comunidades afro del Cauca y de todas las fronteras; y esa tarde pidieron que la Comisión solicitara a la Corte Constitucional la declaración de “estado de cosas inconstitucional” porque, por lo menos desde 1982, la búsqueda sigue sin descanso y el número ya rebasa los 110.000 mil. Es el desafío inmenso de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas que va con las familias por cementerios, laderas y fosas comunes acompañando a quienes ​​convirtieron el dolor del familiar perdido en una lucha colectiva por los derechos humanos.

Los secuestros

Ojalá Colombia toda escuchara un día a las miles de víctimas que fueron secuestradas por las Farc, el ELN, las demás guerrillas y los paramilitares. Ojalá prestara atención a los relatos de la degradación humana de las mujeres cuyos secuestradores despojaban de todo derecho, les negaban la comunicación con sus hijos e hijas pequeños, las desposeían de la más mínima privacidad, las mantenían entre la incertidumbre de ser asesinadas en una operación de rescate y el pánico por las noticias de fusilamiento de quienes intentaron huir. Que el país entero escuche la historia de los diputados del Valle abaleados en la que supuestamente sería la última semana de secuestro, tras cinco años de padecimiento. La de las familias cautivas de la iglesia de La María, y los tres retenidos que murieron en los farallones de Cali después del “secuestro del kilómetro 18”; la del decano de medicina de la Universidad del Rosario, cobrado en rescates después de haber sido asesinado en su prisión. O los relatos de soldados y policías víctimas por más de una década, incomunicados y frecuentemente encadenados, y los de campesinos y pequeños y medianos empresarios privados de la libertad contra cualquier estándar del derecho internacional humanitario. 

Durante la guerra, las Farc-EP pretendieron que el secuestro fuera una práctica normal, justificable, junto con los vejámenes y crímenes de lesa humanidad que lo acompañan, y por eso los exguerrilleros pagan el precio de la indignación colectiva, bien que hombres y mujeres firmantes del Acuerdo de Paz reconocieron en carta pública que habían destruido la dignidad de los secuestrados y de paso la suya propia y su legitimidad, y pidieron perdón como organización. Hoy, los máximos responsables responden ante la JEP en el Caso n.º 01, denominado “Retención ilegal de personas por parte de las Farc-EP“.

La Comisión ha acompañado a exguerrilleros en varios casos emblemáticos de verdad y reconocimiento de responsabilidades –como el secuestro y asesinato de Guillermo Gaviria y Gilberto Echeverry– ante las familias y ante el pueblo de Caicedo, o el ritual de la iglesia de San Francisco, en Cali, cuando el excomandante de las Farc-EP dijo textualmente frente a los familiares de los diputados: “Nosotros los teníamos en nuestras manos, nosotros los matamos, nosotros somos responsables“.

Las masacres 

Hay que haber estado en Barrancabermeja la noche del 16 de mayo de 1998, cuando los paramilitares de alias Camilo Morantes asesinaron a siete muchachos y desaparecieron a otros 25, que celebraban la víspera de la fiesta de la madre (y más tarde haber enterrado día tras día a los muertos de la larga masacre que se extendió por más de medio año en ese puerto petrolero). O haber vivido el año siguiente la masacre de San Pablo, al borde del Magdalena, cometida por el Bloque Central Bolívar; o haber acompañado en Bojayá la procesión de los restos de los niños y niñas que explotaron en la iglesia del pueblo por un cilindro de gas arrojado por las Farc-EP en medio de un combate con paramilitares; o haber escuchado a los sobrevivientes con quemaduras del crimen del ELN en Machuca; o haber participado en el memorial del horror que dejaron los paramilitares en El Salado de los Montes de María; o haber ido con la comunidad en Toribío a sembrar cadáveres de indígenas nasa masacrados por los invasores de su pueblo; o haber vivido un velorio de lamentos negros en los esteros de Buenaventura después de la masacre de los jóvenes de Punta del Este; o haber escuchado los testimonios de la matanza en la Comunidad de Paz de San José de Apartadó por hombres del Ejército; o haber sido vecino, por un buen tiempo, de los barrios de la comuna 13 de Medellín que sufrieron la operación Orión; o haber acompañado en el retorno a los de afrodescendientes desplazados del Cacarica por la operación Génesis. Entonces se comprendería plenamente la tragedia del conflicto en el duelo desesperanzado y la ansiedad y el terror de los sobrevivientes en los territorios de las grandes masacres de población civil en estado de indefensión. 

Estos golpes de la violencia política contra los campesinos, las comunidades étnicas, los habitantes de los poblados rurales y de los extrarradios citadinos se presentaron más de dos mil veces. Las masacres fueron perpetradas por todos los grupos y el análisis del Centro Nacional de Memoria Histórica muestra que la mayor parte fueron ejecutadas por los paramilitares con el apoyo de miembros de la fuerza pública. Hubo pueblos masacrados por el mismo grupo en decenas de ocasiones, como hicieron las Farc-EP con Caldono; otros destruidos por unos y vueltos a destruir por los otros. Pueblos que como Vallecito en el sur de Bolívar fueron quemados en varias ocasiones, y pueblos que se vaciaron como El Aro o San Carlos, en Antioquia. Masacres que transformaron la alegría de los campos colombianos en montañas y valles de terror de los que millones huyeron desplazados. 

A principios de 2002, un profesor universitario, asistente del jefe paramilitar Salvatore Mancuso, explicó que para ellos las masacres eran opciones éticas en el marco de la guerra: para garantizar que al atacar un pueblo muriera por lo menos un subversivo había que matar a 20 habitantes; y como las Farc tenían 20.000 miembros, para acabarlas, había que eliminar a 400.000 personas. Para él, esa escabrosa matemática evitaba un mal mayor, pues de no hacerlo vendría una supuesta guerra civil en la que morirían millones. Así, crearon una aritmética aberrante y una moral de la barbarie.

Desde el dolor de las víctimas desplazadas, que lloran a los muertos asesinados, las casas quemadas y las parcelas perdidas, la Comisión se pregunta: ¿Por qué los colombianos vimos las masacres en televisión día tras día y como sociedad dejamos que siguieran por décadas como si no se tratara de nosotros? Y ¿por qué la seguridad que rodeaba a los políticos y a la gran propiedad no fue seguridad para los pueblos y los resguardos y los sectores populares que recibieron la avalancha de masacres? Y ¿por qué la guerrilla, que se presentaba como la salvadora del pueblo, cometió cientos de masacres en la lucha por los territorios?

Los falsos positivos

Fue este el nombre que les dieron las mamás a los jóvenes asesinados por miembros del Ejército, donde todo fue falso: la oferta de trabajo para reclutarlos, el combate fingido, los trajes y botas de guerrilleros, las armas sobre sus cadáveres, el dictamen de Fiscalía como “muertos en acción armada” y la acción de la Justicia Penal Militar. 

Si hubieran sido diez sería gravísimo. Si hubieran sido 100 sería para exigir el cambio de un Ejército. Fueron miles y es una monstruosidad. La JEP hizo público el número 6.402 que se volvió consigna en los murales callejeros y la Comisión considera que pueden ser muchos más. El crimen se produjo en casi todas las brigadas y están implicados directamente desde soldados hasta varios generales. No había una ley u ordenamiento escrito que lo mandara, pero el sentir de los soldados que disparaban era estar haciendo lo que la institución quería, por los incentivos y presiones que demandaban resultados inmediatos de cadáveres, la publicidad que se daba a “los dados de baja” y la protección a los perpetradores.

Desde que empezaron a incrementarse estas ejecuciones extrajudiciales, en 2001, hubo denuncias de víctimas y de organizaciones nacionales e internacionales. La monstruosidad se podía detener, como lo hicieron los subordinados que se negaron a disparar por respeto a su conciencia y pagaron el costo de ser señalados y amenazados. Se podía denunciar, como lo hicieron los dos jueces militares que tuvieron que salir al exilio para protegerse. Pero se trataba de un comportamiento corporativo persistente, como se demostró cuando los “falsos positivos” cedieron inmediatamente, en todas las brigadas, el día en que el presidente y el ministro sacaron de la institución a 26 militares, tres de ellos generales, y a otros diez oficiales más, meses después. 

Paradójicamente, gran parte de estos crímenes ocurrieron cuando civiles y militares llevaron al más alto nivel la formación en derechos humanos en las instituciones de seguridad. La Comisión es testigo de esa lucha para cambiar comportamientos de altos mandos que podían dar lugar a hechos que realmente estaban pasando. Estos esfuerzos dieron lugar a la investigación emprendida en el segundo semestre de 2008, que resultaría en la expulsión de los militares. ¿Por qué no lo hicieron antes, cuando eran tantas las denuncias? De haberlo hecho, se habrían evitado cantidades de asesinatos.

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Más de 1.000 familias de los asesinados a lo largo del país han puesto en el corazón de la Comisión el propio dolor y la indignación. Soldados y comandantes, en privado y en eventos públicos, han reconocido el crimen cometido y la magnitud del daño hecho. Han pedido perdón a los familiares y a toda la nación, y la Comisión pide al Estado protección para estos hombres que han aceptado su crimen y la realidad institucional en que actuaron, y hoy están ante la justicia de la JEP.

El daño causado por este crimen de Estado a la ética pública de la nación es inconmensurable y tiene un efecto devastador en los niños y jóvenes de Colombia: militares de alto rango del Ejército y mandos medios, funcionarios del Estado, violando la ley, mostraron como positivo públicamente y durante varios años lo que era execrable. Lo hicieron miles de veces, presentaron como punto de honor lo que era intrínsecamente perverso y buscaron hacer de la mentira un motivo de gloria. Y este daño moral a la nación vulnera la legitimidad social de toda la fuerza pública. 

La cuestión de fondo la ponen las mamás en las calles gritando: “¿Quién dio la orden?”. Las preguntas son ineludibles: ¿Por qué los mayores responsables dentro del Ejército no actuaron a tiempo? ¿Por qué no han hablado ante las víctimas y ante la nación para reconocerlo? ¿Por qué se llegó a tanta barbaridad? ¿Por qué las otras instancias del Estado, el Congreso, las altas cortes, no intervinieron? 

La Comisión se pregunta sobre los capellanes militares y la Diócesis castrense. En todas las brigadas donde se dieron falsos positivos había sacerdotes al cuidado de la orientación de la conciencia de los soldados, que eran católicos en su inmensa mayoría. ¿Cómo justificar que lo ignoraban y, si lo sabían, por qué no actuaron? Se trataba de un crimen de tal brutalidad que exigía actuar con la mayor energía ética y evangélica, al más alto nivel institucional y público, costara lo que costase.

El expresidente Santos –quien fuera el ministro de Defensa desde finales de 2006 hasta finales de 2008– vino a la Comisión y centró su intervención en los falsos positivos para concluir pidiendo perdón a todas las familias y a Colombia, y para invitar a las Fuerzas Militares a pedir perdón a la comunidad nacional e internacional.

El dolor de niñas y niños

Fueron más de 30.000 los niños y niñas vinculados a la lucha armada cuando tenían 15 años o menos. La Comisión ha escuchado el testimonio de esta niñez que hoy son jóvenes o adultos. Ha acompañado a las mamás de Argelia, en Antioquia, que reclaman a las Farc-EP la forma como llegaban a sus casas a llevarse a los menores de edad. Ha estado en un acto público en que familias misak y nasa en Caldono, Cauca, les pidieron a los guerrilleros que devolvieran vivos a esos niños o dijeran dónde están enterrados. Un grupo de jóvenes sobrevivientes de la operación Berlín contaron cómo las Farc-EP los reclutaron, los sufrimientos de la marcha que emprendieron y cómo sus compañeros fueron muertos por miembros del Ejército que no ignoraban que estaban matando a niños y niñas. Y esto ha sido confirmado por testimonios de militares en retiro que admiten haberles disparado a niños desarmados. Excombatientes de las Autodefensas Unidas de Colombia han relatado en público a la Comisión que enrolaron con dinero a muchos pequeños. Las Farc y exjefes paramilitares lo han aceptado en actos de reconocimiento. En uno de esos macabros relatos, un excombatiente paramilitar contó que, cuando fue reclutado de niño, vivió el momento en el que un compañero que intentó escapar fue degollado delante del resto del grupo de niños. Luego ellos fueron obligados a pasar de mano en mano la cabeza del amigo. Y, entre todas estas víctimas, son más de 1.000 quienes han tenido el valor, en acontecimientos de la verdad, de relatar los sometimientos, adoctrinamientos, abusos emocionales y sexuales, abortos repetidos, tristezas y silencios, en que quedó prisionera su niñez. 

Pero la realidad del conflicto es compleja. También llegaron a la Comisión mujeres y hombres que entraron como niños a la guerrilla y que aún después de dejar las armas, defienden su historia de vida como una en la que hubo respeto y crecimiento personal. No pocos llegaron a la guerra huyendo de hogares destruidos o de la pobreza, en territorios desprotegidos por el Estado y la sociedad, o llenos de rabia ante el asesinato de sus padres o hermanos para tapar en combates a muerte el luto por la familia que les fue arrebatada.

Cuerpos rotos por el desprecio y el prejuicio

El primer acto de reconocimiento que hizo la Comisión fue en Cartagena. Allí llegaron mujeres de todo el país y personas LGTBIQ+. Fue un acto que marcó un hito. A partir de ese momento la decisión de las víctimas de presentar públicamente las violencias de los actores armados contra ellas y ellos, se convirtió en una determinación imparable e irreversible. Mujeres y personas LGBTIQ+ contaron cómo sus cuerpos fueron usados como campo de guerra y terreno simbólico de disputa por unos y otros para consolidar la dominación patriarcal. Otras tuvieron el coraje de relatar la violación sexual de varios hombres, delante del marido y de los hijos, bajo la amenaza de matar a su familia y la exigencia de silencio absoluto, muchas veces con el fin de desplazar a las familias y despojarlas de sus tierras. Algunas tuvieron el valor de compartir la forma como las forzaron a abortar dentro de las filas.

Todas y todos, de diferentes maneras, pusieron en evidencia las rupturas emocionales que cargan en el cuerpo y el alma. Hubo quienes se abrieron a relatar los ensañamientos de tortura sexual cuando las empalaron por la vagina o les cercenaron los senos, u otros que compartieron las estremecedoras corrientes eléctricas o la castración a las que los sometieron cuando eran detenidos políticos. Mujeres adultas y perpetradores, relataron cómo, siendo escolares, los paramilitares las convirtieron en esclavas sexuales con anuencia de las directivas del colegio. Muchas dijeron cómo, en distintos pueblos, se hizo normal la obligación de satisfacer los apetitos sexuales de los jefes armados cuando a ellos les venía en gana. Pudimos evidenciar la manera como las violencias contra las mujeres se normalizaron y los prejuicios culturales contra las personas LGBTIQ+ permitieron una complicidad social que facilitó las violencias contra ellas.

En todos estos casos sentimos el grito de indignación y de rabia. Hemos sido testigos de la manera como el dolor y la furia se han transformado en energía para luchar por la dignidad. No solamente han decidido dejar de lado la vergüenza y hablar, sino que se han convertido en líderes y lideresas por un futuro distinto. En este, se dará el reconocimiento, la celebración y el respeto de la grandeza de cada ser humano en su identidad de género y orientación sexual.

La multitud errante 

Ocho millones de colombianos huyeron. No había lugar para ellos en esta falsa “casa de todos” protegida por los organismos de seguridad. Abandonaron parcelas, animales, amistades. Huían a cualquier escondedero porque los iban a matar. Otros, un millón más, terminaron en el exilio en el resto del mundo. Más de 4 millones eran menores de 18 años y más de 5 millones, mujeres.

Los que no se fueron resistieron al terror y los asedios. En los campos y montañas. En los resguardos indígenas, algunos diezmados hasta el exterminio. En las comunidades afro, confinadas por los grupos armados. Otros originaron “comunidades de paz”, o empezaron procesos de resistencia colectiva que dieron lugar a las zonas de reserva campesina. No pocos perseveraron íngrimos, cuando las fincas vecinas quedaron solitarias: “No nos vamos a ir porque lo único que tenemos es el pedazo de tierra y no la podemos echar al hombro“.

La explosión de los jóvenes de Cali y de otras ciudades en el paro nacional del año 2021 llevaba también la energía y la indignación de los arrimados a las grandes ciudades donde no se los considera gente, después de ser forzados a dejar sus raíces y sus sueños: separados de la cultura propia, sin empleo, sin educación, sin contactos; considerados un peligro en este país que ve por todas partes amenazas internas. E invitados, lo normal, a unirse al microtráfico, los paramilitares o las guerrillas, para poder ser alguien en “la casa de todos”.

Los campesinos, campo de batalla

En diciembre de 2019, después de 12 encuentros preparatorios que se llevaron a cabo en siete regiones (Caribe, Centroandina, Orinoquia, Amazonia, Surandina, Nororiente, Arauca, Antioquia, Eje Cafetero y en el Sumapaz), más de 200 campesinos y campesinas se reunieron en el municipio de Cabrera, en Cundinamarca, para analizar los impactos que tuvo en las poblaciones campesinas el conflicto armado. Allí, delegaciones de mujeres campesinas participaron junto con delegaciones territoriales en mesas de diálogo intergeneracionales e interterritoriales en búsqueda del intercambio de saberes, historias y experiencias. El comisionado Alfredo Molano consideraba al Sumapaz como el escenario en el que se gestaron las luchas campesinas por la tierra a mediados del siglo XX. Por eso Cabrera, en el corazón de la Zona de Reserva Campesina del Sumapaz, fue el municipio escogido para avanzar en el reconocimiento de los impactos de la guerra sobre un sujeto cultural y político de derechos como el campesinado. 

En ese espacio, los campesinos y campesinas de Colombia pudieron expresar una verdad ostensible: el campesinado colombiano fue la principal víctima del conflicto armado interno. Durante la guerra, los campesinos fueron obligados a salir de sus tierras, fueron torturados, asesinados, secuestrados, extorsionados, reclutados forzosamente, invisibilizados, violentados sexualmente, marginados y criminalizados. Todos los actores armados contribuyeron a esta tragedia, y algunas de las heridas generadas por esta guerra aún siguen abiertas. Los despojos y las violencias afectaron especialmente a las familias campesinas: desde las 393.000 parcelas despojadas en la época de la Violencia, hasta las más de 2 millones de hectáreas que se reclaman en el actual proceso de restitución de tierras, tuvieron como mayor afectado al campesinado. Los avances de la lucha campesina por la reforma agraria en el siglo XX fueron revertidos en una contrarreforma agraria violenta a principios del siglo XXI. El campesinado fue perseguido, marginalizado y estigmatizado.

Durante el conflicto armado, los campesinos y campesinas cayeron víctimas de las balas y las bombas arrojadas por la fuerza pública en operaciones militares contra el narcotráfico y contra las insurgencias, y también cayeron por los cilindros-bomba y los tatucos de la guerrilla en sus procesos de expansión y control territorial. Y fueron víctimas de despiadadas masacres por parte de paramilitares. Al referirse al conflicto en Colombia, el escritor Tomás Eloy Martínez lo dijo con precisión: “Rara vez los adversarios combaten entre sí. Su campo de batalla es el cuerpo de los campesinos“.

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Los indígenas, negros, afrocolombianos, raizales y palenqueros, y rrom

El sufrimiento y la incertidumbre causados por el conflicto armado interno se vivieron en todas partes de Colombia, pero fueron y siguen siendo más destructores y persistentes en las comunidades étnicas por muchas razones. Poblaciones ricas culturalmente, que hacen identidad con las montañas, las selvas y las playas, a donde no llega un Estado en proceso de integración nacional que aún es incapaz de entender plenamente las etnias y las inmensas deudas históricas de exclusión y racismo prevalecientes, a pesar de los esfuerzos constitucionales por reconocer una nación pluricultural y pluriétnica. Allí el olvido nacional y la exclusión crearon condiciones propicias para el despojo y para que la coca tradicional de uso medicinal se volviera una mercancía turbulenta. Los territorios sirvieron de corredores para el narcotráfico y el desarrollo de economías ilícitas que generan rentas para los grupos armados, al tiempo que las guerrillas y los paramilitares, ambos violentamente racistas, encontraron jóvenes y niños para el reclutamiento, se ensañaron contra las autoridades étnicas y ejercieron violencia sexual contra las mujeres. 

Más de 100 pueblos indígenas distintos vivieron y expresaron su identidad y soberanía, hasta que llegó la Conquista. Entonces, en nombre del rey y del dios de los cristianos, los españoles impusieron la dominación armada e institucional. Esta subyugación física, espiritual, simbólica y cultural de los pobladores, y el irrespeto sin límite al ser humano, se profundizó con la traída y venta en mercado de cientos de miles de africanos esclavizados, para ser usados y explotados en haciendas, minas y plantaciones. 

La normalización cotidiana del sometimiento no les permitió entender a los criollos y españoles que en el corazón de los indígenas y los negros crecía un grito por la dignidad que iba a romper lo injusto de ese mundo racista y esclavista, en una lucha que tomaría siglos y que ya se anunciaba en las rebeliones indígenas locales, en la resistencia de los palenques y en profetas contra el racismo en la Nueva Granada como los jesuitas Antonio de Sandoval y Pedro Claver. En estos gritos por la grandeza humana, las etnias lucharon por su dignidad y sus territorios y fueron atacadas, expulsadas y, en varios casos, aniquiladas. 

En medio de esta realidad institucional y cultural, tuvo lugar la guerra política de la Independencia; y la misma realidad racista y excluyente prevaleció en el establecimiento de la República, en las guerras civiles y la confrontación entre liberales y conservadores, y se ha dejado sentir con una violencia desproporcionada sobre indígenas y negros durante las décadas del conflicto armado interno.

Por eso, a petición de los pueblos étnicos y por respeto a la dignidad humana, la Comisión realizó una consulta previa junto con la JEP y la UBPD. Mediante ese mecanismo se aprobó crear una Dirección de Pueblos Étnicos en la Comisión, que ha mantenido vivo en nuestra búsqueda el clamor de justicia y en el eco de siglos de memoria, la vivencia del sufrimiento de los pueblos y el aprecio por sus luchas de autonomía, tierra, libertad y dignidad, protocolizadas en sus organizaciones y defendida por la seguridad serena y fuerte de la Guardia Indígena y la Guardia Cimarrona. 

MINORÍAS ÉTNICAS

Protagonistas a todo riesgo

Es un deber de la Comisión honrar a quienes lucharon sin armas por la dignidad humana y la paz y fueron asesinados. También reconocer a sus compañeras y compañeros que cargan el dolor de los amigos perdidos y siguen corriendo riesgo en la misma tarea.

Son ante todo defensores de derechos humanos que se enfrentaron a los tribunales militares y civiles y estuvieron al lado de las víctimas hasta el día en que acabaron los procesos. Jueces y fiscales íntegros, asesinados porque no cedieron a amenazas ni presiones, y contra los cuales se aliaron en distintos lugares algunos miembros de la fuerza pública, empresarios, políticos y paramilitares para perseguirlos. A muchos los asesinaron y otros están en el exilio. Sindicalistas de instituciones públicas y privadas que lucharon por mejores condiciones laborales para todos los trabajadores de Colombia, ejercieron el derecho de huelga y de la convención colectiva y enfrentaron a directivos de empresas y a las fuerzas de seguridad, no cedieron ante chantajes, y no pocas veces acabaron exponiendo su vida. Jóvenes universitarios llenos de entusiasmo por la causa de construir una sociedad sin exclusiones ni desigualdad, y a quienes mataron en expresiones de audacia, resistencia civil y grafitis, música y danzas. Líderes espirituales, sabios indígenas y afrocolombianos, religiosas y sacerdotes, obispos, pastores, jóvenes inspirados en la fe fueron asesinados en los campos y ciudades, y sus memorias son veneradas como presencia inspiradora. 

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El campo del infierno

Miembros de la Comisión que recorrimos el país a finales del siglo pasado recordamos los letreros dejados por la guerrilla en los alrededores de los poblados: “Campo minado, no se salga del camino“. Y tenemos el recuerdo de aquel niño ciego y la niña sin pies que se apartaron del sendero cuando iban a la escuela. Y sabemos hoy de las playas del Pacífico sembradas de minas antipersona. Recordamos la llegada de las víctimas al diálogo en La Habana, antes de que empezara esta Comisión, cuando un campesino puso sobre la mesa la prótesis plástica que le servía de pierna para reclamarle a la guerrilla: “Ustedes pusieron el artefacto en el lugar donde ordeñábamos las dos vacas que teníamos en la finquita“.

Así, guerrilleros y paramilitares llenaron de bombas las trochas campesinas, las riberas, los sembrados y las selvas. Se calculó que después de Afganistán este país era el más “minado» del mundo“. Y en el campo vimos chigüiros y venados, reses y perros que caían en esas trampas para humanos. El suelo campesino y los territorios étnicos, allende de los grandes latifundios y los cultivos agroindustriales, se volvieron un infierno. Vimos también a los soldados mancos y ciegos, víctimas de minas escondidas entre matorrales, a la altura de la cara, y a los jóvenes excombatientes postrados para siempre en sillas de ruedas, y hemos encontrado a las familias de unos y otros que vieron reventar ilusiones. Hemos palpado el costo que en sus cuerpos despedazados llevan muchachos policías que seguían órdenes de arrancar coca en campos cargados de pólvora y metralla. 

Tras el Acuerdo de Paz se inició un proceso de desminado que está avanzando. Pero los territorios que quedan por desbrozar son enormes. Sobre todo en las regiones indígenas y afro, donde hoy los narcos y grupos en guerra siembran minas de nuevo para atajar así la erradicación manual de los programas de sustitución de cultivos. Mientras las comunidades siguen esperando el día en que empiece la reforma rural integral acordada en la paz. 

El modelo económico

En la tarea de comprender el conflicto armado y en la búsqueda de caminos de no repetición, la Comisión constató una y otra vez, en testimonios y documentos, la situación de pobreza en el campo y los barrios populares de las grandes ciudades. Una desigualdad que sitúa a Colombia entre los diez países más inequitativos del mundo, sumada a una descomunal concentración de tierra que se acrecentó durante la guerra interna y que les arrebató a los campesinos 8 millones de hectáreas, forzándolos a huir a las comunas urbanas, a tumbar selva y abrir frontera agrícola. Constatamos también la exclusión de los territorios y poblaciones indígenas y afros, y la imposición sobre estos de proyectos de minería y agroindustria que destruyeron sus entornos culturales y ecológicos, y agredieron selvas, montañas y ríos.

Es una paradoja la injusticia social y el abandono de un pueblo de cultura vibrante y creativa que habita un territorio de inmensa riqueza ecológica. Y paradójica la magnitud de la pérdida de vidas humanas, infraestructura, veredas y parcelas: los billones de dólares quemados en un conflicto armado inútil. Hay un país que no cuenta y al mismo tiempo tenemos una de las gestiones macroeconómicas y financieras más estables del continente.

Aunque no hicimos estudios específicos sobre el conflicto armado y la economía, después de cuatro años de escuchar el drama de la guerra, la Comisión da por sentado que si no se hacen cambios profundos al modelo de desarrollo económico del país no se podrá conseguir la no repetición del conflicto armado que se reiterará y evolucionará de formas impredecibles.

Cuatro aspectos llaman a una consideración especial: primero, el manejo de los recursos públicos por el Estado, que no cobra impuestos como debe a las clases pudientes, pierde un alto porcentaje de los recursos en manos de la corrupción y no redistribuye los impuestos que sí cobra para disminuir la inequidad. Al mismo tiempo, al asignar los recursos públicos, deja inmensas desigualdades regionales y abandona el campo y la reforma agraria integral indispensable para la paz.

Segundo, la conducción de los grandes proyectos exitosos de inversión privada en la industria, la agroindustria y las finanzas, que en Colombia es llevada con rigor administrativo, pero que, contrariamente a lo que la sostenibilidad reclama, se ha resistido a incluir en los mercados a la población popular de las ciudades y a los campesinos, indígenas, afrocolombianos y rrom, y ha dejado por fuera de la participación en la producción de la vida con dignidad a millones de colombianos para perjuicio de la tranquilidad de todos, porque tal exclusión requiere gastos inmensos en una seguridad agresiva.

Tercero, el narcotráfico que hace de Colombia el monopolio mundial de la cocaína y que ha terminado siendo una solución perversa que el modelo “a la colombiana” ha encontrado para la exclusión y la desigualdad, aceptada tácitamente por quienes conducen, en el Estado y los grandes negocios formales, la economía. Una solución fatal que mantiene activo el conflicto armado en los campos y las comunas populares, compra las campañas electorales y amarra a la administración pública, disemina la corrupción y hace proliferar el contrabando y la minería criminal, y que provee de recursos a más de la mitad de los colombianos que demandan bienes y servicios en el llamado sector informal, lo que seguramente explica por qué una Colombia en guerra tiene más crecimiento económico que sus vecinos.

Y finalmente, lo que ha sido grave por el dolor y la injusticia sobre las víctimas es la constatación de iniciativas empresariales protagonistas en el conflicto, que pagaron a grupos paramilitares con el fin de desplazar y despojar de las tierras y los territorios a las comunidades, e implantar negocios de agroindustria o minería, o que en el interior de los emprendimientos estigmatizaron a los trabajadores y son cómplices de asesinatos de centenares de sindicalistas. También lo es la puesta en evidencia de empresas que pagaron a los grupos armados grandes cantidades de dinero como costos de transacción indispensables para mantener activos los proyectos. Y la realidad de actores económicos que, desesperados por la guerrilla y ante la inseguridad, contribuyeron a la creación de las Convivir y en otros momentos buscaron a los paramilitares para que trajeran su seguridad de terror. Luego estuvieron los que se aprovecharon de las tierras abandonadas en medio del terror para comprar a través de testaferros y establecer proyectos. Y otros que con dinero pusieron a miembros de las Fuerzas Militares a su servicio privado.

La Comisión también ha escuchado a centenares de víctimas empresarias de Colombia, desde pequeños productores, hasta enormes corporaciones. Personas y negocios que se volvieron objetivo para el cobro de vacunas, de los cuales un grupo significativo sufrió el secuestro de directivos y familiares, incluidos hijos e hijas menores, y tuvo que pagar elevadas extorsiones y chantajes de paramilitares y guerrilleros, así como cancelar el impuesto al patrimonio de las Farc-EP y el impuesto de guerra del Estado, y sufrir la condena a muerte cuando no cumplían con las exigencias de dinero. Las empresas de transporte de carga y pasajeros fueron atacadas en las carreteras con pérdidas humanas de conductores y de capital en buses y tractomulas; y la ganadería de todos los tamaños aguantó el abigeato, la extorsión, el secuestro y el asesinato de trabajadores y finqueros.

La Comisión ha dado especial atención a los testimonios de pequeños y medianos empresarios que sufrieron la quiebra total en los pueblos destruidos por masacres de paramilitares y guerrilla, y que al desplazarse abandonaron conexiones, mercados, negocios, pertenencias y fincas para escapar de la muerte e intentar empezar de cero en otras ciudades o en el exilio.

Comisión de la Verdad
Presentación del informe final. Foto: Comisión de la Verdad.

En medio de todo, está la realidad de empresarios de todos los estratos que, a pesar de los costos humanos y monetarios pagados, y de las incertidumbres, permanecieron en el país y siguen arriesgando inversiones, convencidos de que su mejor contribución a la paz es perseverar en la tarea cotidiana de contribuir a la producción de los bienes y servicios para la vida con dignidad de los colombianos y colombianas.

Pasamos ahora al siguiente momento del esclarecimiento, cuando la Comisión busca responder a las preguntas: por qué, quiénes, con qué intereses, en qué alianzas. 

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II. Paso segundo del esclarecimiento: la explicación para poder afirmar

La discusión sobre la explicación 

​​Continuamente se nos han hecho las preguntas: ¿Cómo llegan ustedes a la explicación de la verdad? ¿Cómo pueden escoger entre tantas posibles? ¿Acaso no están sesgados?

La Comisión no es dueña de la verdad. Al contrario, sabe que le pertenece a la verdad y que debe esclarecerla. Construimos un método que aprobamos después de someterlo a la opinión pública, que partió de preguntarnos por el origen y la persistencia del conflicto político armado. Hubo un primer momento en el que escuchamos y recibimos el hondo, indiscutible, sufrimiento de las víctimas a través de sus testimonios y memorias. Luego pasamos a un segundo momento de investigar los contextos que explicaran los hechos violentos y que permitieron dar respuestas al por qué y al cómo se dieron, de elaborar hipótesis y contrastar puntos de vista complementarios o contrarios. Y así, una vez alcanzada la mejor explicación, hay un tercer momento en el que la Comisión se pregunta: ¿Es eso lo que realmente ocurrió? ¿Estamos seguros de que es así y no de otra manera? La respuesta a estas últimas preguntas es sí o no, y compromete la honradez de los comisionados con las víctimas, la coherencia y rigor para poder afirmar o negar que un determinado acontecimiento es así y no de otra manera; conlleva además la obligación moral de no callar ante la verdad encontrada; o de reconocer que aún no se puede afirmar y hay que continuar la búsqueda.

No aceptamos el argumento de autoridad según el cual algo es verdadero porque lo dijo una persona importante. Esto no contradice la colaboración en el conocimiento con lo que otros han encontrado, al contrario, nos permite mantener una visión crítica. Por ejemplo, incorporamos las formas de pensar indígenas y afro además de las dimensiones de género y de los diferentes grupos etarios. 

En todo caso, no compartimos aquella posición según la cual hay muchas verdades que valen igual sobre un mismo asunto. A través del método mencionado, escuchamos e incorporamos, hasta donde nos fue posible, estas diferencias como elementos para el esclarecimiento. Empero, las diversas opiniones e hipótesis son para la Comisión parte del proceso de búsqueda, pero no verdades en sí mismas, sino aportes importantes para responder a las preguntas pertinentes y para el contraste que nos permite hacer una afirmación con certeza.

Somos conscientes de la complejidad de la verdad histórica que se entrega desde el significado que los contemporáneos dieron a los hechos y las transformaciones de la cultura, las instituciones y las leyes a lo largo del tiempo. Sabemos que muchas veces solo se puede llegar a afirmaciones condicionadas, en las que se asevera que la hipótesis que mejor explica es una, pero que hay otras hipótesis que deben tenerse en cuenta. La Comisión tiene conciencia de que logra verdades importantes dentro de la información y los contextos que hoy conoce, como quien descifra partes significativas de un cuadro mayor. Siempre en la apertura hacia una explicación más completa.

Pero esta verdad sobre lo intolerable, fragmentaria como sea, sigue siendo verdad y exige decisiones éticas y políticas que se plantean en recomendaciones de no repetición.

Una vez compartidos estos puntos sobre el método, presentamos elementos de contexto explicativo sobre los cuales la Comisión ha dialogado durante la tarea.

Algunos elementos del contexto explicativo

El entramado complejo

Hubo millones de víctimas pero no fue porque un día alguien tuviera la idea repentina de salir a matar o a bombardear pueblos. Todo ocurrió en un complejo sistema de intereses políticos, institucionales, económicos, culturales, militares y de narcotráfico; de grupos que ante la injusticia estructural optaron por la lucha armada y del Estado –y las élites que lo gobiernan– que puso en las Fuerza Militares la obligación de defender las leyes, el poder y el statu quo. Una confrontación continua entre quienes eran protegidos y abandonados, entre los que inventaron formas de defensa privada porque no había fuerza pública que los defendiera y de los que, apoyados por el Estado, montaron y financiaron las Convivir privadas, con el soporte de los militares en terreno, y que evolucionaron hacia aparatos violentos de masacres y desplazamiento; de campesinos que luchaban por la tierra en la incertidumbre de los títulos; y de narcotraficantes convertidos en paramilitares y parapolíticos o guerrilleros que determinaban quién gobernaba en los territorios y condicionaban al Estado local. De administradores de justicia corruptos junto a jueces íntegros y valientes. De proyectos económicos respetuosos del ser humano y de otros devastadores de la naturaleza y de la gente. No se pueden establecer causas aisladas. Todo ocurre en un enjambre de instituciones estatales y privadas, de grupos políticos e insurgentes, de decisiones y, finalmente, millones de víctimas.

Las responsabilidades

La Comisión tiene en cuenta ese entramado complejo y cambiante que condiciona las decisiones individuales y grupales de quienes estaban en conflicto. Las responsabilidades son distintas para quienes ejercían el poder del Estado y quienes lo defendían, debiendo a toda costa respetar sus leyes sin que el conflicto los exculpara de ello. Y distintas para quienes se levantaron en armas y negaron la legitimidad del Estado. Y son diferentes según el lugar de cada quien en la sociedad. 

En el Sistema Integral para la Paz, la JEP determina quiénes fueron los máximos responsables de los mayores crímenes de guerra y de lesa humanidad, y los condena a penas de justicia restaurativa en el marco de un debido proceso transicional. La Comisión, por su lado, establece responsabilidades históricas, éticas y políticas de carácter colectivo, y se refiere a responsabilidades individuales solo cuando es indispensable para la comprensión del conflicto. No somos un organismo judicial, por eso nuestra verdad no es forense. Aún así, esta urgencia de establecer y aceptar responsabilidades es indispensable para la paz, porque sin ella la construcción de futuro se paraliza.

Los amigos alemanes que nos acompañan en el proceso de la Comisión nos han enseñado que su pueblo recuperó la dignidad y el orgullo cuando, incluso décadas después del genocidio judío y de los crímenes de guerra cometidos, asumió como propio el sufrimiento de las víctimas, hizo suya la herida como cuerpo de nación y reconoció la responsabilidad colectiva. Ante nosotros está la posibilidad de hacer propio como cuerpo de nación responsable la herida de nuestros 10 millones de víctimas y rescatarnos en una nación incluyente, justa y reconciliada. 

La historia

El Informe Final que entrega la Comisión incluye un volumen dedicado al relato histórico que muestra una democracia en construcción en medio del conflicto armado por el poder del Estado. No se pretende establecer esta narrativa como la historia oficial de Colombia, sino abrir caminos para una conversación sin miedo sobre la nación que somos y el Estado que hemos venido construyendo. Dentro de ese relato cabe destacar dos aspectos que nunca cesan: la armas en la política y la idea del enemigo interno. 

Las armas en la política

En la historia comparada con el resto de países del continente, Colombia se destaca por el alto nivel y la persistencia de las armas metidas en la política. Lo que entre nosotros se volvió normal no lo es para el resto. En la violencia política normalizada, durante seis décadas, y con la mezcla del narcotráfico, se asesinaron candidatos a la Presidencia y a los distintos cuerpos legislativos; fueron muertos congresistas, diputados, concejales y alcaldes de distintos partidos y se estigmatizó al adversario hasta el extremo del genocidio político de la Unión Patriótica.

En este contexto, el Estado entró a perseguir al comunismo y grupos revolucionarios tomaron las armas en la lucha por el poder cuando interpretaron que había razones objetivas que legitimaban la insurrección. Por otra parte, grupos de la sociedad que pedían cambios estructurales por medios democráticos fueron muchas veces reprimidos militarmente por el Estado. La disputa política legítima entre ciudadanos que detentan el poder y protegen el statu quo, y los que buscan el poder para establecer cambios estructurales, en lugar de hacerse en el debate democrático y concluir en una negociación de intereses razonables, arrancó desde el principio con armas hasta prolongarse en una guerra de más de medio siglo que no acaba de acabarse.

El enemigo interno

La convicción para muchos de que hay un “enemigo interno” en la vida política ha ido de la mano con la presencia de las armas en la disputa pública. Para la extrema derecha, dentro y fuera del Estado, este enemigo interno son el Partido Comunista, sus aliados, sus epígonos y sus simulacros; y el enemigo interno es el enemigo de clase para la extrema izquierda revolucionaria, opuesta a la burguesía y a las élites capitalistas del establecimiento. Es obvia la gran asimetría en esta confrontación, que ha beneficiado al poder en manos del Estado y a los sectores gobernantes, pero lo grave y difícil de reconciliar es la posición mutua de rechazo absoluto del otro.

Con el enemigo no se negocia. Nunca se le dice la verdad. Con él no es posible construir el “nosotros y nosotras” de una nación. En consonancia con esto, aparece de lado y lado la combinación de todas las formas de lucha y la vinculación, quiéranlo o no, de los ciudadanos al conflicto. La estigmatización y los señalamientos proliferan. El enemigo interno se extiende a los que piensan distinto, se enraíza en la cultura, está en la base de la desconfianza generalizada. En este contexto se consolida un sistema de seguridad armada que no logra su cometido. Además del Ejército y de la Policía, hay que tener millones de informantes y 500.000 guardias privados que nos protegen a los colombianos de los otros colombianos.

Morir por la patria o por el pueblo

Lo que ha habido en Colombia es una guerra donde la mayor parte de los caídos fueron pobladores no combatientes, los más, asesinados por paramilitares, luego por la guerrilla y, finalmente, por las fuerzas del Estado. Entre militares e insurgentes se cometieron crímenes de guerra y de lesa humanidad, y ambos los cometieron contra la población civil, y las fuerzas del Estado los acrecentaron en la alianza con los paramilitares. Sin embargo, el Ejército y la Policía no fueron batallones concebidos para violar los derechos humanos y las Farc-EP y otras guerrillas no fueron organizaciones inicialmente montadas para delinquir. La confrontación entre las fuerzas de seguridad y la insurgencia fue a muerte y sin cuartel. Desde los dos lados, por motivos de conciencia, se vivió el honor de morir por la patria o morir por el pueblo. En medio de las ambigüedades, exaltaciones, odios y alianzas oscuras del conflicto, soldados, policías, guerrilleros y paramilitares enterraron como héroes a sus compañeros caídos en el campo de batalla. 

La Comisión ha encontrado a los excombatientes que sobrevivieron heridos física y emocionalmente, igual que sus familias. Jóvenes hoy adultos que pertenecieron a frentes guerrilleros, a batallones militares y a frentes paramilitares, que salieron mutilados de los campos de batalla o de atentados u operaciones “pistola” o de bombardeos y emboscadas, o cayeron en campos minados. 

Hemos estado con las madres de militares y policías que enterraron a sus hijos o los lloran porque fueron desaparecidos en la selva. Hemos asistido a distintos escenarios con miembros de la Policía destrozados por minas antipersona, con sus familias y organizaciones en las que se agrupan. Hemos compartido con las mamás de las niñas y niños enrolados por la guerrilla que nunca volvieron a casa. Hemos conocido igualmente el vacío que dejaron entre sus hermanos y padres los que murieron como paramilitares y los que están en los hogares ahora sin brazos y sin piernas. Hemos recibido publicaciones de las Fuerzas Militares sobre sus víctimas en el conflicto, y en menor número de parte de las Farc-EP.

Este conflicto no fue en su origen una guerra por el negocio del narcotráfico. Los narcotraficantes sobornan y asesinan para proteger o ampliar el negocio, pero no dan la vida por lo que consideran el bien común o el ideal revolucionario. Otra cosa es que los narcotraficantes entraron en la guerra para legitimar el negocio y la guerrilla entró en el narcotráfico buscando financiamiento.

Hubo conflicto armado interno y por tanto derecho de guerra, ius in bello. Por esto los militares rechazan que su obligación constitucional de defender las instituciones, dentro de la ley, sea señalada como violación de los derechos humanos. Y los exguerrilleros rechazan que su guerra política haya sido categorizada como “terrorismo“, sin que esto excluya que ambos cometieron actos de terror contrarios al ius in bello y graves violaciones de los derechos humanos. La JEP existe precisamente porque hubo una guerra y debía aplicarse el DIH. Debe entonces operar una justicia igual para las partes basada en la verdad sobre los crímenes de guerra y lesa humanidad en el conflicto armado político. 

Para las Farc, hacer la paz y dar lugar al Partido Comunes significó dejar de ver como enemigos de guerra al Estado, los políticos y los empresarios, para entrar en la contienda civil de la democracia basada en la Constitución del 91. 

El tiempo duro de la guerra y de la gran victimización

El periodo más intenso de la guerra se dio de 1996 a 2010 y allí se produjeron el 75 por ciento de las víctimas registradas de medio siglo de conflicto armado interno. Desde este periodo, mirando hacia atrás, puede entenderse mejor hacia dónde se estaba moviendo el proceso que, con violencias precedentes, empezó como conflicto armado hacia 1960. Se puede entender lo que siguió latente al interior de la esperanza que trajo la Constituyente del 91; por qué se dio así la paz entre el Estado y las Farc; por qué ganó el “No” en el plebiscito, y cómo se explica lo que ocurrió después con el asesinato de líderes y excombatientes, el confinamiento y ataque a comunidades, y por qué hay todavía un conflicto de varios actores que puede volver a tomar fuerza en otro periodo de confrontación total si no se dan los pasos serios hacia la construcción de la paz grande.

Fue en estos 29 años cuando las dos partes, en momentos distintos, primero las Farc-EP y luego las Fuerzas Militares, estuvieron a punto de ganar la guerra: ambas llegaron al máximo en el esfuerzo bélico y dieron lugar al pico más alto de infracciones al derecho internacional humanitario por la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad. En este periodo, las Farc-EP invirtieron miles de millones de dólares de fuentes ilegales en reclutamiento, armas y expansión territorial para la toma definitiva del poder. El Estado hizo entonces el mayor esfuerzo para la defensa de las instituciones con el impuesto de guerra, el aumento del presupuesto militar y los miles de millones de dólares del Plan Colombia donados por Estados Unidos. Las tropas crecieron rápidamente. Se implementaron los programas de “soldados campesinos” y “soldados de mi pueblo“, se triplicaron los soldados profesionales y se puso la meta de 4 millones de informantes al servicio de los aparatos de seguridad. 

El haber llegado hasta la confrontación y victimización máxima en estos años llama a analizar las políticas y decisiones que nunca resolvieron a fondo los graves problemas de la tierra, la impunidad, la exclusión, el racismo estructural, el abandono de territorios, el narcotráfico, la inequidad –y en no pocos casos los agrandaron– mientras se acumulaba la presión social, política e insurgente. En contraste, hubo al mismo tiempo, durante la confrontación máxima y en medio de riesgos, una sociedad civil activa en el reclamo de los derechos humanos, movimientos por la paz y la reconciliación, y miles de formas de resistencia a la guerra.

​​El riesgo de la paz imperfecta

Finalmente, al construir el marco de contextos explicativos que permiten aproximarse a la verdad, sale a resaltar el valor político y ético-político del proceso de paz llevado adelante en La Habana y que dio lugar al Acuerdo firmado entre el Estado colombiano, representado por el presidente Juan Manuel Santos, y las Farc-EP, representadas por Rodrigo Londoño.

El proceso de negociaciones, sumamente exigente para los participantes, tuvo la disciplina y el rigor que nunca había tenido un esfuerzo análogo en Colombia y es considerado como referente por la comunidad internacional. Los resultados acordados incluyen los cambios esenciales y necesarios para lograr la convivencia.

Los conductores del proceso en terreno y el presidente tuvieron el cuidado de involucrar a la comunidad internacional, que participó a fondo: las Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad, Cuba, Noruega, Suecia y Estados Unidos. Igual de definitiva fue la participación de militares colombianos de alto rango. Además de recibir a organizaciones sociales, académicas y partidos políticos, y de impulsar asambleas para tratar los temas del campo y las víctimas en los territorios. El proceso se fortaleció con tres participaciones especiales: las víctimas afectadas por todos los actores, los grupos étnicos y la dimensión de género garantizada por los colectivos de mujeres y personas LGBTIQ+.

Infortunadamente, los expresidentes Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, que contribuyeron con los resultados conseguidos en sus gobiernos a preparar el terreno para hacer posible el Acuerdo de La Habana, no tuvieron la grandeza para ver y acompañar lo que otros concluían. Los expresidentes César Gaviria y Ernesto Samper sí estuvieron al lado de La Habana y del proceso. Esta división al más alto nivel que se movilizó para lograr el triunfo del “No” en el plebiscito que ratificaba el acuerdo fue un golpe muy duro a la paz. Sin embargo, la paz ha prevalecido, el acuerdo está vivo y también las instituciones del Sistema Integral de Paz. Gustavo Petro llega a la Presidencia con el propósito de fortalecer el proceso de paz y convocar un diálogo con el ELN y con los grupos que siguen en el conflicto.

El desafío de la reconciliación

La mayoría de las comisiones de la verdad en el mundo se han hecho al final de una dictadura violenta o al terminar del todo un conflicto. En esos casos, la verdad da lugar a construir el Estado de derecho que estaba ausente. El caso de Colombia es especial porque no hubo tal dictadura, al contrario, hay una Constitución garantista y amplia en los derechos que consigna y una democracia continua, y si bien terminó la confrontación entre el Estado y las Farc-EP, la violencia articulada con la política y el dinero continúa de formas diversas, porque los problemas presentados en los hallazgos no han sido resueltos. Para resolverlos necesitamos ser una sociedad que haga propio el dolor de las víctimas, que diga “no más“, que asuma la justicia de la transición. Una sociedad que, sin pasar la página del olvido, tenga el coraje de construir en las diferencias, incorporando a los que se han odiado, para posibilitar un diálogo en el respeto que hace la verdadera democracia.

La paz que hicieron los ejércitos en La Habana dejó sin embargo la fractura que sigue en la sociedad. La controversia política normal quedó en Colombia empapada en dolores, odios y desconfianzas. Nos acostumbramos a vivir en “modo guerra” aunque la inmensa mayoría no tengamos fusiles. Por eso hemos recibido un mensaje que no tuvieron las otras comisiones del mundo. Mensaje pedido por los firmantes del acuerdo del Teatro Colón, los garantes del Acuerdo, Naciones Unidas y la Comunidad Internacional, la Corte Constitucional, la Iglesia católica y las demás iglesias cristianas y los sabedores y mamos indígenas y mayores afros y, sobre todo, las víctimas agobiadas por la desesperanza: “Que la verdad cruda que ustedes entregan nos lleve a la reconciliación“. Esta es la petición, formulada de muy diversas maneras, pero siempre la misma.

Reconciliación significa aceptar la verdad como condición para la construcción colectiva y superar el negacionismo y la impunidad. Significa la determinación de nunca más matarnos y sacar las armas de la política. Significa aceptar que somos muchos, en diverso grado, por acción o por omisión, los responsables de la tragedia. Significa respetar al otro, a la otra, por encima de las herencias culturales y las rabias acumuladas. Significa tener en cuenta la herida del otro y sus preocupaciones e intereses. Significa construir de tal manera que el Estado, la justicia, la política, la economía y la seguridad estén al servicio de la dignidad humana igual y sagrada de los colombianos y colombianas. Significa que esto lo vamos a construir juntos o no habrá futuro para nadie, y para ir juntos todas y todos tenemos que cambiar: que el Estado se transforme en un Estado para la gente, que los políticos paren la corrupción, que los empresarios no excluyan de la participación en la producción a una multitud que reclama el derecho a ser parte, que los que acaparan la tierra la entreguen; que cambien todos los que colaboran con el narcotráfico, con la guerra, con la exclusión, con la destrucción de la naturaleza. Que no haya más impunidad. Que los que siguen en la guerra entiendan que no hay derecho para seguir haciéndola porque no permite la democracia ni la justicia y solo trae sufrimientos. Que tenemos que construir desde las diferencias con esperanza y confianza colectiva para que seamos posibles hoy y en las generaciones de mañana.

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