Cuando nacemos, ¿realmente qué nos pertenece?

Que nacemos desnudos, que no traemos nada ni nos llevamos nada a la hora de la muerte significa, concluyentemente, que llegamos a esta dimensión totalmente ¿desposeídos? El no traer ropa encima pareciera un mal comienzo pues les da a quienes nos reciben y nos cuidan la idea equivocada de que todo lo que nos pongan encima es un acto de generosidad al que deberíamos plegarnos sin chistar el menor comentario.

Efectivamente, al recién nacido se le cubre con las prendas que alguien previamente escogió de manera caprichosa. Que rosado o azul. Podría pasar asociando el sexo del recién llegado con un color que lo uniforma, no sé de dónde salió eso, pero lo cierto es que vinculan al azul con lo masculino y al rosado con el femenino y, con este postulado, se arma toda una paleta de colores en la habitación, la cama, los muebles, el color de las paredes y, reiteradamente, la ropa.

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Se da por sentado, sin lugar a dudas, que si es niña habrá cachumbos, faldas, muñecas, mucho rosado y poco azul, que se asignará a las prendas del varón, a quien también se le asociará mecánicamente con los carros, las ruedas, los pantalones, los balones y el pelo corto. Y hasta el momento nada de lo que usamos nos pertenece. 

Todo lo que nos ponen al recién nacer es regalo, no lo compramos nosotros, es imposible, entonces estamos en manos de nuestros benefactores que embriagados de la emoción que causa una nueva vida, pueden llegar a gastar fortunas en el ajuar que, al parecer, serían las primeras posesiones de un humano en la tierra.

Bebé recién nacido
Foto Pixabay

¡Pero no!, las prendas con que nos atavían recién llegados a la vida son de nuestros mayores: padres, tías, abuelos, hermanos, cuñadas, en fin, la prole que entusiasta se apresta a regalar y dotar de prendas “soñadas” al nuevo pariente.

 Nada qué decir, el usuario de las prendas no tiene la menor conciencia de su papel de maniquí y como tal es vestido, o disfrazado, por los donantes del vestuario que, además, una vez que le han aplicado las prendas al neonato lo elevan, lo besan, lo abrazan, le hablan, le toman fotos, y cuanta pirueta sea posible para lucir al muñeco y las pintas que le han sido donadas. Esto funciona perfecto. 

El adulto se solaza “muñequiando” y el muñeco, aun inconsciente de casi todo, se deja. ¡El mundo feliz! Y un día, un día cualquiera, el muñeco manifiesta un gusto o un disgusto, esa falda, o ese mameluco que el encargado le va a aplicar parece no coincidir con lo que el bebé quisiera llevar puesto, es probable que al lado de la cama haya un disfraz horrible de ‘spider man’, que esté acaparando el gusto y el capricho del infante, y sea este distractor el que esté trayendo a la escena un elemento novísimo, no esperado, no contabilizado, se trata del gusto propio del muñeco.

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Luego, al parecer, no venía completamente desposeído, y si bien es cierto que no traía un ajuar consigo y que todos sus bienes parecían ser su carne y huesos, el pequeño humano trae algo suyo: su punto de vista, propio, inexplicable y también intransferible; viene tatuado a su existencia. Si el pequeño o la pequeña pudieran desarrollar la idea con lenguaje adulto dirían: “Mira mami, el traje blanco, el que me has puesto los pasados tres años, ya me mamó, quiero ponerme ese de colores que, no sé por qué, me parece más divertido”.

 Dudo que el argumento conmoviera al adulto, pues hay una zona muy oscura en las mentes de los criadores de humanos en la que se refunde, por ejemplo, el derecho inalienable que traemos de decidir cómo adornar nuestro cuerpo. Se asume que el niño no tiene nada que decir respecto a su ropa, su corte de pelo, y, ¡aterrador!, a su cuerpo. 

Todos estos aspectos parecieran ser potestativos del adulto responsable que decide por el crío qué lleva puesto, qué come, y lo peor, lo más grave de todo, a quién debe besar o abrazar, en conclusión, nuestro ser físico les pertenece a los adultos. ¡Dale beso a la tía Marina! ¡Abraza al tío Pedro! y así múltiples decisiones sobre el cuerpo del menor que, generalmente, incluyen contacto con personas, seguramente estupendas, que el niño o la niña ni conocen. 

Bebé recién nacida
El pequeño humano trae algo suyo: su punto de vista, propio, inexplicable y también intransferible; viene tatuado a su existencia.

Se da por sentado que el cuerpo de los niños es algo así como un apéndice de los deseos de sus adultos responsables, se usa el afecto de los niños para adornar las relaciones de los padres, se manda a los pequeños a dar besos y abrazos a desconocidos o, a veces, desagradables, para ganar “indultos con ave marías ajenos”,  porque los padres tienden a hacerse dueños de las gracias de sus hijos para ponerlas al servicio de sus intereses sociales o familiares.

Creo que no llegamos desposeídos a la tierra, llegamos a ella con nuestro cuerpo. Ese no nos lo compró la madrina o el padrino, ni la tía, ni el mejor amigo de mi hermana, ese conjunto de carne y hueso es con lo que llegamos y con lo que nos vamos, sobre qué hacemos con ese puñado de vida somos soberanos, y eso es algo que los padres deberían apurarse a enseñar porque es solamente reconociendo que nuestro cuerpo es nuestra más real posesión, que vamos a tener certeza en decir no a aquella aproximación sinuosa y turbia que venga de aquel adulto o adulta que cuente con que la administración del cuerpo del niño o niña está en otra parte distinta a su propia voluntad.

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6 Comentarios

  1. Gracias. Un tema que había abordado desde otras orillas, pero nunca desde esta tan real y contundente, desde ese sentido de pertenencia es que nace la identidad o, desde su falta, se desvanece.

  2. José Omar Valencia

    Bonita reflexión sobre los niños pero que son los niños el reflejo de los padres si los guía en nombre de Dios no OS preocupéis porque lo demas llega por añadidura unas buenas bases espirituales hacen todo como un edificio con malas bases a pique se va lo mismo sucede con los seres humanos mayores sin valores y principios es un barco a la deriva no tiene horizonte ni luz porque no sabe lo que está haciendo y va vivir confundido

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