De cómo se pierden los hijos (I)

“El tipo ese dice que va a estudiar medicina, pero vaya uno a saber cómo, si no lee ni los mensajes del celular”. La expresión es documental, de un padre hablando de su hijo de 17 años a punto de terminar la secundaría.

Se trata de una familia que conocí desde sus inicios. Estuve allí cuando “el tipo ese” llegó a ese hogar y fui testigo privilegiado de la alegría y emociones positivas que se expresaban acerca de la llegada del bebé. Los rumbos nos llevaron por caminos distantes y la frecuencia en el contacto se redujo a ceros, pasaron cerca de 12 años para un reencuentro fortuito en el que oí la frase del encabezado.

El niño, a quien aquí denominaremos Juan, llegó a un hogar muy bien acomodado, social y económicamente hablando. Dos padres jóvenes, saludables y, por qué no decirlo, bellos. El recién nacido era rubio, como lo sueña la mayoría de colombianos. Tenía ojos azules y piel de porcelana, mejor dicho, el sueño dorado de cualquier pareja colombiana que quiere presumir de superioridad racial. Ese mismo muñeco, 17 años después, recibe el despectivo denominativo de “tipo ese” y ocasiona en sus dos padres un gesto de repelencia ante la aparición de la pregunta: “Y Juan, ¿cómo está?”. ¿En qué momento?, me pregunté, se pasó del amor intenso al fastidio y al desprecio, y, ya metido en la inquietud, comencé a notar que, en general, la opinión que los padres tienen de sus bebés cambia drásticamente a la llegada de la pubertad.

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Ese niño maravilloso, salido de todo patrón, porque caminó mucho antes de lo esperado, habló primero que todos los de su jardín y, lo más importante, antes que todos sus primitos contemporáneos. Ese capullo que, según el pediatra, está en un peso y talla que indican que va a ser un superdotado, muy superior a los vulgares bebés que miden y pesan lo que deben pesar; ese heredero de la chispa y rebeldía del papá que los deja callados con respuestas altaneras que hacen visible que “no es ningún pendejo”; ese futuro prodigio de la música que no deja de jugar con la guitarra que la tía favorita le regaló (la toca como si fuera un tambor, pero no importa, es que también es un percusionista nato), ese picarón que ya aprendió a encaramarse en el butaco y se roba los chocolates que están en la parte superior de la despensa; ese “tesorito” que le plantó su cachetada a otro niño del salón porque lo estaba molestando y a quien sus padres ponían a salvo de culpas con el argumento de que “lo que pasa es que él no es ningún bobo y nosotros si no queremos que se deje de nadie”; es el mismo al que una compañerita mordió y; por cuenta de la afrenta, al jardín llegaron papá, mamá y abuela a denunciar el gravísimo ataque y a amenazar con entutelar a la familia agresora, al jardín y a la maestra.

Reitero, ¿en qué momento esta incondicionalidad de los padres, esta convicción de que su bebé es la perfección hecha carne, hueso y pelos, se transforma en repudio, rechazo, fastidio y condena?


Dejo constancia: han sido décadas observando este fenómeno que se presenta en un alarmante número de familias que empaquetan el asunto en un concepto simple, llano y concreto: “Es que llegó la adolescencia”. Se signa a esta etapa del desarrollo humano con la gran causante del conflicto y de la erupción de los defectos “inexplicables” con los que salió el “exbebé de los papitos”. Se culpa a los amigos, a las redes sociales, a factores genéticos, casi siempre correspondientes a la familia del más débil de los padres: “es que sacó lo peor de tu familia”. Se llega a considerar que la causa de los conflictos con el “exséptima maravilla del mundo”, sea una disfunción de comportamiento causada por alguna enfermedad mental, cualquier cosa, menos los inmaculados, sabios y perfectos padres.

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Voy a hacer uso del formato escénico para retratar un momento de esos en los que “el bebé más maravilloso del mundo” cambia de piel y se convierte en el “dolor de cabeza” de estos padres infalibles.

MADRE: “Amor, vete alistando, que ya casi salimos
EXBEBÉ: “Y ¿para dónde vamos?”
MADRE:Amoooor… adonde la abuela, hoy es domingo
EXBEBÉ:Ay…ma… Y yo, ¿no me puedo quedar?”

La mamá se proporciona una buena cantidad de segundos para digerir la información que acaba de recibir.

El niño (10), desprevenido de lo que le viene pierna arriba, porque de saberlo, se habría
inventado un cáncer, contesta:

Porque, es que quiero quedarme jugando play, ma.

Ni el niño, ni nadie medianamente cuerdo, habría podido pronosticar lo que sigue. La madre, al mejor estilo del Hulk, cambia de colores, dilata las pupilas, acelera el corazón y con la mirada exorbitada exclama:

—¿Y es que para ti es más importante jugar esa porquería que ir a visitar a los abuelos?

El recién llegado a la pubertad, que aún tiene fresca en su memoria la sensación de ser “la alegría del hogar”, no tiene elementos para digerir la pregunta, el gesto y la actitud potencialmente Terminator de su adorable madre, a quien nunca había visto en esta disposición hostil y amenazante. Tampoco sabe qué decir ante una pregunta cuya única respuesta es que el play y la visita a la casa de los abuelos no compiten en importancia, son totalmente distintos, y que querer jugar con la consola no se asocia ni remotamente con el amor por los progenitores de su santa madre.

Entonces, ante la reacción impávida del muchacho, la mamá aprovecha el desconcierto y hace una segunda ofensiva:

Tus abuelos te adoran. Fueron ellos mismos los que te regalaron el play y, ahora, para agradecerles, entonces ¿no vas a ir a saludarlos.

El exbebé está completamente “patidifuso”, por su cabeza nunca pasó asociar sus ganas de quedarse en la casa con desamor por sus abuelos y, mucho menos, se le había ocurrido que el regalo del Play Station traía, en la tarjeta, letra menuda que indicara que, al recibir el aparato, contraía obligaciones eternas con los abuelos. La situación acaba de inaugurar un nuevo estado de la relación: el exbebé se está enterando de que en los pasados diez años ha venido adquiriendo una deuda de la que ahora su madre es el agente cobrador y en la madre ha germinado la rabia de que a su hijo se le ocurra hacer algo que ella no le ha ordenado. Comenzó la adolescencia.

Continuará…

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Fuego fatuo: El joven de 13 años le pregunta al señor padre si es cierto todo eso que está diciendo Daniel Coronell en su podcastUribe, Acorralado’. El padre, contundente, responde que no. El hijo pregunta: ”Y si no es cierto, ¿por qué no hay nadie que salga a demostrar lo contrario?”. El padre, en uso flagrante de su uribismo pura sangre, le contesta: “Deje de preguntar estupideces”. Fin de la conversación.

Foto de portada: Luemen Rutkowski en Unsplash

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