Del ocio

En el fin de año, del mundo citadino empresarial, se imponen ritmos frenéticos: hay que cerrar el presupuesto, terminar el semestre, hacerse cargo de las últimas tareas, cumplir con las reuniones que quedan, sacar tiempo para actividades navideñas, extraer las últimas fuerzas de cuerpos exhaustos que –en tiempos de acentuada fragilidad– solo añoran los días soleados de vacaciones: una suspensión de las actividades cotidianas, que permita dejar atrás, al menos por un rato, el asedio, los afanes, el desasosiego que ha traído la pandemia.

Me imagino un tiempo extendido de ocio: quedarse unas horas viendo un paisaje, hamaquearse un rato dejando fluir el pensamiento, sin la preocupación de producir algo u obtener un propósito; exponerse a la posibilidad de aburrirse; entregarse a un tiempo que se vacía de finalidad y no se llena, no se tiene que llenar, porque tampoco se siente meramente vacío.

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Se ha dicho varias veces ya que –en medio del capitalismo global y sus imperativos maníacos de productividad– nos cuesta mucho darnos esos momentos de inacción. Incluso, el tiempo libre (el fin de semana, las vacaciones) está regido por el imperativo de hacer, de encontrar todo tipo de actividades que, o bien, impulsen, estimulen, vigoricen, o bien relajen, pongan en tono New Age, borren el conflicto, el desánimo, la tristeza o bien hagan olvidar de sí, tan solo por unas horas de rumba.

Son experiencias que se venden, además, como oportunidades que nos pueden hacer más felices, creativos o exitosos o, al menos, aparecer como tales en Instagram.

Por supuesto no tengo nada en contra de la rumba, o del exceso que trae el éxtasis de una cierta pérdida de sí, sobre todo si no deja su registro en redes sociales. Perderse a sí mismo, como el caminante que pasea sin rumbo fijo, puede abrir la atención a otras formas de relación con el mundo: dejamos de estar enfocados en la ruta que hay que tomar, el sitio que hay que visitar, la cita que hay que cumplir; atendemos a personas que pasan, al mendigo que duerme en la acera, a los árboles que persisten en medio del esmog, a conversaciones de extraños que interpelan; el tejido de la experiencia puede hacerse de nuevo significativo, lo vemos, lo escuchamos, nos habla.

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Walter Benjamin decía que el “aburrimiento es el pájaro de sueño que empolla el huevo de la experiencia”. En el aburrimiento, que puede emerger con el ocio, también se da una suspensión de sí que permite atender a lo que no somos, sin buscar en ello de nuevo las marcas que nos permitan un reconocimiento de nuestra subjetividad; más bien se puede imponer una cierta extrañeza: las cosas, las relaciones, ambientes y personas pueden dejar de resultarnos naturales y familiares; nos interesamos por sus historias, acogemos lo que no nos pertenece; dejamos de establecer con lo que nos circunda una relación de espejo, de absorción narcisista, en la que siempre confirmamos lo que somos.

Ocio - Laura Quintana
Foto: cocoparisienne

Toco por supuesto, temas caros a la tradición filosófica. El pensamiento griego encontró en la experiencia del ocio el reposo en el que puede suceder el sobrecogimiento de la contemplación, y todo su movimiento reflexivo.

Cuando algo se contempla, se puede hacer valer la manera en que su singularidad me sorprende, y asalta la comprensión con todos sus enigmas. Aunque no necesariamente. Muchos ejercicios contemplativos despreciaron lo que escapó a sus ideales de lo eterno e invariable, incluidas las acciones contingentes de personas cualesquiera, sin pretensiones de abstracción.

Además, hoy, mucho del trabajo filosófico muestra poco espacio para el ocio; ha quedado preso del productivismo, que asalta también por todos los costados al “pensador profesional”.

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De hecho, si el productivismo que habitamos ha matado el ocio es también porque nos ata a un deseo de apropiación que nunca queda satisfecho. Siempre nos falta algo y tenemos que llenarlo con exigencias, tareas, promesas de emprendimiento que dejan agotados a los cuerpos, y a la vez ávidos de hacer algo más que los redima del cansancio y la pérdida de sentido que los va consumiendo: una nueva aventura, un deporte extremo, transgredir algún mandato que libere momentáneamente del tedio, para volverlo a reforzar.

Pero no creo que el ocio sea un privilegio de aristócratas contemplativos. La necesidad de vivirlo aparece allí donde la gente en su tejido de relaciones, deja valer un tiempo que vale en sí mismo, que no se satura con deseos de posesión que terminan cosificando todo lo que hay, para consumirlo. Allí puede cultivarse también un deseo de transformación que realmente apunta a cambiar un estado de cosas, lejos de la producción de lo nuevo, que ya caduca.

En el delirio del cierre del año, me alienta, pues, la expectativa del ocio.

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