Derechos humanos, derechos de los pueblos y control mundial de drogas
A medida que crecen consensos de todo orden sobre el impacto de la guerra mundial contra las drogas, basada en más de un siglo de primacía del paradigma prohibicionista, aumentan también los esfuerzos del pensamiento, sobre todo, desde los países del sur que más intensamente deben soportar sus nefastos efectos, por aportar bases para la sustentación de una crítica en la que puedan apoyarse las políticas públicas para el cuestionamiento internacional de ese paradigma.
De lo que se trata, en esencia, es de articular una retórica legítima que pueda movilizar, tanto en la escena internacional como a nivel interno, a estados, academias, organizaciones y sociedad civil en torno a la urgencia de un cambio de paradigma que pueda modificar o superar el régimen actual.
Un análisis de las tensiones entre dos regímenes internacionales, el régimen de derechos los humanos y de los pueblos de una parte, con el régimen de control de drogas de otra parte, podría aportar elementos claves para la construcción de políticas públicas acordes con las urgencias de la coyuntura política y las evoluciones residentes de ese problema en el mundo.
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Políticas
La preocupación creciente que ocupan las políticas de los estados sobre el problema de las drogas, tanto a nivel internacional como a nivel interno, es proporcional a las dimensiones que va tomando el problema: extensión de cultivos en todo el mundo, aumento del consumo y por ende de los tráficos ilegales de todo orden, rol de la economía ilegal en los circuitos financieros, pérdida del control territorial para algunos estados, fortalecimiento de grupos armados y aumento generalizado de las violencias y de la corrupción, evoluciones que afectan por igual a países subdesarrollados y también, aunque en menor medida, a países desarrollados.
Los estados se expresan ante la comunidad internacional sobre la base de las políticas exteriores elaboradas por sus gobiernos. La política exterior es entonces, por definición ampliamente aceptada, el instrumento a través del cual un Estado trata de moldear su entorno político internacional para preservar las situaciones que le son favorables y modificar las situaciones que le son desfavorables e incluso hostiles.
Para implementar esa política, los estados establecen objetivos y prioridades, mecanismos de acción, fundamentaciones que puedan darle legitimidad, alianzas para la cooperación y para la controversia, recursos financieros, una diplomacia con funcionarios bien capacitados y la consideración de estrategias militares, cuando se dispone de los medios, aun para tiempos de paz.
Las percepciones propias y de rivales y adversarios o contendores, es decir las concepciones que los estados se hacen de sus relaciones mutuas en la escena internacional, son importantes. Como prioridad, el interés nacional se impone a los estados, sobre todo en materia de seguridad y supervivencia, en concordancia con su cultura y su geografía. Se atribuye a Napoleón Bonaparte haber dicho que cada Estado se dota de la política que le dicta su geografía, principio básico de la geopolítica.
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Regímenes
Los estados tienden a cooperar, incluso en un entorno desfavorable o en un contexto de ‘policrisis‘ o ‘permacrisis‘, neologismos para aludir al estado de crisis permanente en que vive el planeta: tensiones en los escenarios de la geopolítica mundial; conflictos armados, crisis climática, ambiental y sanitaria; especulación financiera; marcadas desigualdades entre países desarrollados y países pobres, como también al interior de las sociedades. Como generalidad, para los estados es más rentable la diplomacia que la guerra.
Una de las instituciones que hacen más viable la cooperación entre los estados son los regímenes internacionales, conformados para sectores específicos, por tratados y otros instrumentos internacionales, instituciones y organismos, principalmente de las Naciones Unidas; procedimientos para sanciones en algunos casos y mecanismos para la toma de decisiones, que pueden operar incluso respecto de problemas en los que los estados tienen sus razones para actuar de forma egoísta o siguiendo el interés nacional.
Los derechos humanos son fruto de una larga evolución histórica, de varios siglos y en varias civilizaciones. En la institucionalidad onusiana, el régimen internacional de los derechos humanos comenzó con la adopción, en 1948, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que se pretendió, inicialmente, fuera un texto jurídicamente obligatorio para conformar una triada junto con la Carta de las Naciones Unidas y el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, pero las tensiones de la diplomacia dispusieron otra cosa.
El caso es que esa Declaración ha sido implementada, a lo largo de varias décadas, por un conjunto de tratados, convenciones y pactos, instituciones, cortes y agencias, que han venido a conformar ese régimen internacional, incorporado a muchos ordenamientos jurídicos de casi la totalidad de estados y por tanto jurídicamente obligatorios.
El principio de autodeterminación de los pueblos, preocupación mayor de la comunidad internacional, tiene también reconocimiento en la Carta de las Naciones Unidas, aceptada como el tratado-constitución que creo y organizó la institucionalidad internacional a partir de 1945. El reconcomiendo de ese principio reviste importancia relevante en el caso de las imposiciones a pueblos, comunidades y culturas, sobre todo en el continente americano, principalmente en los países andinos, que, durante siglos, tuvieron en la hoja de coca expresiones de su cultura y de tradiciones ancestrales de salud, incluso muchos siglos antes de la llegada de los europeos a este continente.
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El régimen internacional de control de las drogas ha sido estructurado bajo el paradigma del prohibicionismo en torno a tres tratados, la Convención única sobre estupefacientes (Nueva York, 1961); la Convención sobre sustancias sicotrópicas (Viena, 1971); la Convención de las Naciones Unidas contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas (Viena, 1988); y la Convención de las Naciones Unidas contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas (Viena, 1988).
Ha tenido una consolidación lenta, pero no por ello menos eficaz, pues a su alrededor gravitan instituciones financieras y agencias de las Naciones Unidas, movidas por una diplomacia altamente profesionalizada, que tiene en los Estados Unidos de América a un actor de primer orden que ha asumido la promoción y la exigencia, a estados que considera claves, del cumplimiento de las disposiciones de esos tratados.
Resumidamente, tres observaciones iniciales podrían ser señaladas sobre ese régimen:
La primera, el régimen asume, sobre todo en el preámbulo de la Convención de Viena de 1971, una especie de vocería niveladora y una preocupación por la salud física y moral de la humanidad, sin consideraciones relevantes a las especificidades culturales, “advirtiendo con inquietud los problemas sanitarios y sociales que origina el uso indebido de ciertas sustancias sicotrópicas” y expresando su determinación por “prevenir y combatir el uso indebido de tales sustancias y el tráfico ilícito a que da lugar”.
La segunda, si bien no podría decirse que las disposiciones de esos tratados estuviesen en contra de los derechos humanos, la realidad, fácilmente constatable, indica que son inexistentes las referencias a los derechos fundamentales, de cualquier categoría que fueren.
Como última observación, no menos importante, el régimen presenta ‘flexibilidades’ o espacios que han permitido a algunos estados tomar medidas en el marco de políticas internas de salud pública, para paliar la adicción, en la práctica referidas a los derechos fundamentales de quienes padecen la enfermedad, sistemáticamente resistidas u objetadas, en mayor o menor grado, por las agencias internacionales encargadas de ejercer competencias de control en esas materias.
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Cuestionamientos
Los cuestionamientos al régimen internacional de control de drogas asumen formas diversas, a lo largo de décadas, provenientes de estados, centros de pensamiento, organizaciones internacionales, universidades y medios de prensa.
En 2009, una nueva constitución política es adoptada por el Estado Plurinacional de Bolivia, en la cual se adoptó una disposición declarativa (artículo 384) de un derecho a las comunidades indígenas, de una práctica de siglos o incluso milenios, en la cual se expresa que el Estado protege a la coca originaria y ancestral como patrimonio cultural, recurso natural renovable de la biodiversidad de Bolivia y como factor de cohesión social, señalando que, en su estado natural, la coca no es estupefaciente y que la revalorización, producción, comercialización e industrialización de la misma se regirá por la ley.
Sobre la base de una práctica cultural y de ese artículo constitucional, Bolivia pidió la modificación de dos disposiciones del artículo 49 de la Convención Única de 1961, en la cual se dispone que al firmar, ratificar o adherirse a la Convención, toda Parte, como era Bolivia, podría reservarse el derecho de autorizar, temporalmente en cualquiera de sus territorios la masticación de la hoja de coca, pero bajo el compromiso de “quedar prohibida dentro de los 25 años siguientes a la entrada en vigor de la Convención”.
Al no encontrar la receptividad esperada para su propuesta, Bolivia decidió denunciar el tratado, un mecanismo de derecho internacional que permite a un Estado cesar sus compromisos y obligaciones jurídicas respecto de ese instrumento. En términos llanos, se trata de un retiro del Estado de su condición de Parte en el tratado, decisión apoyada por la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (ASA), Unasur y Mercosur, entre otras.
La Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), órgano independiente y cuasi judicial establecido por la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes, expresó su oposición a la decisión de Bolivia descalificando su capacidad para cumplir los compromisos internacionales, frente a la cual David Choquehuanca, canciller boliviano, reiterando el compromiso de su país para controlar los cultivos de coca excedentaria y el comercio ilícito de estupefacientes, señaló que las disposiciones de la Convención Única sobre estupefacientes, además de incompatibles con la constitución boliviana, vulneran los derechos indígenas y culturales, así como diversos instrumentos internacionales incluyendo la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.
La República de Uruguay, entre muchos otros estados también abogó, en el 57º período de sesiones de la Comisión de Estupefacientes (Viena, 2014), por un enfoque equilibrado y dialogante de las políticas de control de drogas, en condiciones de reconocer las asimetrías entre los estados, que conduzca a una adecuada integración de esas políticas con los instrumentos internacionales de derechos humanos.
Los efectos nefastos de la implementación del régimen internacional de control de drogas sobre las situaciones de derechos humanos han sido analizados, expuestos y denunciados por muchas organizaciones y estados.
Empero, es sólo en marzo de 2019, un siglo después de iniciado el lento proceso de consolidación de ese régimen bajo el paradigma del prohibicionismo, que aparece un documento sólidamente fundamentado con la propuesta novedosa de definir las obligaciones de derechos humanos en materia de política de drogas, promovido por el Centro Internacional sobre Derechos Humanos y Política de Drogas de la Universidad de Essex, Reino Unido, con el apoyo del Programa Global de Políticas de Drogas y Desarrollo, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y los gobiernos de Suiza y Alemania.
Las Directrices Internacionales sobre Derechos Humanos y Política de Drogas, obviamente no jurídicamente vinculantes, se han consolidado como un referente mundial en la materia apoyado por organizaciones y grupos de la sociedad civil que también se están basando en esas directrices como exigencia a los gobiernos de sus obligaciones de derechos humanos respecto de las políticas nacionales de drogas.
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Las directrices incluyen estándares de derecho internacional en materia de derechos humanos aplicables al control de drogas; las obligaciones de los estados, que se desprenden de los estándares de derechos humanos; las obligaciones respecto de grupos particulares y los mecanismos generales de implementación. En Colombia, la Corte Constitucional ha hecho referencia a las directrices en dos sentencias, una de ellas sobre las fumigaciones con glifosato.
Otros cuestionamientos al régimen de control de drogas provienen de reconocidos medios de comunicación, de los cuales se pueden mencionar dos, especialmente. En octubre de 2022, The Economist, prestigioso semanario británico, recomendó la legalización de la cocaína. Más recientemente, El influyente The New York Times, en un editorial de febrero pasado, constata que los Estados Unidos ha perdido una guerra contra las drogas, que “hay que reemplazar por algo más humano y efectivo”.
Señala el editorial que, si bien la administración Biden ha dado algunos pasos en la dirección correcta, queda mucho por hacer, como modificar políticas obsoletas; investir en el tratamiento; enfrentar las causas del problema; construir un sistema atención en salud; y estudiar otras soluciones. Aunque el editorial se refiere a la situación interna en los Estados Unidos, no se puede perder de vista que las propuestas, sobre las cuales existen amplios consensos, son aplicables también a otros países e incluso al régimen internacional.
La exigencia de una primacía de los derechos humanos y de los pueblos debería consolidarse como respuesta frente a las presiones ejercidas desde el régimen internacional de la lucha mundial contra las drogas.
Ante los vientos que anuncian el fracaso del paradigma prohibicionista del régimen internacional de control de drogas, es preciso reconocer que no parece probable, al menos en el corto plazo, una transformación radical de ese régimen que abriera espacios hacia la legalización, lo cual, inevitablemente, limita el margen de acción de los estados, en virtud de los compromisos internacionales adquiridos a lo largo de décadas, como es el caso de Colombia, principalmente en el contexto de las convenciones internacionales y que muy difícilmente pueden ser reversados, como lo demostró el caso de Bolivia.
En el contexto de la lucha contra las drogas, se trata entonces de convertir los derechos humanos en parte integrante de la política exterior, entendidos como exigencia prioritaria frente al régimen de lucha contra las drogas, siguiendo para ello la misma institucionalidad internacional y los estándares y experiencias en proceso de consolidación a nivel global, actualmente en curso.
La exigencia de los derechos humanos podría conducir así a líneas de acción internacional entre estados cuyas asimetrías hacen muy difíciles los consensos diplomáticos en esas materias; contribuirían en alguna medida con mecanismos más viables para mejorar la situación de derechos humanos a nivel interno y abrirían caminos para una transformación del régimen internacional que incluyan disposiciones claras en materia de protección de los derechos fundamentales individuales y de los pueblos.
Quedaría por determinar si, en un sistema internacional que tiene al cosmopolitismo, el pacifismo y el respeto a los derechos humanos y de los pueblos como bases condicionantes de la paz y la seguridad internacionales, podría cobrar aquí vigencia la reflexión del filósofo alemán Immanuel Kant sobre el dicho común, ‘lo que es cierto en la teoría, no siempre es adecuado en la práctica’.
A ese respecto, habría que intentar como respuesta que lo que por fundamentos racionales vale para la teoría y la institucionalidad, como son los derechos humanos y de los pueblos, debería también ser válido para la práctica. Frente a lo que parece ser una crisis de civilización, como es el problema mundial de las drogas, no sería exagerado decir que, a largo plazo, estaría en juego la propia capacidad institucional de los estados.
*Antonio José Rengifo Lozano es profesor de derecho internacional, de la Universidad Nacional; y miembro del Grupo de Investigación Frontera y Territorio.
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