Desde el futuro
Foto de apertura: Catalina Cortés-Severino
Empezamos el año con la ilusión de que esta vez algunas cosas cambiarán. Alteramos algunas prácticas, intentamos ir quebrando ciertos hábitos con nuevos planes, y hacemos planes también para continuar los que ya teníamos; esperamos que ciertos acontecimientos se den; hacemos lo posible por evitar otros que anticipamos (la enfermedad, la muerte, la pérdida, la inestabilidad); deseamos que lleguen buenas sorpresas; imaginamos desenlaces positivos; hacemos promesas insignificantes, y a veces otras más significativas.
El futuro -aunque invisible- se hace presente constantemente en nuestra cotidianidad y orienta nuestra forma de habitarla; se corporiza en nuestras decisiones, rutinas, anhelos, temores, inquietudes; presentimos lo que hay de latente en él, lo que ya se prepara; tratamos de tejer redes de apoyos, puntos estables, barandillas que puedan sostenernos en medio de la incertidumbre que surca siempre la expectativa de lo imprevisible.
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Pero a la vez nos alienta que sea posible lo inesperado: esto nos ofrece la oportunidad de caminos inexplorados; la ocasión de comenzar de nuevo, de hacer de otro modo, de contrarrestar lo que no queremos repetir; sin ello el deseo quedaría detenido, paralizado. No habría esperanza de transformación. En todo caso, lo insospechado, que es condición de nuestro deseo, es también lo que más nos tensa, una de las fuentes más fuertes de angustia y ansiedad.
La inquietud por lo imprevisto puede ser tal que a veces buscamos cancelarla: optamos por terapias zen, y la idea reconfortante de un presente pleno, del aquí y el ahora, vivido en cada momento; nos entregamos a la presencia del carpe diem y al cultivo de las potencialidades del corto plazo; bajamos las expectativas y nos empeñamos por bloquear la proyección hacia lo que vendrá. En el fondo son estrategias para darnos un mínimo de control en un mar abierto, lleno de corrientes, de flujos y reflujos, que a veces parecen amenazar nuestra pequeña balsa de madera.
Sin embargo, las expectativas no dejan de aparecer con el deseo; llegan una y otra vez con el sentido de orientación que necesitamos para vivir: queremos comer bien, porque queremos ser saludables, y queremos serlo para evitar el dolor; tomamos pequeñas decisiones cotidianas que se anudan con lo que nos impulsa, con lo que nos mueve; y de tanto en tanto, así no lo busquemos, tenemos que tomar decisiones significativas, que marcan lo porvenir.
Y tanto que no depende de nosotros decide también por lo que podemos devenir. Lo más terrible, por ejemplo, de la reproducción de la pobreza en un país como Colombia, y de cómo se anuda con la persistencia de privilegios que parece destinada a repetirse en el país, es que para muchos se vive justamente como un destino: algo fijado de antemano que cierra tantos movimientos, tantas puertas, tantos chances de poder desviar un trayecto casi que asignado como predeterminado.
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Es la experiencia del no-futuro. Una experiencia hoy extendida por el planeta, toda vez que se anuda con la anticipación -apoyada por muchas formas de conocimiento-, según la cual, de seguir como vamos nos precipitaremos hacia el abismo de la catástrofe final para la humanidad. La catástrofe, sin embargo, ya ha pasado para muchos; para tantos pueblos que experimentaron la violencia de la colonización y la devastación de sus mundos, y de los ecosistemas que habían tejido en vínculo con lo no-humano.
Lo sabemos, el impulso colonizador se anudó con proyectos de progreso, modernidad, prosperidad para algunos, que veían su ”futuro por delante’, con la cara optimista del confort, la ausencia de esfuerzo, la innovación tecnológica de los Supersónicos. Un desarrollo logrado a costa del no-futuro para otros, para los muchos, de este lado del Sur. Hoy este no-futuro se universaliza. Como en el poema Una visión de Simon Armitage:
“El futuro fue un lugar hermoso, una vez.
Recuerda la ciudad de […] planos de vidrio ahumado y acero tubular,
suburbios de juegos de mesa, modos de transporte
como atracciones de feria o juguetes ejecutivos.
Ciudades como sueños, en voladizo por la luz.
[…]
Saqué ese futuro del viento del norte
del vertedero, estampado con la fecha de hoy,
cabalgando en el aire con otros futuros similares,
todos sin vivir y ahora completamente extintos”.
Tantos futuros se han botado al vertedero, se han matado por el frenetismo del crecimiento económico a toda costa, y su irresponsabilidad con la tierra y sus frágiles ecologías. Nuestros empeños cotidianos, por darnos sentido en el día a día, hoy también tienen que transitar por la materialidad de este futuro hecho pedazos, y rehacer desde lo que aún queda. Y entonces quizá llega el momento de advertir la mirada del futuro por detrás: cómo nos habla desde las ruinas del pasado, para asumirlo con todo el peso que trae sentir -en presente, en la urgencia del ahora- lo que no ha podido ser y aún puede llegar.
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