Dos rutas para leer a Mario Levrero

Por un lado, un cuento pastiche estudia en detalle, a través de la descripción de un arpa, los mecanismos internos del extraño mundo del cuentista uruguayo Mario Levrero. Por el otro, hay una breve reseña caprichosa sobre su libro ‘La máquina de pensar en Gladys’.

Caja de resonancia *

Un cuento pestiche de María Fernanda Camacho Reina.

Me acomodo el arpa en el hombro para volver a ensayar. Algo suena raro. Repaso los acordes; el Do primero está desafinado. Me sorprende, porque hace unos minutos afiné. Vuelvo a revisar el temple de la cuerda hasta que el sonido me convence. Guardo la llave de afinar y va de nuevo; recuesto el arpa en mi hombro, ubico la mano en el acorde y pulso la tónica. El Do está desafinado. Tal vez el Si está muy alto, o el Re muy bajito. Comparo las tres notas con las de la octava siguiente. El Si y el Re están perfectos, el Do está desafinado. Por tercera vez incrusto la llave de afinar en la clavija y templo la cuerda, la nota vibra en la frecuencia correcta, guardo la llave y al iniciar la melodía… el Do está desafinado. ¿Dónde está el problema? Tal vez la cuerda ya está muy vieja. Tal vez tenga que cambiarla. El concierto empieza a las 9, todavía alcanzo. Descanso el hombro y recuesto el arpa en el suelo. 

Busco una cuerda nueva y el juego de llaves mixtas. Tomo la No. 12. Levanto el arpa por el mango y la recuesto contra la pared, aflojo las dos tuercas que sostienen la cuerda en el clavijero. Una de las tuercas rueda por el suelo hasta perdérseme de vista. La cuerda también cae y solo se agarra de la caja de resonancia; ese triángulo piramidal de madera atravesado por una línea vertical con 32 huequitos milimétricos que mantienen templadas las cuerdas y proyectan el sonido.  

Tomo la cuerda y la obligo a deslizarse por el diminuto orificio. Aparte de los 32 huequitos de las cuerdas, en la pared de madera de la caja de resonancia hay tres boquillas; tres huecos encargados de dejar salir el sonido. Introduzco mi dedo por la primera boquilla, la más pequeña, un hueco de dos centímetros de diámetro que deja salir el sonido del primer Do. Engancho con el dedo la vieja y desamarrada cuerda y la jalo hasta separarla por completo del instrumento. Dejo la cuerda negra enroscada como un gusanito sobre el suelo y recojo la cuerda nueva. 

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Ahora, ¿cómo la meto? Es como enhebrar una aguja. Busco otra vez la primera boquilla, pero apenas y cabe uno de mis dedos. Bajo a la segunda, un hueco de unos cuatro centímetros de diámetro. Intento deslizar mi mano entre el hueco, acomodo mis huesos, los estrecho, obligo a mi carne a ceder ante la madera rígida. Nada; el orificio sigue siendo demasiado pequeño. Saco mi mano raspada y roja del hueco. Me acuclillo y pego los ojos a la tercera boquilla del instrumento erguido. Veo la oscuridad de la caja de resonancia. Me aturde su silencio, su vacío. La tapa de madera apenas refleja la luz que se cuela entre los huecos. Intento buscar el reflejo de la luz de la primera boquilla, pero no lo alcanzo con la mirada. Me alejo del instrumento y me arrodillo para calcular si metiendo la mano en la caja de resonancia alcanzo a tocar la segunda boquilla. 

Por primera vez mi mano completa alcanza a palpar el interior de mi arpa. La caja de resonancia es fría y seca. Mi mano camina a tientas por el oscuro vacío recogiendo la viruta de madera que se despega de las paredes del instrumento por la vibración de sus cuerdas; es un inmenso laberinto. Siento las dos patas del aparato desde adentro, agarradas por un par de diminutos clavos. Intento tocar todas las paredes de madera, descubrir todos sus pliegues, tropezarme con todos los vértices, tantear los ángulos y caminar por las aristas. El sonido del reloj interrumpe mi aventura; son las ocho. Tengo que darme prisa o no voy a llegar. Me dejo de distracciones y dirijo mi mano hacia la segunda boquilla. Siento los nudos gruesos de los bordones; los bajos del arpa que componen la cuarta octava del instrumento; las cuerdas más largas. Sigo subiendo y desde abajo alcanzo a ver la punta de mis dedos atravesando la caja de resonancia por dentro.

La máquina de pensar en Gladys de Mario Levrero

Me inclino un poco más y descubro que mi brazo entra completo por la boquilla sin mayor esfuerzo. Me pregunto si también el hombro entrará. Me estiro en el suelo para no perder el equilibrio y el hombro entra sin esfuerzo. Sin embargo, no es suficiente. Necesito meter también la cabeza para ver dónde está el agujero de la cuerda. Entonces retrocedo; saco el brazo y meto la cabeza. La nariz y las orejas se estropean un poco, pero una vez mi cabeza está adentro puedo ver todo el aparato. A solo un metro está el hueco que sostiene el Do mayor. Si logro meter el hombro y la cabeza podré irme al concierto. 

Recuerdo una vez que mi mamá me explicó la lógica de los partos, una vez la cabeza atraviesa la cavidad vaginal, todo el cuerpo podrá hacerlo. Bien, este era el momento de comprobarlo. Pego los dedos de la mano al mentón y los deslizo lentamente hacia arriba. La mano entera ha entrado por la boquilla del arpa, junto a mi cabeza y cuello. El reloj marca las doce. La mitad de mi cuerpo está dentro de la caja. Tal vez me he fracturado el hombro porque mientras forzaba el torso escuché un tronar de huesos, pero lo cierto es que ya la mitad del trabajo está hecho. A tan solo 50 centímetros veo el hueco de la cuerda del Do primero. Veo también la caja completa. Ya nada me interrumpe el panorama. Respiro sin afán ni aturdimiento a través de los huecos. Me gusta el silencio de mi arpa. Su forma no cuadrada ni triangular, curva en la parte superior, lisa en sus paredes; espaciosa y fría. Aquí puedo descansar.

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Levrero, el laberintólogo

Una reseña de ‘La máquina de pensar en Gladys’, por Jerson José Hernández

La lectura de los cuentos de La máquina de pensar en Gladys (1970) me obliga a reconocer el talento magnético de Mario Levrero (1940-2004). Esta primera recopilación de cuentos fue suficiente para revelar su enorme capacidad para manejar el lenguaje, elaborar descripciones inquietantes de espacios y situaciones y tomar una posición novedosa en el panorama de la literatura latinoamericana contemporánea. A usted, que escucha mi voz entre estas palabras, quisiera contarle lo que sentí al leer los cinco primeros cuentos del libro. Acompáñeme. 

“La máquina de pensar en Gladys”, el primer cuento y el que le da título a la colección, es una especie de obertura que marcará el tono de lectura de los cuentos posteriores: desde la sensación de caos, el choque de fuerzas telúricas, la contemplación de una alucinación controlada, hasta el inminente derrumbe de la casa. Aquí la atmósfera puede remitirnos con facilidad al estremecimiento y misterio de “La caída de la Casa Usher” (1839) de Edgar A. Poe. Podemos ver en este texto una pequeña carta de navegación para recorrer los vericuetos de los demás cuentos de este libro: todos comparten la descripción detallada, la presencia casi protagónica de los espacios y la sensación de extrañeza.

En “La calle de los mendigos” el protagonista tiene ganas de fumarse un cigarro pero el encendedor no funciona. Entonces decide desarmarlo para saber qué pasa. Una premisa sencilla. Sin embargo, la descripción atenta del mecanismo que compone el encendedor, de su desensamblaje y de los procedimientos que realiza el personaje hasta internarse en él nos sumerge en un ambiente donde las dimensiones del espacio se amplían. La realidad, aparentemente comprensible y abarcable, revela sus grietas, fisuras donde se entrevé no solo su imperfección sino también su contacto con lo fantástico, lo misterioso y lo inexplicable.

Mario Levrero
Mario Levrero

¿Es posible interpretar “La calle de los mendigos” como una alegoría del mecanismo que conforma el cuento moderno y las apuestas del cuento contemporáneo? Un aparato perfecto, acabado y con funciones y alcances aparentemente determinadas que al desarmarse revela un universo interno abierto e inabarcable que nos atrae con una fuerza magnética: “Un movimiento reflejo, buscaba el encendedor [el cuento] en el bolsillo sin recordar que me encuentro dentro de él” (página 23).

Este cuento también nos ofrece un concepto que encontraremos en los otros cuentos: el laberinto y el sentimiento de pérdida. Puede percibirse en “Historia sin retorno No. 2” y también en la descripción de los espacios en “La casa abandonada”. Sin embargo, considero que su mayor desarrollo ocurre en “El sótano”, cuento que abordaré en breve.

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Quisiera, de mil amores, hablarles ahora de “Historia sin retorno No. 2” y de “La casa abandonada”, pero no creo que sea posible. Me ciño en forma estricta al límite de páginas comprobado para no perder la atención del lector moderno. Yo no soy quien tiene la culpa, pero tampoco quiero aburrirlos con más páginas, lo hago pues en favor de ustedes, queridos lectores.

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Tal vez por tratarse del cuento más largo que compone esta recopilación, en “El sótano” Levrero despliega con mayor eficacia sus estrategias narrativas. Presenta aquí a un narrador distinto al de los cuentos anteriores, uno que narra para enganchar, para enredar; endulzando el oído. Carlitos nos cuenta lo que ha vivido en esa casona y juega hábilmente con lo que sabe y nos intriga desesperadamente con lo que no. Creo que la existencia de este narrador tiene un propósito dentro del cuento: fortalecer la imagen del laberinto.

La trama y la estructura de “El sótano” nos remiten a relatos infantiles como Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll (1865). Sus peripecias son numerosas y su aparición tan reiterada que enredan la memoria. La trama es sencilla: Carlitos, un niño curioso y valiente conoce todos los rincones de la inmensa casa que habita. Bueno, casi todos, porque no se había percatado del sótano, que siempre está con llave. Cuando quiere conocerlo, su familia se lo prohíbe, lo que alimenta más la curiosidad. Así empieza una aventura infantil y confusa para conseguir la llave. Confusos también son los espacios: las habitaciones que su memoria no alcanza a recordar por completo, los pasillos difusos, el gran jardín que encerraba un bosque infinito: “De regreso, el niño hizo los deberes apresuradamente y comenzó a recorrer los pasillos en busca de la puerta del sótano; ese día no la encontró” (página 41).

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Estos elementos que configuran el ambiente laberíntico del cuento son reforzados de manera determinante por el laberinto que también se teje con el lenguaje: la retahíla explicativa de la sirvienta, el tierno interrogatorio a cuentagotas del abuelo, el método burocrático del penúltimo jardinero para hallar soluciones, la mitomanía en tríadas del jardinero jefe, las indicaciones confusas de los letreros del jardín, las digresiones del propio narrador y los acertijos del Tragafierros —un ser transparente, con un solo ojo que traslada de una parte de su cuerpo a otra, gelatinoso y con un centro hecho todo de hierros, último guardián de la llave del sótano—. Aquí los espacios y la manera de comunicarse de los personajes son vías igual de intrincadas.

Este juego con el laberinto nos hace buscar su salida con afán: la llave que abre la puerta del sótano, el punto final del cuento. Sin embargo, para Levrero, el final tiene otro propósito. Ha tomado el modelo de los cuentos infantiles clásicos para dar una vuelta de tuerca con la que manifiesta su toma de posición en la literatura latinoamericana contemporánea: allí donde el final contundente, por Knock Out, como decía Cortázar, era imprescindible, Levrero lo reemplaza por el final abierto, impredecible: después del punto final de “El sótano” solo nos queda comenzar a bajar la escalera y entregarnos a la incertidumbre de pisar a tientas el único lugar inexplorado de la casa.

*   Este cuento es un pastiche de la obra La máquina de pensar en Gladys (1970) del cuentista uruguayo Mario Levrero; especialmente tomo elementos narrativos de los cuentos “La calle de los mendigos”, “Historia sin retorno no. 2” y “Los reflejos dorados”:el tratamiento del tiempo, por fuera de nuestras lógicas de percepción, en el que un segundo o varios años son lo mismo; su obsesión por los espacios microscópicos donde los personajes se pierden; los juegos con el afuera y el adentro; y la búsqueda inagotable y casi siempre insatisfecha de los lugares.
Collage de apertura: Yéssica Chiquillo

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