Ecos del estallido
Después del 20 de julio, cuando la policía atacó concentraciones y marchas pacíficas en varias ciudades, no hemos tenido alteraciones del orden público, con la única excepción de los disturbios en Bogotá, el lunes 9 de agosto. Podemos decir entonces que el paro terminó el 20 de julio e intentar un balance del estallido social que abarcó tres meses largos y generó más de 12.000 eventos de protesta en todo el país.
Empiezo por las consecuencias malucas. La imagen internacional del gobierno en materia de derechos humanos quedó por el suelo, al nivel de Cuba, Venezuela y Nicaragua, quizá peor; se perdieron miles de toneladas de alimentos perecederos y recibieron el golpe de gracia miles de empresas y negocios que empezaban su recuperación.
Subió el costo de la vida y los más perjudicados fueron los estratos bajos. Hubo miles de policías y civiles heridos, una cifra indeterminada de desaparecidos (más de cien, según la Fiscalía), decenas de manifestantes sufrieron lesiones oculares, 24 mujeres fueron ultrajadas sexualmente y 4 policías y 84 manifestantes fueron asesinados. (Indepaz).
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Los bloqueos causaron grandes traumatismos, es verdad, y se prolongaron demasiado, pero también es cierto que sin ellos el paro habría sido otro canto a la bandera, el enésimo.
El precario tejido social sufrió fracturas profundas. Los ataques a los indígenas por parte de un sector de la «gente de bien» en Cali el 9 y el 28 de mayo dejaron la sensación de que volvíamos a la barbarie de la Conquista… o que nunca salimos de ella. Cabe, pues, otra lectura: el paro nacional evidenció las fracturas que las personas distinguidas no habíamos querido ver.
No es muy arriesgado concluir que el estallido que empezó el 28 de abril es el movimiento urbano y popular más vigoroso de la historia del país: la Independencia no fue un movimiento popular, fue una empresa de los criollos que utilizó fuerza popular; el bogotazo no fue nacional, y las guerrillas y el paramilitarismo fueron desastres rurales.
Los paros de los años 70 no cubrieron un espectro popular tan amplio como este; solo participaron obreros, estudiantes, profesores y un sector de la Iglesia católica, una corriente de sacerdotes comprometidos con las causas populares que nació en los años 60, se extendió por toda Latinoamérica y recibió el nombre de Teología de la Liberación.
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Recordemos que desde los 60 un fantasma recorría Latinoamérica. El éxito de la revolución cubana había despertado ilusiones en la izquierda. Preocupados, los Estados Unidos pusieron en marcha el Plan Cóndor en los 70. Su objetivo era borrar el comunismo y cualquier forma de protesta en la región. Para lograrlo, apoyaron las dictaduras existentes y reemplazaron los presidentes elegidos democráticamente por generales impuestos a la fuerza al precio que fuera, incluso al costo de bombardear un palacio presidencial, como fue el caso de Chile. Henry Kissinger, un cerebro al servicio del Mal, manejó la batuta y el Plan cubrió de charreteras toda Suramérica: Jorge Rafael Videla en Argentina, Hugo Banzer en Bolivia (cuyos hombres dieron de baja al Che Guevara en 1976), Ernesto Geisel y Artur da Costa en Brasil, Alfredo Stroessner en Paraguay, Francisco Morales en Perú y Aparicio Méndez en Uruguay.
En Colombia no fue necesario poner un militar en la presidencia. Fieles a las instituciones, y a las espléndidas gabelas que siempre han disfrutado, los generales se limitaron a dictarle al presidente Turbay Ayala el tenebroso Estatuto de Seguridad que les confirió poderes de excepción para allanar, arrestar, torturar y disparar sin fórmula de juicio. El mismísimo Gabo se salvó por un pelo y huyó a las volandas una noche a México.
Los militares trabajaron con esmero y a gran escala. Las cifras más conservadoras registran 400 asesinatos transfronterizos (la globalización del sicariato), 60.000 asesinatos en las calles, tras las paredes de los cuarteles o desde los helicópteros y en alta mar, 40.000 desaparecidos y 400.000 prisioneros políticos. Las víctimas fueron profesores, intelectuales, estudiantes, líderes de izquierda o simplemente ciudadanos que reclamaban derechos elementales o algún dato que los llevara a encontrar el paradero de sus hijos (o al menos las tumbas de sus cuerpos).
El Plan fue un éxito. La protesta pública fue sofocada, pero se desperdició la oportunidad de resolver tensiones y demandas sociales, y de abrir un espacio político para la izquierda.
Volvamos al presente y a Colombia
El paro también tuvo consecuencias muy positivas. Le quitó al gobierno su tenue máscara democrática; sacó del juego dos reformas regresivas. Mostró el poder de las «líneas», esos jóvenes que pasaron en cuestión de días de la marginalidad absoluta a la primera fila de la historia; mostró la creatividad cultural de los manifestantes, la solidaridad de la gente y la fuerza de la protesta popular, que abarcó todos los estratos y estamentos.
También puso sobre la mesa un tema que era mal visto en las reuniones, la política; desnudó la mezquindad del gobierno y de un vasto sector del Congreso; sacó del letargo y de su comodidad al establecimiento: hoy, los empresarios, los funcionarios y muchos líderes políticos van a los «territorios» sin que medie ninguna campaña política, y están generando bolsas de empleo y hablando de la «olla comunitaria», ese acto de comunión grupal (la solidaridad es la ternura de los pueblos, como dijo una poeta).
La academia también se pellizcó. “Universidad pal barrio” es un programa que lleva miles de profesores a los barrios a dictar charlas y talleres. Enseñan sus oficios y saberes y aprenden de esos estudiantes que han cursado materias duras: el dolor, la injusticia, el crimen.
Ricos y pobres se están mirando a los ojos y descubriendo que el otro no era tan pésimo como pensaban.
Las ollas, las limitadas bolsas de empleos y los profesores de buena voluntad no son la solución final, por supuesto. Son apenas los primeros auxilios que el establecimiento aplica en esta sala de urgencias que es hoy Colombia. Las soluciones de fondo, las estructurales, demandarán años y serán tarea de toda la sociedad… o no serán. Es ingenuo seguir esperando el advenimiento del líder omnipotente y providencial que nos traerá la luz.
Los problemas sociales siempre han sido un tema de campaña. Ahora serán El Tema. Y a los candidatos no les bastará la retórica. Ya muchos desnudaron su mezquindad en el gobierno y en el Congreso, y la gente tomó nota.
Tal vez pienso con el deseo, pero creo que la consecuencia más importante del paro es que mostró un avance notable en la toma de conciencia política del colombiano medio. La brutalidad de la represión, la insensibilidad del gobierno y los rigores de la pandemia pueden ser los factores que obraron el milagro. Ayudaron también el viejo malestar contra las políticas neoliberales y el evidente desgaste del uribismo . Hoy, el mismo Uribe reconoce que su apoyo a un candidato puede restar más que sumar.
Creo, como decían los manifestantes, que “el paro no para”. O mejor, que los ecos del estallido perdurarán y que la protesta continúa ahora por medios más políticos, creativos y solidarios.
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Conclusión
Reconozco que para mí resulta fácil hacer balances positivos del paro nacional. Si mi negocio se hubiera quebrado, si yo hubiera perdido un ojo o enterrado un hijo o si tuviera que secar las lágrimas de una hija violada, esta columna sería menos optimista. Seguramente hoy cambiaría la suerte del país solo por recuperar mi visión, la vida de mi hijo o una sonrisa de mi hija.
Sí, todos hubiéramos preferido que las consecuencias positivas que anoto se hubieran alcanzado sin derramar tanta sangre, sin infligirnos tantas afrentas, pero ya que estamos ante hechos cumplidos, tenemos derecho a mirar hacia adelante y exigir que tantas pérdidas y tanto esfuerzo no sean en vano.
El estallido fue muy doloroso, claro, pero también apasionante. Las consecuencias positivas que anoto me animan a pensar que algo está cambiando en Colombia. Quizá en el corazón del gusano aletea ya la mariposa.
Los próximos meses nos dirán si los nobles propósitos que afloran en la sociedad son una semilla fuerte o flor de un día; si nuestra pasión será capaz de transmutar el dolor y la mezquindad para que la pasión alcance la altura de nuestros más caros sueños.
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