‘El canto del Auricanturi’ de Camila Rodríguez: los linajes restaurados

El cuarto largometraje de Camila Rodríguez insiste en temas y formas que ya estaban en ciernes en sus tres películas anteriores: personajes fantasmales que interactúan con espacios y objetos que se llenan de sentido simbólico. En ‘El canto del Auricanturi’, una madre y una hija buscan restablecer el vínculo perdido hace años y que se abra paso una nueva vida.

El cuarto largometraje de la artista y cineasta Camila Rodríguez Triana es una película sobre una casa, la filiación entre dos mujeres, el impulso de retornar al hogar –aunque esté en ruinas– y una guerra. Es sobre el tiempo que todo lo devasta y la conexión entre formas de violencia. Es una obra que recoge temas sobre los que el arte colombiano (y el cine dentro de él) ha rondado, y les da una solución de notable belleza plástica. Pero también es una película que se pliega a un estilo internacional de un cine autoral ya no tan reciente y que espiga en esa forma ya conocida –y codificada– buscando que todavía sorprenda o interpele.

Como en los trabajos anteriores de la cineasta (Atentamente, Interior y En cenizas), hay una atención concentrada hacia los espacios, los objetos y los cuerpos, que con frecuencia adquieren una dimensión fantasmal. Es un cine de afectos y de espectros, pero en la aproximación se evita el melodrama o el terror. Todo es inminencia, premonición, posibilidad, alusión. Los acontecimientos centrales del trauma ya ocurrieron, y apenas acompañamos la huella que los hechos dejan. El espectáculo de la violencia no está en el plano, lo asedia desde afuera.

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Rocío ha estado alejada de su madre Alba por años, creyéndola muerta. Alba, sin embargo, aún habita la casa familiar, encerrada en un empecinado silencio producido –quizá– por el espanto de la guerra. En su regreso al pueblo, Rocío intenta comunicarle a su madre que está embarazada, pero el único lenguaje común entre las dos mujeres es un idioma desconocido que explica el sentido del título de la película.

El Auricanturi es un pájaro mágico. Su canto, según la directora, guarda las voces de las madres ancestrales que comunican sus herencias y afectos a sus hijas. Mientras madre e hija intentan restablecer el vínculo perdido a través de esa lengua misteriosa, de la cercanía, el contacto físico y el cuidado común, los hombres juegan a la guerra. La violencia patriarcal y machista se muestra asociada al desangre y la locura de la guerra. Ese binarismo es seductor, pero también esquemático, consabido.

Vea acá el tráiler de El canto del Auricanturi:

La película está inundada de lenguaje simbólico. Un símbolo necesita repetirse para afirmar su eficacia. En El canto del Auricanturi todo regresa y se repite, como si la aspiración final fuera crear un mito y un rito, quizá un arquetipo cultural que reivindique lo femenino, el cuidado, las fuerzas centrípetas de la casa y la maternidad como opuestas al desvarío de la violencia.

La película dialoga de múltiples maneras con producciones culturales recientes: con el archivo literario, pictórico y cinematográfico sobre la violencia y el trauma en Colombia y en otros países con trayectos históricos parecidos, con el sur expoliado, de economías extractivas y rezagos coloniales. Con películas amarradas a la casa como el largometraje La tierra y la sombra de César Acevedo, o el corto La casa por la ventana de Rubén Mendoza. También con el mundo de Juan Rulfo y sus pueblos fantasmas (la película fue filmada en Santander, un municipio de Nariño, registrado como todo lo demás con gran solvencia plástica).

El canto de Auricanturi

Pero, sobre todo, y como mencioné antes, El canto del Auricanturi prolonga las búsquedas anteriores de Camila como cineasta y artista, muestra su insistencia en un estilo algo glacial y una preferencia por personajes que tiene mucho de automatismo, como si una porción de su aliento vital hubiera huido y quedaran reducidos a lo básico. ¿Es esta su condición espectral? Me pregunto si esas formas distanciadas son el camino que cierto cine colombiano ha encontrado para hablar del trauma: encarándolo de forma oblicua. Y, ante todo, me pregunto si esto es efectivo o pertinente en un arte que, entre otras cosas, aspira a contribuir a la catarsis social. Y no sé la respuesta.

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