Entre caníbales
Correr nunca fue tan peligroso, o, al menos, en esos tiempos en los que el mundo estaba a la expectativa de saber si el cambio de milenio traería consigo el final de los tiempos, cuya fecha de vencimiento sería el 1 de enero del 2000, o si, por lo contrario, tanta incertidumbre era a penas una pizca de la paranoia que iba a llenar los capítulos de este universo desde ese día hasta estas fechas.
E insisto en eso de decir que, por esos tiempos, salir a trotar, por lo menos en Venezuela, más exactamente en el estado de Táchira, era una cuestión de vida o muerte; si se quiere ser aún más específico, la lupa habría que ponerla en Táriba, población llamada por los conocidos como “la perla de Torbes”, el río que bordea el pueblo. De hecho, el caudal de sus aguas pasa por varios sectores y entre ellos, el puente de Peribeca.
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Hacia comienzos de 1999 empezó a ocurrir que la gente que hacía ejercicio y debía atravesar aquel puente terminaba esfumándose. Hubo seis runners de los que no se volvió a tener noticia y que dieron sus últimos pasos por ahí. Lo que pasa es que las calles de Táriba son predilectas por los adictos a correr porque en algunos sectores la inclinación de sus vías está cercana a los 20 grados, hecho que las hace atractivas para que el ejercicio sea mucho más efectivo.
Entonces los rastros de muchos terminaron difuminándose sin saber hacia donde habían continuado su carrera. Ya salir a trotar era un reto no tan divertido; bueno, salir por ciertas calles también se convirtió en lo mismo porque, además de los jóvenes runners de los que nunca más se tuvo noticia, también humildes obreros que se dirigían a sus misiones se desaparecieron de la faz de la tierra sin previo aviso.
La Policía y la Defensa Civil decidieron, por fin, meter la mano y tratar de revelar aquel extraño misterio. Y fue en un cambuche que las autoridades encontraron parte de esas almas perdidas: en medio de un olor nauseabundo, varias ollas tenían fragmentos humanos en reposo. Vísceras blanquecinas hervidas en agua, tres cabezas y varias manos sueltas. La escena era espantosa.
Entonces buscaron al dueño del lugar que, sin mucho arrepentimiento, contó que se llamaba José Dorancel Vargas y que, de acuerdo a sus cuentas, debió matar entre 10 y 15 personas a quienes les clavaba una lanza hechiza para inmovilizarlos y después los descuartizaba. En ese momento su sed de sangre encontraba paz al consumir los pedazos de sus víctimas y su “generosidad” iba más allá porque se encargó en ocasiones de cocinar y de dar esa macabra comida a otros vagabundos.
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Las víctimas fueron, en su mayoría, deportistas aficionados hombres, que tuvieron la mala suerte de salir a trotar en las vecindades de Vargas, llamado desde ese instante ‘el comegente‘. A hoy no se sabe bien cuántas personas murieron en sus manos, pero la leyenda dice que pudieron ser más de 40.
Recordé la historia mientras miraba Dahmer en Netflix. Y recordé también por qué no me gusta salir a correr.
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