“El encuentro”*, un cuento sobre emigrar en clave de Uhart, Colanzi y Cárdenas.
En este cuento, un estudiante de maestría viaja en el tiempo para encontrarse con su otro yo, atrapado en el frío invierno de Berlín, y salvarlo del fenómeno de la Ola.
Por César Andrés Arroyo Larios
Ya es la tercera vez que cuando llegan las fechas de fin de año, recuerdo mi temporada en Alemania. Fue en 2019 que cogí ese avión que duró más de 10 horas suspendido sobre el océano Atlántico. Ahora, 3 años después, todavía recuerdo aquellos días con cierta nitidez. Uno de estos días terminaba de revisar unas lecturas de Ricardo Piglia, Fernando Cruz Kronfly y Erelis Marrero León, cuando me agarró de pronto el sueño y, agotado de una intensa jornada que ya duraba 2 semanas, decidí parar y tenderme en la cama. Te comparto ahora −gracias por el café, deli− el sueño que tuve esa noche, seguro producto de tantos días de lectura pausada, lectura rápida, subrayado, resaltado y comentarios a los textos. Espero que no resulte baladí la reconstrucción de un suceso personal pero no por ello menos interesante.
En el suelo, unas pocas hojas amarillas daban paso a la blancura del invierno. Hacía mucho frío, mucho más que otras veces; y era un frío seco, que venía como del suelo y de las verjas. Menos mal, estaba vestido como era debido: chaqueta azul abullonada, bufanda, gorro y unos guantes también azules. Yo conocía ese lugar, pues no me sentía perdido y, también, sabía a dónde me dirigía. Pasaban carros marca Mercedes-Benz, muchos, y yo los miraba sorprendido porque aquí no es usual verlos. Las calles me parecían extremadamente limpias, ni un rastro de suciedad o basura, todo impecable…, tanto que intimidaba. Entre más aceleraba el paso, más salía un vapor blanco de mi boca y más se me enfriaba la nariz. Los árboles, pelados; el cielo, no gris, no oscuro, sino blanquecino como una cortina de humo; las nubes, bajas pero amables; y alrededor de mí, ni un alma: ¡en qué soledad me hallaba! Bueno, después de recorrer toda una cuadra de tiendas de ropa, cafés y oficinas de diversa índole, llegué a un parque inmenso, ubicado en el Centro de la ciudad −la ciudad es Berlín− y hermoseado por una persistente vegetación que no se había doblegado a la fuerza del otoño y el invierno. Me paseé por varios caminitos, buscando ya te diré qué o a quién… Parecía que todos los caminitos llevaban al mismo lugar, a una estatua de bronce que representaba a una mujer aguerrida en caballo, arma en mano. Los pajaritos gorjeaban, huían velozmente apenas se posaban en una rama, y hacían mover el agua con su vacilante vuelo. Los carros se oían pero muy poco, y yo veía venir ya el atardecer, aunque no eran aún las 5. Es que en Alemania el invierno es así, hay días en que antes de las 4 ya se oscurece. Mientras veía a unos niños montar bicicleta, en compañía de sus padres, pensaba también en mi objetivo. ¿Dónde estaría? ¿En qué parte específica del parque lo encontraría? Di vueltas unos 15 minutos más, hasta que por fin divisé su perfil frente a un pequeño lago. Estaba sentado en una banquita. No se movía: parecía atado al vaivén del crepúsculo en el agua. Apuré el paso y al punto estaba a su lado.
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−Hola, disculpa, ¿tienes hora? −dije, pretextando no saberla para iniciar la conversación.
−Son las 5:15… −respondió, antes de darse cuenta que éramos iguales−. ¡Qué carajos!
−¡Aguarda, no te vayas!
−¿Qué es esto? −gritó, mientras se paraba bruscamente de la banquita.
−Aunque te parezca absurdo, vengo del futuro, del año 2022 específicamente. Tengo 23 años y tú debes tener… 20.
−Eh…
No sabía qué decir.
−No pretenderé que hagas como si nada. Sé que esta situación es muy extraña. Somos la misma persona: Carlos.
−¿Pero cómo es posible? ¿Qué pasa aquí?
−Te voy a explicar todo, si me dejas. Vengo a ayudarte. Algo me dijo, allá donde vivo, que no estás bien.
Intenté tranquilizarlo y vi que volvía a su puesto.
−Gracias por sentarte.
−¿Qué quieres de mí? −me espetó.
−Soy mayor que tú. Ahora mismo, vivo en Bogotá, esa ciudad que te ha acogido por casi 4 años. Este semestre…
−Espera. ¿Cómo me encontraste? ¿Cómo llegaste aquí?
−Eso no importa. Hace mucho vengo caminando por calles limpias con carros marca Mercedes-Benz, bajo un cielo blanquecino. Pero nada que daba contigo, estabas muy lejos. Lo importante es que he viajado por ti −dije, mostrando empatía.
−¿Pero desde dónde vienes caminando?
−Goerzallee. Tu residencia universitaria…
−¿Cómo sabes dónde vivo?
Vi que su cara se había contraído en una mueca incrédula.
−Vengo del futuro, te repito. Todo esto yo lo viví. Ya le he dado vueltas y me ha atormentado.
−¿Entonces sabes hacia dónde me dirijo ahora? −dijo, como para retarme.
−Pues los pequeños sucesos con facilidad se borran. Pero sí te puedo decir que esa chaqueta no te protege bien del frío y en unos 2 o 3 días vas a comprar una naranja de segunda.
−Pues ya veremos… Con esta no estoy mal −contestó, mientras se sobaba los brazos como para darse calor y fruncía el ceño.
−Sí, claro −dije con ironía−. Bueno, por lo menos sí estoy seguro de que te sientes decaído ahora mismo.
−¡Qué va!
Y de pronto vi en sus ojos cómo se develaba lo que pretendía esconder. Por tanto, seguí:
−Cada fin de año vuelvo a recordar la sensación que me quedó de toda esta experiencia. También me han vuelto a la mente imágenes de momentos como el de ahora, en que me ponía a dar vueltas por la ciudad, quizá para olvidarme de una fecha que me gustaba pasar en Colombia.
Habiendo hablado así, noté que no puso más resistencia. Confesó:
−Pues ya ahorita es Velitas. Me da duro no pasarlas allá.
−Pero aquí también se celebran, ¿no?
−No sé… Pero igual no es lo mismo. Tú sabes.
−Me imagino. Pero, mira, quiero hablarte de algo de interés que aprendí este semestre y podría hacerte superar la crisis.
−¿De qué se trata? −preguntó con reserva.
−Primero dime cómo te has sentido…
−¡Pero si ya lo sabes, maldición! ¿Para qué lo preguntas?
Sentí el ambiente enrarecerse. No podía quedarme callado. Así que opté por el tono sereno y el estilo académico:
−Poner en palabras las emociones sirve para ser consciente de lo que pasa en el interior, es decir, para conocerse a sí mismo, como diría Sócrates.
−Baj… ¿Pues qué? El frío está un asco, no he podido comprar una buena chaqueta por falta de dinero, en la pensión hay una plaga y he pasado con rasquiña en las piernas, las clases son en alemán y en todas, cuando me esfuerzo por entender, me termina doliendo la cabeza. Ya…, ¿contento?
−¿Pero qué has hecho para permanecer estable?
−….
Un silencio incómodo enrarecía aún más el ambiente.
−¿No quieres responder?
−¡Ha sido todo una mierda! −gritó, pateando la arena, con los ojos llorosos.
−Ya, ya, ven. Tranquilo… −lo abracé.
−No puedo más. No sé qué hacer.
Su voz quebrada me llegaba al tuétano.
−Sé por lo que estás pasando. Además de lo que dijiste, sé que los alemanes son hoscos a veces, tienes una novia a la que extrañas, tanta oscuridad puede abatir el ánimo y tu inglés no es el mejor. ¡Pero tienes una roomie española! Julia, ¿no? Qué guapa era Julia…
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−Con ella hablo. ¿Solo tenías eso por decirme?
−¡No! Te quería contar que este semestre hice unas cuantas lecturas…
−¿En 3 años seguiré estudiando Filología? −me interrumpió otra vez.
−¡No, no!
−¿Entonces?
−Continúo −dije, sin revelarle que cursaría una maestría en Estudios Literarios−. Hice unas lecturas en 2 materias distintas y quisiera hablarte de lo que en ellas encontré respecto al ser latinoamericano. Tú y yo, nacidos en Colombia, somos latinoamericanos. Primero, aclararte que no eres el único que pasa por esto. Hay quienes hablan de la depresión de invierno. Les ocurre a personas del trópico: pérdida de interés por lo de afuera, ensimismamiento, llanto constante, tristeza. Pero dicen que es pasajero, que no es una condición permanente. He leído sobre las vivencias de personajes migrantes, que han pasado por el exilio, se mueven entre el arraigo y el desarraigo, y hablan desde un no-lugar o uno donde se sienten alienados. Eso pasa en 3 cuentos de 3 autores diferentes, uno se llama “La ola”, el otro “Encomendar el alma”, y el otro “Muchacho en pensión” −expuse, mientras le mostraba unas copias rayadas−. Son de escritores contemporáneos: Liliana Colanzi, Juan Cárdenas y Hebe Uhart, quien es un poco mayor. ¿Los conoces?
−No, nunca los he oído.
−Vale. La protagonista de “La ola” es una joven que estudia Literatura en Cornell, la prestigiosa universidad estadounidense de la Ivy League. Al parecer, en la ciudad, hay una ola blanca y espesa que se cierne sobre las cabezas de los estudiantes. Los deprime, los pone huraños y muchos, infortunadamente, se suicidan. La ola les habla y dice que nunca estarán a la altura de ese lugar. En dos o tres ocasiones, la protagonista menciona una antena, que al parecer le da la inspiración para realizar sus trabajos de manera creativa, haciéndola salir siquiera un momento de la tendencia coercitiva de la academia.
−Veo… ¿Y qué más pasa? −indagó, con cierta petulancia.
−Pues, curioso ese fenómeno de la ola, ¿no? Cuando llega, acecha a los estudiantes y los enclaustra en sus cuartos. Aparece en invierno, justo en la estación en que estás. La chica, percibo, es nostálgica. Estando en Estados Unidos, echa de menos su tierra natal boliviana, donde nace la fruta de sus amores: el achachairú. Y estos recuerdos le sirven de acicate para emprender una actividad balsámica: “me sentía sola y extrañaba mi casa, la casa de mi infancia. Me senté a escribir” −le leí de las copias. Al final del cuento, después de un largo viaje de regreso a Santa Cruz, uno la ve bajarse de un taxi, plantarse frente a su casa y mirarla con el “corazón gastado, estremecido, temblando de amor”.
−Eso no me hace sentir mejor.
−Espera. Te contaré ahora sobre “Encomendar el alma”. Este es sobre un personaje, el narrador, que va a un cerro cercano a Popayán, con un viejo amigo del colegio. Él vive en Madrid, pero está pasándose unas vacaciones en casa de su familia. Mientras su amigo se concentra en buscar meteoritos en el suelo, él va detallando un paisaje que alguna vez le fue familiar pero ahora le es extraño, exótico. Le llaman la atención la música tropical (Andrés Landero, Aníbal Velázquez), la mención que hacen en la radio de un barrio de Popayán llamado Pandiguando y la tapicería del carro de su amigo, la cual lo retrotrae a los tiempos de adolescencia, pues el muchacho ha mantenido la misma máquina. Aburrido, se queda dormido en el carro y sueña “con el Edén pequeñoburgués del paseo dominguero”. Entonces, junta las imágenes de su madre, su padre, las abuelas y otros familiares, riendo, bebiendo y comiendo a orillas de un río. Lo despiertan después el calor y las moscas. A veces parece que se dejara diezmar por el poder del calor.
−Ok, ¿pero adónde vas con toda esta palabrería?
−No me has dejado terminar, ahora viene el último cuento −dije, sin perder la esperanza−. Aunque no presenta a un personaje nostálgico, sí encuentro rasgos de la persona que ha dejado su país… Arturo, un muchacho de Portofino, un lugar en Ecuador, es enviado por su papá a Rosario, en Argentina, a estudiar. Creo que va a empezar la universidad, imagínate. ¡Menor que tú! En el cuento se narra su llegada a la nueva ciudad, el ambiente para él extraño, los encuentros con personas distintas. En la pensión donde vive, hay dos venezolanos y, al parecer, una norteamericana. El punto es que él, mientras camina por las calles, observa a los que se sientan en la puerta de sus casas y no dicen ni mu, y establece enseguida una comparación: “Los de Portofino saludan a todo el que pasa y si llegara a pasar un desconocido, no lo mirarían de ese modo tan descarado como aquí, sin saludar”.
−Comprendo ese comentario.
En este punto, lo noté ya más cooperante.
−Mira, mira… Y ya cuando se hace de noche y se acaba el momento de la cena, donde se socializa, Arturo entra a su cuarto, se tiende en la cama y, a medida que va cerrando los ojos, piensa en qué hora es en Portofino y ve en imágenes soñolientas a su padre cargando el camión, a su hermanita corriendo para bañarse y a él mismo arreglándole a ella el maletín de la escuela. Dime si todo esto que he contado no se corresponde ni un poco a lo que has venido sintiendo.
−Pues… Sí. Supongo que sí −admitió.
−Tu situación es muy parecida, por lo menos, a la de la chica de “La ola” y el chico de “Muchacho en pensión”. Los tres son estudiantes que ya pasaron por el colegio y están en un contexto universitario extranjero. Una en Estados Unidos, siendo de Bolivia; otro en Argentina, siendo de Ecuador; y tú en Alemania, siendo de Colombia. Quizá el más alejado de ti es el de “Encomendar el alma”, aunque fíjate que es un colombiano residente en otro país, solo que la nostalgia y el extrañamiento lo invaden justo cuando vuelve a su casa; pero quién quita que allá en Madrid también le dé esa sensación.
−Es algo como recurrente en los viajeros, ¿no?
−¡Exacto! Lo que te quiero mostrar con estos ejemplos es que el cambio de país no es una experiencia para nada fácil. El cambio de una ciudad a otra, dentro del mismo país, es menos difícil que el cambio de un país a otro, sobre todo si estos tienen idiomas diferentes. También ten en cuenta que tú llegaste solo y, a diferencia de Arturo, no tuviste un guía que te recogiera en el aeropuerto y enseñara la ciudad.
−Tienes razón…
Oí cómo su voz iba adquiriendo un tono más pausado y calmado.
−Vamos ahora al tema de los creadores detrás de los cuentos. Liliana Colanzi nació en Bolivia, estudió en Inglaterra y ahora trabaja en Estados Unidos, justo en Ithaca; Juan Cárdenas escribe principalmente desde Chile; y pues no sé si Uhart estaba en el exilio cuando publicó Guiando la hiedra, pero seguro ha tenido contacto con la realidad del migrante, por su agudeza al contarnos la experiencia de Arturo. Muy posiblemente, detrás de los personajes de los cuentos, hay personas de carne y hueso que han vivido el arraigo y el desarraigo, han tenido encuentros y desencuentros durante sus viajes, ya sean estos prolongados o cortos. Sentirse perdido, triste y anhelante es normal en esa situación, Carlos, que es la misma tuya. No hay en ello nada insólito.
−Pero igual se siente feo…
−Lo sé. Parece una bilocación, ¿no? Físicamente estar en una clase sobre Tucídides en alemán, un viernes por la tarde, pero mentalmente estar en la antigua casa de Villa Carolina tocando guitarra y cantando con tus amigos, o en el ajetreo de empacar las cosas para ir a Cota. Adonde María Paz. ¿No?
−Supongo…
−Pues algo muy similar debieron estar sintiendo Colanzi, Uhart y Cárdenas. Y también sus héroes. Al darle lugar al exilio en sus cuentos, los tres autores están poniendo sobre la mesa al menos una partecita de lo que significa ser latinoamericano. ¿Entiendes que no estás solo y no eres un bicho raro?
−Bueno…
Y ahí mismo, sin dilación, se me adelantó:
−Oye, ¿ya terminaste? Tengo que salir pronto de acá.
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−Espera. Hasta ahora solo sabes que no eres el único con ese malestar. Quería finalizar con una idea que me atrajo apenas la leí, es de Fernando Cruz Kronfly. No lo conoces. Él señala que la persona moderna es aquella que ha pasado por un proceso de ruptura mental y, en consecuencia, cree en cosas como la primacía del sujeto, la racionalidad científica, la secularización del pensamiento y la cultura, y la soberanía del pueblo. Contrapone estos valores a otros llamados premodernos, como serían el apego a la magia, al mito, a la religión, y “la prevalencia de los vínculos comunitarios sobre los vínculos propiamente sociales y civiles” −dije, de nuevo con copia en mano−. Con relación al sujeto latinoamericano, dice que en él pueden convivir al mismo tiempo elementos culturales “provenientes de diferentes temporalidades y espacialidades”, es decir, elementos modernos y premodernos, sin que se produzca un estallido de contradicciones. La Modernidad fue el proyecto de la Ilustración francesa. Se espera, pues, que la mayoría de europeos haya incorporado el conjunto de valores modernos, porque es su creación, pertenece a su historia. En América Latina, la cuestión es distinta. A causa de la Conquista y la Colonia, hubo un proceso de transculturación. Es decir, “una transición entre dos culturas (en el caso nuestro, la caribe aborigen y la europea española), ambas activas, ambas contribuyentes con sendos aportes, y ambas cooperantes al advenimiento de una nueva realidad de civilización”. El prefijo trans- que acompaña a este término engloba una des-, a- y una neo-culturación, esto es, un desajuste, una asimilación y un reajuste, por parte del sujeto, de los elementos culturales (representaciones, sensibilidades, instituciones y valores) propios y ajenos que entran en relación. De allí se desprende que nosotros, producto de esa mixtura, no simplemente recibimos de forma pasiva lo que vino de Europa, sino que lo reelaboramos según nuestra naturaleza, tendencia y voluntad. En ese sentido, la teoría de Kronfly, al enfatizar en la heterogeneidad del sujeto latinoamericano, encuentra respaldo si se tiene en cuenta la transculturación iniciada en el siglo XV.
Sus ojos, al fin, vi que se cruzaban con los míos. Sentí que me estaba poniendo más cuidado que nunca. Seguí:
−Esto puede explicar por qué en ti existe esa doble pulsión de cruzar fronteras, sea dentro del país o fuera de él, y extrañar lo autóctono o lo que representa para ti estabilidad. Saliste temprano, a los 16, de la casa de mamá. A los 18 se te dio por viajar solo a Medellín sin haber ido nunca. Te mudaste no sé cuántas veces en Bogotá, dejando personas, lugares y prácticas atrás. Y, a pesar de la reticencia de tus padres (ahora lo sé) frente a la idoneidad de este viaje, gestionaste aquí y allá y lo lograste, lograste hacerlo, joder. Todo lo has hecho porque has querido, nadie te ha obligado. Y, sin embargo, llamas frecuentemente a mamá para decirle cuánto extrañas la sazón de la casa; piensas en cuando acompañabas a papá a ver los partidos de fútbol pese a que te dan igual los deportes; echas de menos las pláticas sobre música con Rober y, claramente, las historias de tu abuela; asimismo, ruegas por los labios de María Paz y sus abrazos amorosos, comprensivos. Las aventuras de las que has sido protagonista, si bien te han expandido el horizonte, no cesan de rasgarte, de hundir su dedo en la llaga dejada por todo cambio. Quizá, querido Carlos, la explicación de este estado tuyo se halle en que, como otros latinoamericanos, tienes la mirada fija en el cielo y los pies atados a la tierra. Participas de esa dicotomía.
Por alguna razón, no se oían ni el ruido de los carros ni el gorjeo de las aves ni los gritos de los niños en bicicleta. Creo que mis palabras todavía retumbaban en sus oídos. Después de una tensa calma, por fin habló:
−¿Pero cómo salir entonces de esto?
−Tu familia es religiosa, al menos tu mamá y tu abuela. Está en tus raíces. Recuerda que siempre puedes dirigirte al de arriba, porque su bondad es infinita. También, prueba con una técnica, un estilo de vida, que se llama mindfulness. Cada día, practica 2 veces. Puede ser al iniciar la rutina y antes de dormir. Llama a mamá tanto como puedas. Ella te piensa y le haces mucha falta. Con María Paz no pierdas el contacto. No sabes cómo sus sabios consejos te hacen la vida más amena. Viaja hasta donde lo permitan tus recursos. Por aquí hay varias ciudades y pueblos lindos, que no quedan lejos. Puedes salir temprano y regresar al anochecer a Berlín. Ver otros parajes ayuda a despejar la mente. Y, como la narradora de “La ola”, sintoniza tu antena con los seres que rondan en tu imaginación y escribe algo. Lo que sea: impresiones, reflexiones, deseos. Todo vale.
−Gracias −me dijo, mientras se deshacía en lágrimas−. No sabes cómo quiero volver a estar animado.
−Ya lo estarás. Además, ya en febrero te devuelves y verás a tu gente.
−Pero mi tiquete está para marzo…
−Al final, te irás en febrero. Por otro lado, ocurrirá algo que propiciará la cercanía y la intimidad familiar, así como la espiritualidad.
−¿Cómo así…?
−Me tengo que ir. Se me hace tarde −mentí, para no tener que hablarle del Covid-19.
−Aguarda, no entien…
Retrocedí. Volví sobre mis pasos, al tiempo que la silueta del Carlos de 20 años quedaba junto al lago. No es que hubiera emprendido el camino de salida, mientras encontraba de nuevo la estatua de bronce de la mujer aguerrida, escuchaba gorjear a los pájaros y veía a los niños montar bicicleta, no. Más bien, fue como si estuviera devolviéndome en el tiempo y, así, no iba hacia delante sino hacia atrás, no me veía acercarme a los objetos, sino que los perdía de vista a medida que me alejaba. La vegetación persistente pronto dejó de rodearlo todo: me encontré entonces en la calle. Era un movimiento involuntario, yo solo era arrastrado. Por segunda vez, la cuadra de tiendas de ropa, cafés y oficinas de diversa índole. Una vez más, las calles extremadamente impecables, sin un rastro de suciedad o basura. Arriba, el cielo gris o blanquecino, con las nubes bajas. Menos mal no me choqué con ningún Mercedes-Benz, ni me estrellé contra ningún vidrio de algún local, ni me tropecé con na… −mentiras, si no había un alma: ¡soledad total!−. Hubo un punto en que me pregunté si la conversación había durado siquiera 1 minuto. Parecía que no. Todo estaba exactamente igual que cuando me dirigía al parque. Me preguntaba adónde llegaría, si a Goerzallee −la residencia estudiantil−, ¡o a Múnich! Sur, sur, sur. Solo sabía que iba dirección sur. Al rato, percibí algo raro. Mis manos, mi torso, mi cuerpo todo, empezaban a difuminarse. Perdía sustancia. El mismo entorno se enturbiaba: ¿invierno, otoño, primavera, verano? Cada vez empalidecían más las cosas. Ya no sentía el frío que viene del suelo y las verjas. ¿Qué estaba pasando? El ruido de los carros, apagado; las luces de las farolas, apagadas; el crujir de las hojas amarrillas mecidas por el viento, apagado; de pronto, el negro fin, apagado.
Baj, dejé enfriar el café, lo siento. Tenía que contextualizarte para que entendieras lo que te contaré ahora. Como dice el abuelo de un amigo, cuando me desperté me sentía descuadernao. Más cansado estaba después de soñar que al acostarme la noche anterior o al terminar el viaje en avión sobre el Atlántico. No me vas a creer, pero la razón de que recuerde ese sueño tan bien es que hoy, ya en plan de reposo tras dos semanas de lecturas intensas de Kronfly, Piglia, Colanzi, Cárdenas, Uhart y de lectura pausada, lectura rápida, subrayado, resaltado y comentarios a los textos, encontré, al entrar al cuarto después de ducharme, puesta sobre el escritorio, una nota recortada que decía: La chaqueta naranja de segunda sí que me protegió en Bonn.
04.12.22
* El presente texto es, si se quiere, un pastiche del cuento “El otro” de Jorge Luis Borges, publicado en 1975 en El libro de arena.
Imagen de apertura: Collage de Yessica Chiquillo
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