El esfuerzo y la gracia

El esfuerzo es bueno, lo conocemos todos, bueno hasta cierto punto y clave en ciertos momentos de la vida que son ante todo de formación y aprendizaje. Pero cuando una cierta forma de confianza ha sido adquirida, y algunas experiencias y enseñanzas importantes han sido asimiladas, el esfuerzo es ante todo un obstáculo. 

Cualquier actividad llevada a cabo con rigidez, con exceso de disciplina, suele traer repetición, ansiedad y mortificación, y es en el fondo estéril, porque se limita a mantener un mecanismo ya activado, e impide el surgimiento de lo que es libre, fresco, espontáneo, de lo que solo puede venir de una energía permanentemente renovada, no del embotamiento y del cansancio. 

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Es importante a veces saber renunciar al esfuerzo y confiar en la gracia, cuando ya no se trata solo de aprender o de imitar, sino de un modo misterioso y directo de recibir, y solo entonces de dar. Ese don misterioso es lo que llamamos a veces “gracia” y es radicalmente distinto a lo que es transmitido de manera discursiva y muchas veces mutilada en el aprendizaje.  

He aquí una imagen bella y estremecedora de lo que es la gracia: la noche en que Kafka escribe ese relato breve, perturbador y mágico que se llama La condena. Lo escribe de un tirón una noche de septiembre, entre las diez de la noche y las seis de la mañana. Describe en su diario “la terrible tensión y la alegría a medida que la historia iba desarrollándose, delante de mí, a medida que me iba abriendo paso por sus aguas. (…) Solo así es posible escribir, solo con esa cohesión, con total apertura del cuerpo y del alma”. 

Algunos dirán: se necesita ser Kafka para “confiar en la gracia”. Cierto. Pero puede ser también cierto lo contrario: que Kafka haya llegado a las revelaciones intensas y profundas a las que llegó, a ese punto en el que el arte es indiscernible de la existencia y de los movimientos reales del alma, no solo porque confió en la gracia, sino porque no tenía más opción que esa: caer, escapar de un salto. 

“Prefiero equivocarme mientras espero”, escribió. 

Wofgang Laib instalando un cuarto de cera
Wofgang Laib instalando un cuarto de cera

Muchas de las líneas de sus diarios son verdaderas iluminaciones, todo lo contrario de consignas constructivas, apaciguadoras o esperadas, y tienen el mismo potencial de sorpresa que las palabras que deja una sabiduría viva, no domesticada ni predecible, redentora de una forma extraña. 

En todas las escuelas, doctrinas, o “caminos espirituales”, también en la escritura y en el arte, se ha dado esa oposición entre el esfuerzo y la gracia. Quizá para cualquier búsqueda o camino se necesiten las dos cosas. 

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Los falsos maestros se apegan exclusivamente al esfuerzo, caen en formalismos vacíos, tienden a la arrogancia, a ser dogmáticos, o simplemente son embaucadores necios y perezosos mentales. Los verdaderos maestros son los que confían en la gracia,  los que saben que poco puede hacerse sin ese don esquivo, transformador, incomunicable. Es por eso que tienden a la humildad profunda, sus mentes son flexibles, no transmiten fórmulas. Pueden incluso decir “¡qué mente más confusa tengo!”, como el maestro del Tao.

Puede que Kafka, como ejemplo de la gracia, no sea el más alentador. Vivió un sufrimiento insoportable, a veces descubierto y visible en su escritura, a veces transfigurado en algo asombroso, completamente nuevo y extraño y desconocido. Su angustia resulta de no haber podido confiar en su mente visitada por relámpagos, por imágenes. “Este sentimiento de equivocación que tengo cuando escribo”, esperando visiones, “contentándose”, es la palabra que usa, con apariciones que no podían satisfacerlo “a causa de su fugacidad”, apariciones que se consumen “en el mero hecho de aparecer”

Kafka no tenía por qué ser un maestro de la desesperación. Es un maestro verdadero, un fuego en el que las cosas mueren y renacen, una mente en la que se cumple la esperanza de que “agotadas las apariciones falsas, lleguen por fin las verdaderas”.

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