El funcionario gordo
“Alan Valderrama y Freddy León ayudaron a que el funcionario gordo pusiera la misma cara de decepción que la mía cuando me mandó al carajo aquella tarde de larga espera por unas malditas placas que no quiso darme“.
Perder es un largo pedazo de la vida. La alegría es una chispa que enciende un poco lo lúgubre que es la existencia, porque se suele batallar contra todo y contra todos. La vida es, para decirlo en términos futboleros, una especie de zona mixta con blazer de paño en el estadio Metropolitano en medio de 100 periodistas que se lanzan a atrapar a la figura del momento o al técnico cuestionado.
Y eso de ver la caída y de vernos caídos, mientras alguno te lanza una patada en el piso hace parte de lo diario. Mucho aprendí de joven de esas lecciones que encierran derrotas cuando, yendo a las oficinas del tránsito, me devolvían un trámite luego de hacer cuatro horas de fila. “Faltó un sello“, decían; “es que el carro tiene una prenda y no se puede hacer esa diligencia”, espetaba el cajero. “¿Y por qué no tiene el certificado de movilización vigente?”, apuraba algún otro funcionario cruel que miraba atentamente cada uno de los papeles.
Lea más en Diario Criterio: La máquina de clonación de Maradona
Eso sí, la frase “se cayó el sistema” era la cima del Everest porque ahí no interesaba si por fin el papeleo estaba bien e intachable. Nadie iba a devolverme las cuatro, cinco o seis horas de espera paciente y el que permanecía adusto, detrás de la ventanilla, se lavaba las manos y gozaba con el sufrimiento de aquel que solamente quería sacar el carro de los patios.
Y digo que eso lo entendí mucho en la adolescencia porque, con el único fin de ahorrar plata para poder ir a fútbol y comprar El Gráfico, se me ocurrió un negocio de esos que, a los 14 años, podía brindar cierta prosperidad: al salir del colegio, hacerles a los adultos las vueltas que demandaban paciencia y tiempo en las oficinas de tránsito, cuando se ordenó que los automóviles ya no portaran una placa negra con blanco, sino las amarillas que aún existen. En síntesis, mi misión era llegar con un par de placas negras y a la semana volver con un par de placas amarillas.
Más de Nicolás Samper: Andrés Salcedo: el espía que vino del frío
Las veces que me fui abatido de Álamos y Paloquemao fueron incontables, aunque ligaba después de mucho remar mis propios pequeños triunfos —pues es que de eso dependía de que mi clientela pagara o no la vuelta: si salía bien, el dinero estaba; si no, vuelva y haga fila.
Daba rabia perder, más si el funcionario con camisa de manga corta, barriga arzobispal, corbata carmelita, tinto frío al costado del escritorio, ojos clavados en las hojas y nunca en el humano al que atendía y uñas renegridas de tocas tantas hojas llenas de toner de 8 a 5, decidía, en su pedestal divino de opaco mando medio, sentirse poderoso y rechazar el trámite, porque sí. Porque se le dio la gana ese día dejar colar a los amigos —recibiendo dinero a cambio, por supuesto— y haciendo esperar en el purgatorio al resto.
Uno de esos, una tarde, me dijo que no me iba a recibir nada de papeles porque no se le cantaba y se rio en mi cara. Nunca se me borró la cara de ese hombre gris, con tintes físicos cercanos a los de Luis Bedoya.
A los pocos días hubo noche de fútbol en El Campín —era clásico— y vi al zángano ese, arrastrando sus miserias con otro par de ladinos de su misma especie. Iban a ver al Santa Fe del 94, que era, de alguna manera, un acto de heroísmo: el rojo iba cerca de la cola y Millonarios era una tromba de la mano de Vladimir Popovic.
Traté de hacerme cerca de él, de no perderlo de vista porque ese día podía cocinarse algo grande, de verdad. No estaba mal en mi presentimiento: Alan Valderrama y Freddy León ayudaron a que el funcionario gordo pusiera la misma cara de decepción que la mía cuando me mandó al carajo aquella tarde de larga espera por unas malditas placas que no quiso darme, simplemente por ser él, el dueño de la ventanilla.
Faltaba poco para el final -o eso recuerdo- cuando Freddy León hizo el 3-0 y el gordo estaba ya deseando morir al igual que sus colegas. A la salida me le atravesé y le dije: “¡Tres, gordo hijueputa! ¡TRES!”.
Era mi pequeña venganza, mi grito resentido ante semejante parásito, ante esa rémora de la burocracia estatal. Claro, insultarlo también iba a ser mi condena porque, si me reconocía al otro día que tenía planeado ir por las placas amarillas, seguro que no me las daría.
Hoy, yo no lo tengo claro, imagino que el tipo me reconoció cuando, a los tres días, fui. Me dio las placas en cinco minutos.
Lea más de Nicolás Samper: Las tragedias de Elza
7 Comentarios
Deja un comentario
Definitivamente la tristeza de Nicolás, siempre produce un sabor amargo y dulce, el cual uno siempre quiere volver a soborear. Un abrazo.
Estas descripciones tan precisas y anecdóticas son una de tantas carácteristicas y virtudes que tiene este Señor! Somos legión!! Saludos
Que buena historia , me imaginé la cara de ese gordo hijueputa.