“Donde todas tenemos el recuerdo de otra mujer muerta, es allí donde nos toca este libro”
Liliana fue asesinada cuando estaba a punto de graduarse de arquitectura. Conoció al asesino en Toluca, en el colegio… Cristina Rivera Garza, hermana de la víctima, es autora de un libro en el que, entre otras, desnuda la inoperancia de la justicia en los casos de violencia de género.
Por Lina Alonso*
En un rincón oscuro del corazón, en esa precisa esquina de la ira donde todas tenemos el recuerdo de otra mujer muerta, es allí donde nos toca este libro. Y con mujeres muertas no hablo solamente de las cifras infames de feminicidios diarias en el país y en el continente, hablo también de esas otras muertes que se llaman hermanas golpeadas, amigas abusadas, vecinas desaparecidas, transexuales agredidas, obreras obligadas a parir, denuncias ignoradas, cuerpos humillados con una violencia histórica que una y otra vez se cierne interminablemente bajo la mano de otros interminables hombres y de un sistema que no cesa de respaldarlos.
A esa herida abierta y aún sangrante es a la que nos lleva El invencible verano de Liliana. Liliana es la hermana de la autora. Liliana Rivera Garza, víctima de feminicidio el 16 de julio de 1990.
El invencible verano de Liliana surge, como título, de una cita que Liliana le escribe a una amiga de la universidad que anda en plena tusa. La frase es de Albert Camus y dice: “En lo más profundo del invierno aprendí que al fin había en mí un invencible verano”.
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Podría decirse que esta es una pista para ir entendiendo todo lo que viene hoja tras hoja porque nos queda más que claro, al final de las 302 páginas, que esta es la historia de una mujer que encaró las múltiples formas de machismo ejercidas por Ángel González Ramos, el asesino, el mismo al que ella enfrentó con la luz incansable de su amor por la vida y sus dobleces, al que ella embistió desde la ternura y la libertad por encima del control, el poder y los abusos.
Incluso, cuando hablo de resistencia, es poco y hasta manido para abordar el vértigo y la ferocidad de Liliana, quien su hermana dibuja desde la historia judicial mexicana, sus diarios, las cartas que escribía a todas sus amigas y amigos, las canciones que anotaba, sus poemas, sus contradicciones amorosas y vitales, las fotos y las mil y un palabras que legó a su hermana para que ella hiciera este homenaje, este perfil, esta investigación a la que entramos con un nudo en la garganta, con algo de ardor en la punta de los dedos conforme avanzamos en el libro.
Los primeros capítulos nos aterrizan con la información necesaria sobre el nacimiento de la obra: 30 años después del feminicidio, la autora se sumerge en el caos burocrático de Ciudad de México buscando los expedientes de su hermana.
Quiere saber todo lo que rodeó el hecho porque quiere sanar o, más que sanar, quiere honrar y entender por qué le llevó tanto tiempo procesar en la escritura ese vacío que llevaba por dentro. “A veces es necesario un poco de silencio para que las palabras se junten todas sobre la lengua y, ya reunidas, se atrevan a saltar al mismo tiempo”.
La ausencia de un ser querido que no se expresa o que queda inconclusa en nuestro lenguaje es muestra, a la par, de todo lo que está mal a la hora de referirse y acercarse a un homicidio por violencia de género sin revictimizar y sin focalizar toda la atención en el asesino.
Hablar de feminicidio, violencia doméstica o machismo toma tiempo, reinvención, dinamita de palabra, trabajo y tizón porque duele, enfrenta, atemoriza, rompe todo lo conocido, invita a escarbar en las minas de nuestros vértigos para darle forma, porque solo así se pueden recoger los fragmentos que quedaron desperdigados de nuestro yo y hacerle un jaque personal a la historia para que deje de hablarnos con los mismos términos que nos ha venido hablando, como pasó cuando se le llamaba “crimen pasional” al feminicidio.
En estas primeras entradas, Cristina narra minuciosamente cada uno de los lugares por los que pasó o pudo pasar el caso, nos abruma y hostiga con la precisa descripción del ambiente burocrático de los juzgados y de los despachos judiciales que en una especie de infierno la impulsan a rescatar la humanidad del asesinato que quedó archivado bajo un código mientras el asesino quedaba libre.
Luego, en un meticuloso análisis cronológico y biográfico, leemos los testimonios de las amigas de la universidad, de sus otros amores, de sus gustos y cuestionamientos que van desde la preparatoria hasta la universidad. Liliana fue asesinada cuando estaba a punto de graduarse de arquitectura. Conoció al asesino en Toluca, en el colegio, pero él no asistió a la universidad, solo fue a una para seguirla y hostigarla, para marcarla a golpes, para que esa libertad y ese conocimiento que agrandaban sus sueños no la arrancaran de él.
Después oscilamos entre las palabras de la autora, los fragmentos completos del diario de Liliana y los testimonios de personas que la conocieron y que agregan su versión de ella, su testimonio de los hechos.
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Ahora, puede sonar ligero cuando digo que la autora echa mano de los diarios de Liliana. Al fin y al cabo, si la autora está reconstruyendo su historia sería lógico que los incluyera si son las únicas declaraciones que tiene su hermana, sin embargo hay un detalle que llama mucho la atención: la presencia del diario no es arbitraria, no es solo un párrafo más de evidencia, no es otro material de archivo: es otra voz, la voz de alguien que no pudo hablar ni defenderse, alguien quien tampoco alcanzó a nombrar su desgarramiento, su dolor y que echó mano de esta forma confesional para narrar todo lo que pasaba por su cabeza.
En el libro se utiliza una tipografía diferente para los textos de Liliana y entre ellos su hermana va intercalando su narración, su interpretación de lo escrito creando así una continuidad de todo lo que en ellos no se dice, es decir, lo que Liliana calló porque ante la ley estos silencios son culpa de la víctima, son un “algo habrá hecho, por algo le pasó eso” y el no hablar justifica al asesino y Liliana no hablaba porque trataba de entender sus agresiones, mas no las nombraba; en estos fragmentos Cristina desentraña hasta el orden y la grafía para dar con los mensajes que en ellos cifraba el horror y este diálogo que crea con su muerta es, para mí, otra forma de honrar su memoria o como dice ella: “Los corazones vivos no olvidan a los corazones muertos”, la voz de Liliana es elástica en Cristina, es una prolongación de su vida interior.
El duelo como justicia
El asesinato sistemático de mujeres demoró años para que fuera reconocido ante las cortes como un delito específico y no como el capricho ocasional por el que lo hacían pasar antes: crimen pasional. La palabra feminicidio entró como concepto en los años setenta de mano y voz de activistas norteamericanas como Diana E.H Russell o la poeta Pat Parker, quien escribió del asesinato de su hermana a manos de su esposo en el poema Womenslaughter.
Muchos años después, alrededor de 2014, el concepto de feminicidio se formalizó en México, como lo cuenta Camila Ordorica¹, en el marco de los acontecimientos de Ciudad Juárez cuando se registraron más de 700 asesinatos por razón de género.
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Este concepto y esta fregada demora no es poco si tenemos en cuenta todas las mujeres cuyas muertes quedaron impunes y sus asesinos libres debido a la ausencia y tardanza en la tipificación de este crimen. La autora sabe que hay que nombrar para señalar, para no repetir, para advertir, para modificar las sociedades que ante una realidad asesina tienen que buscar formas de cambiar y por eso contar la muerte de Liliana con palabras que el feminismo ha luchado también es su forma de hacer justicia. La autora tuvo que escarbar en el fondo del lenguaje, de su lenguaje y silencio del duelo, para darles pies y cabeza a los acontecimientos, a esa memoria fragmentada con la que quedan las familias después de un feminicidio, después de un asesinato.
Política y poética
Cuando una poeta como Cristina Rivera Garza escribe prosa, se nota el cuidado y el tacto con el que se organizan las ideas en cada párrafo, el rigor de la puntuación y la intención de acentuar la ira o el recelo en entonar ciertos detalles que pasarían inadvertidos de no ser por las metáforas que aparecen, por ejemplo, cuando el dolor ejerce una presión física en la hermana viva que entra en la habitación de su hermana muerta. “Se asomaba el gemido por entre las cuerdas vocales, volvía a abrir la puerta de su cuarto. La mano sobre la perilla. El polvo que flota, ecuménico, dentro de los rayos de luz. Sus libros”. En
muchas partes vemos esa reverberación violenta o desasosegada de los espacios que construyen la vida de Liliana. En la prosa hay incomodidad, grito y sublevación. El lirismo se concentra en lo cotidiano, aparece en los objetos y en pequeños detalles para reforzar la ausencia, toca las superficies de las cosas desde una multiplicidad de registros mientras crea una estética difícil de etiquetar, las fugas que leemos en esta denuncia también tienen una estética de gran carga política.
Así, el libro, más que una punzante elegía, es una cuidadosa arqueología del dolor, una renuncia al silencio que desemboca en la aceptación del duelo. Y esta renuncia es política: ahí donde el poder ha dicho cómo nombrar y dónde olvidar es que la memoria habla y la escritura libera. Este enfrentamiento pesa y exige al cuerpo que decide entonar una vez más el nombre de sus pérdidas, y para la autora este proceso acaba con la quietud: “Vivir en duelo es esto: nunca estar solo (…) la presencia de los muertos
nos acompaña en los minúsculos intersticios de los días. El duelo es el fin de la soledad”. Las referencias constantes que hace Rivera Garza de los logros del movimiento feminista también encauzan este duelo porque en el entramado del dolor y de la repetición es que se ilumina colectivamente un asunto: el feminismo también ha nombrado los duelos, desde diferentes voces, para no tener que seguir sumando muertas, para que llegue un día donde las pancartas de “Nos queremos vivas” tengan que guardarse.
Como feminista esta historia también la leo como una gran advertencia. Es un libro que me gustaría que llegara a miles y miles de mujeres que día a día callan o no reconocen las agresiones de las que son víctimas porque no han sabido aún nombrarlas, porque hay miedo, porque hay silencio cómplice del Estado –sus leyes y su burocracia–, porque hay una iglesia con la camándula apercollándonos hasta las amígdalas diciendo cuándo una mujer puede decidir sobre su cuerpo y cuándo no, porque hay una historia de abuso que nos pesa y nos cose la boca con el hilo del señalamiento y la humillación, porque mal heredamos una tradición desde el hogar, según la cual la obediencia y la prudencia son más válidas que levantar la voz contra la injusticia. Aun así a esta advertencia algunas lectoras de este tipo de escritos nos unimos y encontramos en una sola llamarada para expandir los testimonios no como una simple recomendación bibliográfica, sino como un llamado reiterativo a la justicia, como un ofrecimiento a otro
universo donde la colectividad abra ventanas y puertas para ir saliendo de tantos yugos.
A las mujeres víctimas de la violencia machista, a Liliana como las más de 500 asesinadas que tuvo Colombia en 2021 y los diez feminicidios que se cometen cada día en México este libro les dice: las mujeres nos salvaremos entre las mujeres que estamos en esta lucha permanente por la dignidad, por una vida fuera de la opresión, nos dice también que entre historias de mujeres labraremos los lenguajes necesarios para acabar tanto encubrimiento y florecer de las grietas solo por la insurrecta determinación
de ser, en medio del invierno del patriarcado, fuego e invencible verano para la historia.
*Escritora, periodista e investigadora. Feminista sureña.
¹ Camila Ordorica. Breve historia conceptual del feminicidio. En: https://cultura.nexos.com.mx/breve-historia-conceptual-del-feminicidio/
6 Comentarios
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Me encantó el ensayo, quiero leer ya mismo ese libro.