El maestro Limbaugh
Raffaele Cutolo y Rush Limbaugh murieron el 17 de febrero de 2021, con pocas horas de diferencia. El primero fue un gran jefe de La Camorra, nombre que se le da a la organización criminal mafiosa de Campania, específicamente, de Nápoles (Italia). El segundo, un famoso locutor y comentarista político estadounidense.
Quizá, jamás se conocieron, pero la fecha de sus decesos puede no ser la única coincidencia entre ellos.
A principios de los años ochenta del siglo pasado, aislado en la cárcel de la que jamás volvió a salir, Cutolo creó la Nueva Camorra Organizada (NCO). Se dice que, en su apogeo, logró tener más de diez mil jóvenes recién reclutados, dispuestos a cometer cualquier delito que se les ordenara sin siquiera pensarlo. Eran los picciotti de Cutolo.
Respaldado por ese ejército de fieles, intentó, por un lado, unificar en torno a él a los clanes dispersos de la camorra y, por otro, enfrentar a la tradicional y poderosa mafia de la Cosa Nostra. En ambos casos, usó la misma estrategia: crear y difundir un relato histórico que cimentara la identidad y la unidad napolitana, a la vez que usaba la violencia armada, sin límites.
Esos clanes fueron remisos a aceptar una jefatura única. Entonces, como dijo Daniel Verdú en el diario español El País, “[l]a NCO desató una tormenta de plomo y sangre en los [años] ochenta para hacerse con el control de la región y de los grandes negocios criminales de Italia”.
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Limbaugh nació en Cape Girardeau, Missouri. En 1969, cuando estaba en su furor la guerra del Vietnam, terminó la escuela secundaria, pero, por distintas razones, resultó exonerado de prestar el servicio militar. Nieto, hijo, sobrino y primo de abogados, se negó a seguir la tradición familiar y abandonó la universidad.
Desde entonces, se dedicó a la radio, con un breve intervalo de casi cinco años, a partir de 1979. En 1984, regresó al oficio, como presentador de programas de debate en una emisora de Sacramento, California.
Mientras estaba allí, el gobierno de los Estados Unidos suspendió la obligación que tenían hasta entonces todos los medios de comunicación de presentar de manera equilibrada diversos puntos de vista, cuando divulgaban noticias importantes o de alto impacto en la vida local, regional o nacional.
Limbaugh y otras personas como él quedaron exentas de la obligación periodística de no difundir información falsa, probar sus afirmaciones y contrastar y verificar la información que recibían.
Liberado —como decían él y Daniel Henninger—, dedicó su programa a presentar las teorías de conspiración más disparatadas, a dar explicaciones anticientíficas sobre distintos hechos y, sobre todo, a señalar a los dirigentes del Partido Demócrata de Estados Unidos y a denigrar de ellos. Todo eso, sin la más mínima prueba. Eso sí, su audiencia aumentaba cada día.
Debido a su éxito, la cadena ABC Radio lo contrató en 1988 y él se trasladó a Nueva York.
Su programa se emitió durante casi 33 años seguidos, tres horas diarias, de lunes a viernes, en más de 600 emisoras en todo Estados Unidos y tuvo una audiencia de, más o menos, 20 millones de personas. Como dijo la periodista Eva Saiz, en 2015, “[u]n comentario suyo puede dar al traste con las aspiraciones políticas de cualquier candidato”.
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Según la revista conservadora National Review, “[p]ara millones de personas decentes, Rush Limbaugh fue su salvavidas político. Él fue lo único que las mantuvo cuerdas durante los años de Clinton”. Y fue, de hecho, el jefe de la oposición a dicho presidente.
A partir de entonces, este locutor empezó a construir, más que una audiencia fiel, un ejército de oyentes: ciegos seguidores de sus ideas, opiniones y sugerencias, que se autodenominaron Dittoheads, los que piensan lo que su líder piense.
Igual que Cutolo, Limbaugh diseñó una narrativa que dotó de identidad a un amplio grupo de personas. Las unió alrededor de ella y les permitió sentir que pertenecían a un grupo a cuyo vocero –el mismo Limbaugh– las más altas esferas del poder le escuchaban y temían.
Como el mafioso, el locutor encubría sus ansias de riqueza, poder y reconocimiento personal diciendo que luchaba por la libertad, contra el dominio y el poder de medios como Time, Newsweek, CNN, New York Times y Washington Post, a los que acusó de socialistas.
Lo mismo que los picciotti de Don Raffaele, los dittoheads del popular locutor se abstienen de pensar o de crear sus propias opiniones. Los primeros participaron en una guerra que duró dos años y dejó 860 personas asesinadas; los segundos repitieron y aumentaron la difusión de las ideas de su líder, durante más de 30 años y, sobre esa base, destruyeron honras, carreras políticas y asaltaron el Capitolio Nacional de Estados Unidos, el 6 de enero de 2021.
Cutolo sirvió de bisagra entre el mundo criminal y el mundo político. Limbaugh fue el gozne entre la facción extrema de un partido político y los medios de comunicación a los que derrotó y que se vieron obligados a imitarlo para sobrevivir. Era este quien, de primeras, inventaba el infundio o se arriesgaba a insultar a un jefe de Estado o a una estudiante universitaria; los demás, citándolo o sin hacerlo, replicaban la falsedad o el agravio.
Ese periodismo se imita hoy en muchos lugares del mundo. Colombia es uno de ellos. Pero aquí, además de imitarlo, se mejora lo imitado.
Como hacía el propio Limbaugh, ese ejercicio periodístico a la colombiana está creando una narrativa según la cual el gobierno actual tiene los mismos defectos que todos los anteriores, pero no posee sus virtudes.
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Según ese relato, el país se divide en dos partes que se odian y excluyen mutuamente: de una parte está el petrismo (así llaman, no a quienes están de acuerdo o siguen al actual Gobierno, sino a quienes no lo condenan pública y privadamente); de otra, la gente de bien, la gente colombiana que ni conoce ni reclama sus derechos y es contraria a todas las medidas del mandatario actual.
Esta narrativa, fácil y sin pruebas, va ganando adeptos. ¿Quién no quiere sentirse parte de la gente bien? ¿Quién no quiere parecerse a las buenas y exitosas personas que odian al Gobierno?
Nuestro periodismo limbaughista copia al locutor en cuanto crear y difundir una narrativa que provoque sentimientos de identidad con ella y la necesidad de pertenecer al grupo que la asume. Pero, también, fabrica y promueve escándalos que involucran a miembros del Gobierno y/o a sus familias para ocultar los delitos cometidos por el sector político de sus simpatías.
Ese periodismo, además de mentir e insultar a sus adversarios políticos, mientras asume el liderazgo de la oposición, tiene y mantiene lazos familiares directos y con delincuentes y jefes de grupos criminales.
Como ejemplos de esas relaciones peligrosas pueden recordarse dos casos realmente paradigmáticos. Uno es el de la persona que dirige una famosa revista adversaria (o enemiga) del actual Gobierno: la Corte Suprema de Justicia condenó a su suegro por diversos delitos de corrupción y, al momento de su muerte, se le estaba investigando por sus relaciones con grupos de narcotraficantes y paramilitares.
El otro ejemplo es el de la periodista radial, también contraria al Gobierno de Petro, que es pareja de un influyente empresario a cuya familia se le está investigando por su presunta participación en un entramado de tráfico de influencias del que hacen parte fiscales, exfiscales, profesores de una cierta universidad y la periodista de marras.
En ambos casos, las personas que ejercen como periodistas inventan y difunden noticias falsas en contra del Gobierno y ocultan cuidadosamente las noticias que involucran a sus familiares y a sus amigos delincuentes. Ellas y los medios para los que trabajan han cultivado sus propios picciottis y dittoheads. Ellos se encargan de reproducir millones de veces lo que ellas han publicado.
Las periodistas de los ejemplos parecen una mezcla no explosiva de Raffaele Cutolo y Rush Limbaugh. Parece que ellos han sido sus maestros.
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4 Comentarios
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Cómo siempre tu columna es entretenida y pertinente. Entre Vickuchys en América; Darcy; Juan Roberto; Néstor Morales y todo ese 🎪, Coincido con tu tesis, las falacias de éstos superan de lejos a los Picciotis y a los dittoheads.
Los relatos del mafioso italiano y del “periodista” gringo, en efecto resultan comparables. Me gusta como en forma precisa y breve se va detallando cada caso y se va entrecruzado el uno con el otro para mostrar la analogía. El desenlace es aún más interesante cuando la situación aterriza en nuestro contexto y queda al descubierto la simbiosis en que consiste la mafiocracia mediática empeñada en destruir la posibilidad de la transición hacia la Vida, la Paz y la democracia.