El manto
Vino una araña diminuta. Vuelve la misma sorpresa: que todo sea muchos y sea uno. Las llamo arañas de escritorio porque son miniatura, muy distintas a las que andan por el suelo y las paredes de la casa y se meten entre las cosas, entre la loza, bajo la almohada, y son menos pequeñas que las arañas de escritorio, digamos del tamaño de una nuez, y mucho más pequeñas a su vez que las grandes y temibles que hacen sus nidos entre la leña.
No sé qué es la realidad, pero a veces me sorprende suponer que todo viene del mismo tejido, que cada araña o cada leño brota en el espacio y en el tiempo, como un atado de posibilidades que se realizan: ver, oír y sentir, o arder, y que somos esas posibilidades mientras tengamos esta forma particular, hasta que al final esos poderes sean reabsorbidos de nuevo y asumidos por alguien más. Por un pájaro, por un árbol, por un niño recién despierto. Nuestro tacto, nuestro corazón, nuestro oído habrán sido devueltos.
¿Quién es la lluvia? ¿Quién es el viento? Y la vieja pregunta: ¿qué pasará con su sonido cuando ya no esté tu oído? Los sonidos son esos círculos invisibles que mueven el aire, como una piedrecita arrojada mueve el agua en la laguna. Cuando ya no esté tu oído, la posibilidad de oír seguirá tan intacta como la posibilidad del sonido.
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¿Qué pasará cuando mis confusos pensamientos se oscurezcan del todo? Los más vivos pensamientos seguirán desbordando las cabezas distraídas y asombradas, y la posibilidad de pensar seguirá intacta, aunque la mía propia será devuelta, y cada pensamiento propio, devuelto, igual que las hojas al suelo de la selva.
Será así hasta que quizá el pensamiento acabe y todas las estrellas se apaguen, y solo queden soles pulidos como grandes piedras muertas.
La identidad última de todo lo que existe, la unidad que subyace a lo múltiple, o al menos el lazo entre las cosas que aparecen como distintas, es algo que ha sido pensado con ardor en imágenes muy bellas en los Upanishads, o en los aforismos duros y hermosos de Patanjali. Ha sido conceptualizado también por las filosofías más racionalistas, de maneras muy distintas, como la de Kant, la de Spinoza.
Leibniz entendió todo de manera dramática y profunda al decir que somos mentes cerradas, incomunicadas en su singularidad absoluta. No solo tú y yo, sino cada mariposa del potrero, la araña en la taza vacía, las truchas del estanque, cada liquen que crece en la cañada. Leibniz las llamó, nos llamó, “mónadas”. Y dijo: las mónadas no tienen puertas ni ventanas, están separadas; un pensamiento que genera angustia y soledad, como la que sentimos a ratos.
Lo bueno es que también habló de algo que él llamó “armonía preestablecida”. Lo hubiera podido llamar realidad, Dios, lenguaje, vida: nos habría señalado y ocultado cosas distintas. Cada palabra revela y engaña un poco. En todo caso, independientemente de Leibniz, hay un medio, o un tejido, o un conjunto de relaciones y de potencialidades que permite que las cosas separadas puedan estar juntas.
Todo el tiempo estamos en algo que sentimos como uno, aun siendo separados y distintos. No tenemos nombre para eso, pero podemos sentirlo, y estar en ello cada día, porque ese lazo anterior existe, ese suelo insondable, ese tejido de posibilidades del que surgimos y al que volveremos, como niños recién nacidos. Ese manto o esa madre no es noche ni es día, no es silencio ni sonido.
Cerca de aquí hay una casa abandonada. No tiene puertas, ni ventanas, ni techo. Apenas si tiene muros. Pero claramente retiene en ella la forma de una casa. De manera esencial, definitiva, para mí es una casa, porque un manto de ortigas cubre el suelo, y bajo las ortigas verdes, las tablas húmedas se deshacen, se transforman en tierra, sin derrumbarse.
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3 Comentarios
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Gracias por tu ensayo. Por tu lenguaje vuelvo a la filosofía y a la literatura que, si lo vemos de un modo, son dos tejidos igualmente que representan el manto. Gracias también por saber mostrar las filosofías orientales. Saludos.