El Montenegro que llevamos dentro
“En el país de las emociones tristes, el odio, la venganza, el resentimiento, la envidia y el miedo hacen parte del paisaje. Han tomado cuerpo en la consigna guerrerista ‘plomo es lo que hay’”.
Alejandro Montenegro pasó del anonimato al desprestigio en cuestión de segundos. Como un bravucón de barrio, saltó de las gradas a la cancha del estadio de Ibagué para agredir a un jugador —ahora de Millonarios— que, en un momento definitivo para el Deportes Tolima, una final contra Atlético Nacional, falló un penalti. En el fútbol, un día se tiene la camiseta de héroe; otro, la de villano.
Cuando saltó a la cancha, como un toro de lidia dispuesto a embestir, este joven comerciante de baldosas de Ibagué, antes del pitazo inicial, quería ser juez, a nombre de la hinchada, tras sentirse agredido por el jugador Daniel Cataño. Parte de la tribuna lo vio como su héroe y lo aplaudió como se ovacionaba en el circo romano al gladiador que vencía a las fieras.
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En unos meses, el caso de Montenegro será apenas una anécdota. Entonces habremos pasado la página y se nos habrá olvidado, una vez más, que en un país de fanáticos —que no de hinchas— a Andrés Escobar lo mató la intolerancia. Y a lo mejor seremos conscientes de “que el fútbol es un juego; si alguien se cree que no lo es, se vuelve un gran engaño”, como lo escribió Martín Caparrós en 2018, cuando el trágico episodio de violencia entre hinchas de Boca y River.
Pero terminada la sesión de deportes, antes de pasar a las notas de farándula, en el segmento de comerciales hay que abrir un espacio para recordar que estamos en “el país de las emociones tristes”, esa radiografía aguda que hace Mauricio García Villegas de una sociedad que una semana sí y la otra también refrenda en las calles que llevar una camiseta de un equipo de fútbol es tan peligroso como leer Los Versos satánicos en una mezquita.
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“El problema de la venganza es el círculo de la violencia: cada sujeto, atormentado por la maldad del otro, castiga para aniquilarlo y, de esta manera, encadena su violencia a la del otro, y así sucesivamente”, escribe García Villegas, quien nos pone de presente que habitamos un país donde se entrecruzan las emociones tristes descritas por Baruch Spinoza, “el odio, la venganza, el resentimiento, la envidia, el miedo” y “las emociones amables o plácidas, como la benevolencia, la civilidad, la compasión, el respeto y la simpatía”.
En el país de las emociones tristes, el odio, la venganza, el resentimiento, la envidia y el miedo hacen parte del paisaje. Han tomado cuerpo en la consigna guerrerista “plomo es lo que hay”. En el machete que blande el taxista que rinde culto a Hugo Ospina. En la marcha violenta que destruye una estación de Transmilenio o arremete contra la réplica de la paloma de la paz del maestro Botero en Medellín.
En la justicia por mano propia contra el ladrón de celulares. En los memes hirientes, burdos y no inteligentes que generan likes en las redes sociales. En el odio hacia el reportero de salario mínimo que sale a cubrir una marcha. En el ciclista que reclama sus derechos, que los tiene, pero viola los del peatón en la ciclorruta. O en el coro que desde una esquina grita “paraco” y, desde la otra, “guerrillero”.
Mientras, “las emociones amables o plácidas, como la benevolencia, la civilidad, la compasión, el respeto y la simpatía”, no pasan de ser tema de gente ilusa que cree vivir en un país donde los ministros llegan a sus despachos en metro o en bicicleta. Y no se han dado cuenta de que su país, nuestro país, es aquel donde aún no se ha podido poner de acuerdo sobre si el metro de Bogotá debe ser elevado –como el ego de los políticos— o subterráneo. De una u otra manera, todos llevamos un Montenegro por dentro.
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Es un retrato de nuestra realidad en este país de las incoherencias.