El oráculo

En los manuscritos del mar muerto aparece un oráculo de dos piedras, Urim y Thummim. No tengo idea qué significan esos nombres rebuscados que parecen sacados de un cuento de Borges. Lo que sé es que el oráculo solo podía responder a preguntas que tuvieran como respuesta “no” o “sí”, y lo hacía a través de un médium que elegía a ciegas una de las piedras, o, de manera milagrosa y sin intermediarios, la respuesta era el brillo sobrenatural de la piedra del sí, de la piedra del no, que además avanzaba hacia el que hacía la pregunta.

Lo más parecido a un oráculo en nuestros días, el chat AI, resultó decepcionante cuando mostró no solo no tener ningún don adivinatorio, sino ser una mente confusa, llena de información que a veces combina de manera errada, siempre con rigidez y sin gracia.

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Lo bueno de un oráculo, me parece, es que está abierto a las preguntas de los demás y no a las propias. Es como un poema de Denise Levertov que se llama El regalo. “Justo cuando no eres para ti más / que una red endeble / de preguntas, recibes / las preguntas de otros para sostener / en tus manos”.

De alguna manera, si no olvidamos el regalo de la generosidad, podríamos servir como oráculos a los amigos, abrirnos a sus preguntas y olvidar por un rato las propias. Es verdad que un oráculo es muy distinto a las virtudes benéficas de la amistad, aunque igual de raro.

El oráculo es la respuesta de un dios. Y un dios no tiene preguntas. Puede responder de manera oblicua o certera a una pregunta que se le haga, o puede ofrecerse a sí mismo como respuesta. Como el trueno o la lluvia, como Cristo.

Quizá a un oráculo le iría mal en nuestro tiempo, porque me parece, pero es seguro que me equivoco, que la gente ya no tiene preguntas. Solo es pasearse un rato por Twitter.

Además de la autopromoción, que es lo más parecido que encontraron para ofrecerse a los demás como respuesta, vi sobre todo afirmaciones e imperativos: opiniones, regaños, delirios de la primera persona hablándoles a multitudes imaginarias; sentencias últimas, ocurrencias casuales muy pensadas, intentos de chistes, intentos desesperados, por decir algo provocador, ingenioso, por decir cualquier cosa; muchísimas órdenes, consignas, enseñanzas, recomendaciones, adhesiones bobas o virulentas a algún credo o maravilla identitaria; réplicas cicateras, anécdotas, narraciones planas… pero no vi, en el rato que estuve, una sola pregunta.

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Visitar el Twitter fue como acudir a un oráculo chiflado que ofrece millones de respuestas, aunque no haya nadie que le haya hecho una pregunta.

“Las cosas se queman cuando dejamos de mirarlas”, escribió William Blake. Que arda ese oráculo perturbado, hiperactivo y al mismo tiempo zurumbático, con la cabeza llena de zumbidos, tan sobrepoblado y a la vez tan solitario: el oráculo que en realidad es instrumento de los políticos y sobre el que manda el mismo multimillonario que es dueño del chat AI.

Mientras arde, el I Ching puede seguir usándose como oráculo. Tiene una gran belleza oracular, aunque muy extraña y un tanto anticuada. Es un método más o menos sencillo, con monedas y hexagramas, que seguramente conocen. Es sobre todo una fuente de imágenes.

Con todo esto, nada sería tan bello como encontrar un día un oráculo de piedras. Incluso piedras sin nombre. Solo piedras, que siempre digan sí, como cuando caminamos por el río o por el páramo y una piedra brilla por el agua.

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