El uribismo no existe
El uribismo no es una idea política. Es una consecuencia inevitable de una forma de actuar, porque de pensamiento, poco.
Tendría yo 21 años cuando leí, en El Tiempo o en El Espectador –los dos diarios llegaban a mi casa— que el Ejército de Colombia para “defender la democracia” había masacrado a cientos de seres humanos y que un chafarote dijo que la estaba “defendiendo”. Emanó, desde los “sótanos del infierno”, un vaho fétido de confusión y mentira que trajo a la superficie el germen primario de una pregunta que llegó a mis entendederas en aquel momento: ¿para qué es el Ejército en Colombia?
Mi papá, Arturo Navas Venegas, fue el cronista para el diario El Tiempo de la violencia partidista. Dicho en coloquial, cubrió eso que en aquella época llamaban “La Violencia” (como si hubiera sido la única) y, gracias a esa proximidad con él, tengo referencias de como ha sido este país desde mucho antes de mi llegada al planeta.
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Mi papá narraba eventos en los que él estuvo presente, como el bombardeo a Marquetalia bajo las órdenes del coronel Matallana. También estuvo en el tiroteo que concluyó con la vida de Efraín González, un episodio digno de Bruce Willis en Duro de Matar, pero aquí, en el sur de Bogotá.
Crecí oyendo a mis mayores hablando de asuntos tan incomprensibles como eso que llamaban “el corte de franela”, una modalidad de asesinato que consistía en cortarle el cuello a un ser humano con la línea de de una camiseta Santana (¿saben a qué me refiero?). Esa imagen de la bajeza humana logró ser un referente de la estética de lo atroz.
Para aquel momento, finales de los 50 y comienzos de los 60, el país no era muy distinto al que conocemos hoy: era desigual, clasista, racista, injusto, pobre, mal educado, famélico y gobernado por los abuelos y bisabuelos de gran parte de los abusadores que hoy siguen encaramados en la cúpula del poder: Valencia, López, Santos, Lleras, Gómez, Rojas, Cabal…
Debo resaltar que la milicia era distinta. Aunque hincada al poder económico, como la de ahora, exponía hombres cultivados y de alto vuelo intelectual: Álvaro Valencia Tovar, Fernando Landazábal Reyes, Jaime Parra Ramírez son nombres inscritos en la historia castrense que, aunque controvertibles algunos, se refieren a caballeros y profesionales de las armas. ¡De esos que ya no se ven! A distancia antípoda de aquel gran amigo del sicario Popeye, el tal Zapateiro, por ejemplo.
Pero el tiempo fue labrando el paisaje y actores como el M-19 trajeron la subversión a la ciudad y eso produjo una nueva sensación en el conflicto de clases que define la dinámica de la sociedad colombiana. Ahora, la opinión sobre el conflicto interno se remitía a la gente de Bogotá.
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El robo de la espada de Bolívar, el asesinato aleve e imperdonable de José Raquel Mercado, según parece, un esquirol del movimiento sindical al que el M secuestró, juzgó y condenó a muerte, según ellos, como resultado de un juicio popular. ¡Asesinato se llama eso!
Entonces, la población civil de las urbes comenzó a pensarse en el conflicto y el miedo al comunismo se apoderó del mismo sector de la población que hoy, en un despliegue macabro de ignorancia, cree que comunista es lo mismo que leproso. Y, como le pasa a la tal Cabal, comenzaron a calificar con el flamante rótulo a todo aquel que considere que el Estado debe proveer de bienestar a todos los ciudadanos, no solamente a los adyacentes al poder.
Y llegó Turbay, un tipo repugnante en todo sentido, su figura, su forma de hablar, su conducta (anuló su matrimonio con Nidya Quintero a escondidas del país, con la complicidad de la Santa Sede, y vivió los cuatro años de gobierno en concubinato) y fue con él, no con Uribe, que el anillo máximo de poder del estado se corrompió, no solamente en lo económico, sino en lo militar. Las torturas, las desapariciones, los asesinatos de Estado y la supremacía de los sables dejó de ser un hecho subrepticio y se posó en la mente de un gran sector de la población como una acción legítima. Es decir, se volvió legítimo que el Estado asesinara. Y llegamos.
Desde esa plataforma se redireccionó al país hacia una guerra soterrada que extendió sus ondas, no solamente hacia la subversión militar, sino que decidió socavar el pensamiento de la oposición y, bajo el tristemente célebre Estatuto de Seguridad se fundó la barbarie que después se rebautizó como Seguridad Democrática. Escalofriantes testimonios hay del proceder de los militares serviles a Turbay, abuelo del “niño tía”, a quien sin duda le heredó su escasez mental y su riqueza mal habida.
Germina, entonces, el narcotráfico, en un suelo preparado para el fin. La base de la corrupción ya estaba, la coca solamente les dio el material, pero el pensamiento degenerado ya estaba. Y si no fuera así, ¿por qué no pasó lo mismo en Perú, Bolivia y Ecuador? Colombia ya se venía degenerando.
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En las cunas de la nueva forma de riqueza y corrupción se comenzaron a dar silvestres personajes como Álvaro Uribe Vélez, cuyo padre era carnal con Pablo Escobar, José Obdulio Gaviria, Fernando Londoño, Fabio Ochoa y su prole de criminales, es decir, una camada de pensadores del enriquecimiento ‘fast’, del poder del dólar y del plomo y de la ambición electoral para acceder a las manijas del presupuesto y de las armas.
Digámoslo de una vez por todas: Uribe no es más que el producto del pensamiento mayoritario colombiano. A Uribe se habría llegado de todas maneras. Si a Escobar no lo matan, seguramente ese sería el apellido de la hegemonía de la Seguridad Democrática. Pero habría podido ser cualquier apellido.
El uribismo no es una idea política. Es una consecuencia inevitable de una forma de actuar, porque de pensamiento, poco.
Uribe se asienta en la historia gracias a que a la mayoría de los colombianos les parece bien que el Ejército mate guerrilleros y cree, con vehemencia como la tal Cabal y su espeluznante marido, que es lo mismo un asesinato cometido por un subversivo que la masacre perpetrada por agentes del Estado. Es tal el deterioro de la cultura democrática en Colombia que estudiantes de alto nivel en derecho han afirmado ante estos ojos que se han de comer los gusanos que es lo mismo un delito cometido por un guerrillero que el cometido por un policía o un miembro de las fuerzas militares. ¡Sin palabras!
Por eso, la atrocidad cometida por el Ejército de Colombia en Tierralta, Córdoba, no debería ser abocada como un hecho accidental o aislado. ¡No señores! Ese es el Ejército de Colombia. Así se ha venido conformando por cientos de años y la histeria del fiscal Barbosa, el ignorante ese que vapulea a Colombia desde la Fiscalía, es un mal sainete que, seguramente, busca quedarse con la investigación para proteger a los sicarios criminales que abusaron de esa comunidad.
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En mi mundo ideal, los titulares de los periódicos deberían ser monumentales y contundentes ante un hecho tan canalla. Ni la muerte de Fernando Botero debería tener un despliegue superior (como está pasando) ante un hecho de semejante gravedad.
Esa es la única y poderosa razón por la que voté por Gustavo Petro; en todo lo demás no me sorprende lo que está pasando. Mi voto se consignó con una única esperanza y eso me está reconfortando. Había que poner en evidencia a los asesinos que portan las armas del Estado, que son muchos, como ciertamente se está revelando.
El Ejército de Colombia no es un cuerpo respetable y hay que decirlo como es; esto no debe tener eufemismos o posiciones políticamente correctas.
Lo que pasó en Tierralta, Córdoba, debería ser el gran tema nacional, porque, como lo dijo el hijo del nefasto Laureano Gómez, si no nos ponemos de acuerdo en que la vida se respeta, no tenemos la más mínima esperanza de futuro.
Porque aquí la cosa es que el Estado, encarnado en sus fuerzas armadas, es el principal enemigo de la ciudadanía. Como cuando la sal se corrompe, ¡y está corrompida hasta el fondo!
Afterparty: El matoneo escolar que ocupa a los pensadores del país no comenzó con el colegio Helvetia —que debe responder por lo que le atañe—. El matoneo es una forma de sentir y de actuar que se abreva en el hogar. ¡Que no se nos pase ese dato!
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2 Comentarios
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Es consecuencia de…
Muy excelente lo expresa.