Dejarse engañar por la propia elocuencia

La elocuencia no es eficacia al hablar. No es ganarse las mentes adormecidas a punta de frases horribles. La elocuencia protege el lenguaje de ser un instrumento ordinario del ego, un instrumento de la necedad o de la vanidad.

Nada es peor que dejarse engañar por la propia elocuencia. Pasa todo el tiempo. No solo a la gente que escribe, sino a la que habla. Es decir, a casi todo el mundo. Solo se salvan los taciturnos. El silencio nunca engaña. 

La elocuencia es un don peligroso. Pero es un don. Cuando es sobria y tranquila, cuando siembra sin trucos la emoción en medio de la vida. Es un don cuando permite ver lo que no podemos ver sin su ayuda. Pero la falsa elocuencia es peor que el peor de los regalos, un regalo envenenado: no es un regalo. Es un velo espeso sobre el mundo, la peor de las comidas, arena que nos lanzamos mutuamente a los ojos. Puede ser útil cuando uno se gana la vida con las palabras: por eso llena los periódicos, el radio; amenaza con derribar por su peso las estanterías de las librerías. Es el fundamento de la política.

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Puede estar completamente pasado de moda intentar distinguir lo malo de lo bueno. Ese tipo de distinciones, además de ser antipáticas, son trampas abiertas. ¿Desde dónde las hacemos? Pero quizá en el caso de la elocuencia, del poder tremendo del lenguaje, sea buena idea distinguir la buena de la mala, la falsa elocuencia de la verdadera. No solo para no dejarnos engañar por los demás, porque allá ellos, los que engañan, si es que se dan cuenta, sino sobre todo para no dejar que nos engañe nuestra propia elocuencia.

La base de la distinción puede no estar en el efecto que causa. Porque la elocuencia falsa puede ser irresistible, mientras que la verdadera puede pasar por completo desapercibida. 

Pero a veces sí sentimos cuando alguien nos engaña con las palabras. Cerramos el libro y lo arrojamos lejos. Soportamos dos minutos la conversación o el discurso. Y cuando hemos abusado de la falsa belleza de nuestras propias palabras, ya no queremos pasar mucho tiempo a solas con nosotros mismos. Y en cambio, cuando la elocuencia es verdadera, el calor y la vida de las palabras nos atrae. Trae calma. Las palabras se vuelven entonces lugares para descansar, para amar; las palabras se vuelven mejores que el silencio. Las palabras mejores que el silencio son la base de la poesía. 

Siempre somos más o menos capaces de la falsa elocuencia, que tiene que ver con la necesidad de dominar y controlar, con los trucos que hacemos para intentar llamar la atención, o para ganar poder, o algún premio. Es un instrumento. En cambio, la verdadera elocuencia no viene de nosotros, es un regalo, algo que a veces pedimos, al dios de turno, a la emoción del día. Le pedimos al mundo sus palabras para poder decir lo que vemos y sentimos, porque es tan bello, tan sobrecogedor, tan grande o delicado, que es difícil de decir, y desaparecería por completo bajo un cerro de palabras ampulosas y vacías. 

A veces entonces pedimos elocuencia. A veces simplemente ella llega sin que nos demos cuenta, del silencio de un bosque, de la belleza asombrosa de un árbol, del buen tiempo de un día. Llega como algo que está sobre la mesa: un pedazo de pan, un lápiz mordido por un niño. La elocuencia viene del respeto y la admiración ante las cosas del mundo, y quizá del esfuerzo que hacemos por sostener en nosotros la belleza, por reconocerla en lo que nos rodea. 

La elocuencia no es eficacia al hablar. ¿De dónde habrá salido esa idea? No es ganarse las mentes adormecidas a punta de frases horribles. La elocuencia protege el lenguaje de ser un instrumento ordinario del ego, un instrumento de la necedad o de la vanidad; y con ella, si es verdadera, sí podemos ganarnos la vida, en este sentido: más vida vendrá cada día por las palabras verdaderas y vivas que recibimos.

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