En el aire no perteneces a nadie
Cuando siempre sabemos y sabemos todo, y llevamos la vida por buen camino, y no estamos confundidos, y no sentimos abierto un gran interrogante, y además de todo predicamos, y somos coherentes, consecuentes, y todo es coherencia, y empieza a emanar la autoridad de nosotros, cuando todo eso pasa, el peligro que viene es el más grande, porque pronto ya no nos daremos cuenta de que somos falsos, de que no estamos abiertos, de que no nos pasa nada.
¿Quién va en cambio a predicar que no sabe, que sabe poco, que cualquier momento de fortaleza y de claridad le ha sido arrebatado, que no puede dar buen ejemplo, que se arrepiente de todas las certezas que ha acumulado y quiere deshacerse de ellas como de un saco de arena mojada? ¿Quién hace eso? ¡Un lunático! Pero quizá ese lunático atesora momentos de otro tipo de claridad.
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“Las únicas personas para mí son los locos, locos por vivir, locos por hablar, locos por salvarse, los que quieren al mismo tiempo todo, los que nunca bostezan o dicen cosas ordinarias, sino que arden, arden, arden, como magníficas velas amarillas romanas, explotando como arañas entre las estrellas, y en el centro se ve el color azul claro, y todo el mundo dice ahh…”.
Son palabras de Jack Kerouac.
No se trata de una claridad conceptual o moral, es más bien una claridad del corazón, como ese azul en el centro de la llama de una vela, que también puede llamarse gracia, y no resulta de ningún tipo de disciplina o mérito. Esa claridad ve intensamente. Un pájaro puede conmoverla, se cuelga de la luz que abandona la tarde. Las palabras entonces no sirven de nada, solo las palabras mudas de las cosas, la luz gris del amanecer que arde en la lámpara del cuarto, la montaña negra que aparece, brumosa, sin significado, las ramas florecidas de un cámbulo.
Podemos entonces darnos cuenta de que nos hemos sentado durante horas que forman días que forman años para intentar aquietar la mente, y que solo una madrugada, cuando el tiempo lo decide, cuando la luz lo decide, la mente es por fin libre, durante unos instantes.
Podemos contradecirnos, balbucear, desmentirnos, equivocarnos, desprendernos de lo que nos ha costado años aprender, por ejemplo, que debemos morir, que la mente debe ser ecuánime, y todo se va volando porque el cielo es tan hermoso y existir tan asombroso. Cada día más, a medida que crece el asombro, mengua el conocimiento hasta desaparecer con la luz de la tarde. Mientras se echa a volar, esa desaparición nos mantiene vivos.
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Supongamos que en la tierra estás atrapado por una situación estrecha, una especie de prisión de la que no puedes escapar y que tú mismo has proyectado. Un sentimiento triste, de apocamiento. Supongamos que entonces tomas un avión, aunque sea un trayecto corto, sobre todo si es un trayecto corto, y sabes que el cielo será una aparición momentánea.
Al volar, en ese gran silencio que es el cielo, mientras todos los demás pasajeros duermen y las azafatas susurran en voz baja, eres de nuevo leve. No quieres leer, no quieres escribir, no quieres llamar a nadie. Las palabras no son tuyas. Solo quieres ver por la ventana. El cielo arde con un azul claro entre las nubes blancas. Lo único que puedes decir es ahh… En el aire no perteneces a nadie.
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