“Cuando oímos que alguien, generalmente pobre, ha sido asesinado, tendemos a decir, en silencio, ‘quién sabe en qué andaría metido’”

Acaba de publicarse un compendio con los 24 mejores ensayos del escritor colombiano William Ospina. Diario Criterio reproduce uno de ellos, muy pertinente para el momento actual.

Colombia y el futuro

Dicen que cierta vez, ante una discusión encarnizada sobre el porvenir, Oscar Wilde recomendó a los polemistas abandonar el tema diciéndoles: “No hay que preocuparse tanto por el futuro. El futuro no ha hecho nada por nosotros”. La verdad es que, si bien el futuro nunca ha hecho nada a nuestro favor, sí ha hecho mucho en contra nuestra, ya que a menudo sacrificamos todo nuestro presente en aras del espléndido futuro que viviremos nosotros, nuestros hijos o nuestros remotos descendientes.

La invención del futuro sirvió muchas veces para tener una región del tiempo donde proyectar todo lo que dejamos de hacer en la vida y fue instrumento de toda postergación y aun de toda negligencia. La tradición inventó una asombrosa separación entre los medios y los fines, que llevó incluso a muchos seres humanos a pensar que era posible llegar a la abundancia por el camino de la privación, a la fraternidad universal por el camino de una violencia implacable, a la extinción del Estado por el camino de un infinito fortalecimiento del Estado.

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En su crítica del cristianismo, el místico sueco Emanuel Swedenborg sostuvo que en el cielo obtendremos lo que hayamos hecho en la tierra, y que aquel que opte por el camino de la renuncia y de la privación recibirá por toda la eternidad privación y renuncia. Ello al menos puede contribuir a que abandonemos la arraigada convicción de que el sufrimiento es una corona de gloria, de que inevitablemente los últimos serán los primeros y de que nuestra infelicidad presente augura grandes torrentes de felicidad en el porvenir. En ese orden de reflexión, Jorge Luis Borges escribió en sus Fragmentos de un evangelio apócrifo: “No basta ser el último para ser alguna vez el primero”.

Creo que, en esta búsqueda de una transformación efectiva de la realidad colombiana, lo primero que tenemos que abandonar es la idea de que estamos trabajando para el futuro. A menudo oigo decir en las reuniones que analizan nuestro drama histórico que ya no podemos tener esperanzas en los hombres del presente, que hay que pensar en los hombres del futuro, los únicos que acaso tengan alguna redención, que por ello la única forma de cambiar a nuestra sociedad es pensar en los niños y que el único instrumento eficaz de esa transformación es la pedagogía.

Tal vez en una o dos generaciones —dicen— habremos formado un hombre nuevo y el mundo empezará a ser distinto. Cuando escucho esas afirmaciones siempre me pregunto quién va a formar a esas generaciones afortunadas que se van a salvar del caos de la historia y que van a recibir, por arte de una ingeniosa pedagogía, un mundo feliz. 

Y comprendo que hay una contradicción profunda en el hecho de afirmar que los seres de hoy no somos hábiles para transformar un presente al que conocemos y padecemos, y que en cambio sí seremos capaces de transformar el futuro, del que nada nos ha sido revelado. La verdad es que el que quiera cambiar el mundo debe cambiar el presente, y puede estar seguro de que, haciéndolo, cambiará el futuro. Pero para ello es necesario saber qué es lo que hay que cambiar en el presente y ello ofrece muchas dificultades para todos. 

Principalmente porque la mayor parte de los males que padecemos son fruto de cosas que amamos mucho y de las que no estamos dispuestos a privarnos. Cuando señalamos los males del mundo y de la época, siempre nos situamos en el puesto privilegiado del juez que analiza fríamente, que discurre con objetividad y que dicta sentencia. La culpa, ya se sabe, es siempre de los otros, y como decía Estanislao Zuleta, solemos pensar que nuestros errores son casuales distracciones mientras que los errores del vecino sí son estructurales manifestaciones de su ser esencial. Yo me equivoqué, él es así. Y eso cuando estamos dispuestos a aceptar que nos equivocamos, lo cual no es tan frecuente.

En uno de esos censos cotidianos que solemos hacer los colombianos de las numerosas miserias nacionales, valdría la pena preguntarnos qué participación tenemos nosotros en el hecho del que se habla. Por ejemplo, Colombia es el país con más altos índices de criminalidad en el planeta, ello es un hecho pavoroso que todos reprobamos en lo profundo de nuestro corazón. Pero en el momento de mirar los hechos concretos, lo más común es que asumamos frente a ellos una suerte de tolerancia cómplice. Cuando oímos hablar de que alguien, generalmente una persona pobre, ha sido asesinado, nuestra primera tendencia es a decirnos en silencio: “Quién sabe en qué andaría metido”; del mismo modo en que, cuando se nos cuenta que alguien ha sido víctima de asaltantes en algún sitio peligroso, nuestra reacción mental es: “Quién lo manda a meterse donde no debe”. 

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Todas estas respuestas que a veces se hacen explícitas tienen un fondo ético que vale la pena interrogar. Creo que contienen un principio de justificación del hecho por el camino de no culpar inicialmente al agresor sino a la víctima. Algo hace que tendamos a tomar el partido del agresor contra la víctima, pero ello se manifiesta bajo una suerte de elipse mental en la cual se asume que, siendo la realidad tan peligrosa, cada quien anda por el mundo por su cuenta y riesgo y es responsable de su vida. Pero lo que queremos decir en el fondo no es que el hecho sea aceptable, sino que nosotros no tenemos nada que ver con él. Si alguien ha sido afectado, allá él. Esta forma de la indiferencia bien puede ser pensada como un recurso defensivo para no sentirnos expuestos a una realidad dramática que por todas partes nos agrede y que parece exigir de nosotros actitudes y reacciones. Pero es en ese momento cuando lo único que podría generar una reacción sería el no sentirse un ser aislado y ajeno sino un miembro de una comunidad solidaria.

Los colombianos hemos crecido en el extremo individualismo y a lo sumo nos sentimos afectados por las cosas que atañen a nuestra familia o a nuestro círculo cerrado de amigos. Más allá de eso, lo que ocurra es asunto de otros y no queremos participar de su duelo. Esa actitud, sin embargo, es la que permite que los hechos atroces se multipliquen, porque las víctimas están cada vez más solas y más inermes, y los victimarios se sentirán cada vez más libres para obrar y más impunes. Así, una conducta completamente discreta de cada uno de nosotros tiene tremendas repercusiones públicas. Y lo que no queremos advertir es que esa actitud que parece protegernos del caos y salvarnos de la responsabilidad es la que permite que nosotros también podamos ser víctimas, igualmente inermes, de un clima de insolidaridad que continuamente contribuimos a formar.

“Cuando oímos hablar de que alguien, generalmente una persona pobre, ha sido asesinado, nuestra primera tendencia es a decirnos en silencio: ‘Quién sabe en qué andaría metido'”

Esa indiferencia ante todo lo público y lo comunitario es el principal mal de nuestra nación. Donde nadie se identifica con el otro, donde nadie se reconoce en el otro, nadie puede llegar a creer en el interés común. Toleramos los delitos de los funcionarios públicos y de los agentes del Estado con la misma indiferencia con que toleramos los delitos de los particulares, sin advertir que los delitos cometidos por quienes tienen la función de hacer respetar la ley y de sancionar a quienes la transgreden son muchísimo más graves que los delitos de los demás. Si un ciudadano cualquiera delinque, ahí están los guardianes de la ley para castigarlo, pero si los guardianes de la ley la profanan o la envilecen, todo el orden social queda alterado y el principio mismo de la seriedad de la ley se derrumba.

Colombia ha llegado a ese estado extremo en el cual todo lo que fue respetable, todo lo que fue sagrado, todo lo que fue venerable, ha sido profanado. Se desconocen las fronteras entre la verdad y la mentira, entre la legitimidad y la usurpación, entre la inocencia y la culpa.

(….)

Yo me preguntaba hace un rato: ¿quién será el encargado de enseñarles a las nuevas generaciones todo lo que tienen que aprender para vivir en un país medianamente habitable, justo y razonable? Evidentemente, los maestros tendremos que ser los adultos de hoy. La siguiente pregunta es: ¿y quién nos enseñará a nosotros, malformados por la educación, por la tradición familiar, por la exclusión social, por un Estado irresponsable y por unos prejuicios mezquinos, ¿cómo construir un país habitable, razonable y medianamente justo? Y me respondo que la realidad nos está enseñando. Un montón de verdades, que parecerían exageraciones y exabruptos hace veinte años, ahora son evidencias elementales. Las causas invisibles ahora saltan a la vista. Y si bien ello no garantiza nada, ya que también es preciso que tengamos la perspicacia de advertir todo eso que se hace evidente, creo que los colombianos estamos aprendiendo a advertirlo.

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Hace apenas unos días leí, por ejemplo, en un artículo de prensa firmado por un venerable caballero de industria, unas afirmaciones que hace veinte años parecerían los desvaríos de un extremista. Decía que es necesario hacer un relevo generacional en la conducción de los destinos del país; que es necesario desplazar a toda la clase política corrupta que ha precipitado al país en el desorden, en la delincuencia y en el cinismo; que es necesario hacer la paz con la guerrilla, a las buenas o a las malas, y que ello requerirá sin duda grandes concesiones y grandes cambios en el campo; que es necesario poner a producir la tierra y que ello supone una intervención estatal para que no haya predios ociosos, y para que los impuestos prediales se paguen; que en un país como Colombia no debería haber campesinos sin tierra; que es necesario reestructurar a las Fuerzas Armadas; que hay que estimular la productividad y, por lo tanto, me imagino yo, también el mercado interno; en fin, cuando leí aquello sentí que la realidad también educa, y que no hay sociedad, por tozuda que sea, que no termine aprendiendo de los descalabros lo que no quiso o no supo aprender de las advertencias.

Creo que tarde o temprano todos los colombianos, hastiados del precario destino que nos ha ofrecido la sociedad que hemos hecho con nuestra pasividad y con nuestro silencio, formaremos parte de un movimiento de opinión lo suficientemente civilizado para sugerir e imponer cambios sensatos en nuestro orden social, cambios que no solo lleven a Colombia a la altura de los más emprendedores países contemporáneos, sino que nos permitan proponer un modelo de sociedad que tenga en cuenta nuestras más importantes singularidades. Una sociedad que tenga propuestas audaces y renovadoras en el campo de la utilización y protección de la biodiversidad; que sea capaz de oponerse al consumo desaforado de las sociedades que carecen de una relación profunda con la tierra y con su misterio; que sepa valorar y estimular la creatividad humana sobre las opresivas inercias del consumo.

“Creo que tarde o temprano todos los colombianos, hastiados del precario destino que nos ha ofrecido la sociedad, formaremos parte de un movimiento de opinión lo suficientemente civilizado para sugerir e imponer cambios sensatos en nuestro orden social”

Y creo que lo lograremos superando las taras de la dependencia, del colonialismo espiritual, la superstición del subdesarrollo que cree que progresar es dejar de ser lo que somos y poner a los indios guambianos a bailar ballet clásico. El mismo carácter que nos hace falta para aprender a diferenciar entre la mentira y la verdad, entre la legitimidad y la usurpación, entre el amor por un pueblo y el amor por un puesto, entre la amistad y la complicidad, nos hace falta también para aprender a diferenciar entre el progreso y la mera novedad, entre la adulación de unas masas y el verdadero respeto por una cultura, entre la educación y la domesticación.

Hagamos que los medios se parezcan a los fines, o lo que es mejor aún, aprendamos a enriquecer y ennoblecer el presente, y no tendremos que preocuparnos por el futuro. La realidad que hay que cambiar está aquí y ahora. Los seres a los que tenemos que transformar somos nosotros.

Escrito en 1996 y publicado por primera vez en 2013 por la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín
* El libro, de la editorial Penguin Random House, se consigue actualmente en todas las librerías del país. 
Foto de Andrea Buitrago

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