Estambul
Hay ciudades que roban el corazón a la primera mirada que lanzamos de sus ámbitos. A la primera respiración realizada de su aire. A las primeras palabras o señales que se intercambian con sus habitantes. Estambul es una de ellas.
Ya no diré, como en el poema de Álvaro Mutis, que nunca visitaré Estambul, pues he tenido la fortuna de haberla visitado.
Visitar una ciudad es transitarla en la breve intensidad propia del viajero. En este sentido, y en muchos otros más, Estambul se define a través de impresiones sucesivas. Y estas, como ocurre también en el forastero, se arraigan en una suerte de perplejidad entusiasta.
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Estambul es, entonces, callejas pobladas de gatos que, lánguidos y dulces, dejan que tus manos se acerquen para juguetear con ellos. Mezclados hasta el delirio que provocan los cruces culturales, llevando en sus ojos la condición de creaturas sagradas, los gatos de Estambul son sus mejores anfitriones.
El cielo es, quizás, lo primero que observo de una ciudad. Como si en él quisiera descifrar todos los secretos de las calles que voy a recorrer. El de Estambul es uno de los más hermosos que he visto. Esa luz costanera que, desde los tiempos de Lucrecio, ha sido capaz de perdurar en el mito del hombre solar. La luz, el cielo y el mar llegando a los ojos sedientos de quien quiere permanecer en la contemplación arrobada de un atardecer de verano.
Estambul ha sido presenciar la llegada lenta de algunas noches. Y hacerlo, desde un balcón, envuelto por la agonía de un matiz oscilante entre un azul impertérrito y otro más sesgado de violeta y ámbar. Y reconocer, además, que sus crepúsculos son tan ciertos como las brisas y las embarcaciones que desde hace siglos atraviesan incesantemente sus aguas.
Más que sus mezquitas, semejantes a grandes divinidades sentadas cuando se les divisa desde lejos, Estambul es el canto de sus almuecines impregnándolo todo. Dios haciéndose música desgarrada en oraciones diarias que son, a su modo, aspiraciones a la eternidad.
O dejarse extraviar por un diseño geométrico que atavía un arco o un frontispicio. Proliferación de líneas que desdeñan la representación de lo humano y se abisman en el abigarramiento de lo incomprensible o en una sinuosa y solitaria línea. Como si ambas expresiones fueran también el encontrado rostro de Dios.
Estambul es una puerta, una ventana, un vestíbulo, una alta torre capaz de comunicar a los hombres. Y desde ellos poder mirar el estrecho del Bósforo. Confluencia de mares, que es como decir abrazo de civilizaciones irrigadas por el Mármara, el Negro y el Egeo.
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Estambul es saber que allá está Asia y acá Europa. Inicio y fin de coordenadas geográficas por donde pasaron el tropel y la calma de las divinidades persas, las griegas, las romanas, las cristianas, y en donde ahora palpitan con más fuerza las que se funden en Mahoma.
He venido a esta ciudad porque, en realidad, rastreo las huellas de la Roma antigua y, particularmente, las de Marco Aurelio. Por Bizancio, la Estambul del siglo II, el emperador estoico deambuló. Iba rumbo a Alejandría que para entonces era dueña de todos los saberes, las religiones y las filosofías.
Y en esta pesquisa, he encontrado ruinas que, al decir de Yourcenar, han sido esculpidas primero por la mano del hombre y después por el tiempo. Mutilaciones, desgastamientos, fragmentaciones de la piedra y el mármol, esas otras formas de la belleza.
Estambul es, a su manera, una profunda nostalgia. Y toda ella se ha condensado cuando, en uno de sus museos, tropecé con una bailarina pétrea. Descabezada, una de sus manos toma una punta de su túnica y la levanta. Estambul es esa mano delicada. La ausencia de un rostro. Ese pliegue de vestido que oculta un cuerpo nunca visto, aunque siempre soñado.
Estambul, 5 de julio de 2022.
12 Comentarios
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Gracias Pablo por ésta, tu Estambul de letras, para empezar el día, en el otro lado del mundo.
Ya me hizo soñar con Estambul. Sueño por cumplir.
Maravillosa forma de expresar, Pablo, la conmoción interior que produce una ciudad de semejante dimensión histórica y cultural.
La descripción que haces de tu estancia en Estambul es profunda e invita a conocerla.
Además, tus palabras son pinceladas históricas de una sensibilidad contagiosa, para quien te lea.
Un abrazo especial.
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Me sentí cercano a la ciudad. Es un sueño por cumplir visitarla.
Admirado Pablo, tus palabras y recuerdos, inducen a abrir de nuevo el libro de Pamuk, Estambul, para encontrarnos a Flaubert y sus impresiones con los vientos del mar Negro y las lápidas de los cementerios. Esperamos tu novela sobre Marco Aurelio.
Siempre he tenido como objetivo ir a Turquía. Espero hacerlo algún día. Esa narrativa inspira a visitarla. Saludos Pablo
C O N S T A N T I N O P L A
Salut Pablo, estas de turismo? . El profesor de filosofia que hacia teatro en la UPTC, me dijo un dia: “Kant es el filosofo mas universalista y sin embargo no salio nunca de su ciudad natal.