Sobre los libros y el estoicismo

El estoicismo está de moda en el mundo occidental. Europa busca, como nunca antes había sucedido, las enseñanzas de Epitecto, de Séneca y, sobre todo, de Marco Aurelio. Los lectores ven en estos consejos –unos crípticos, otros transparentes– una manera de enfrentar una crisis planetaria que no solo toca el clima, la economía y la política, sino también los dogmatismos de las religiones monoteístas, la soberbia impoluta de las ciencias y, sobre todo, las complicadas relaciones interpersonales.

Este nuevo estoicismo acude, en general, a la resistencia y a la ecuanimidad frente a los grandes y pequeños problemas. Estar sereno ante la enfermedad y la muerte pues ambas pertenecen al ciclo normal de la naturaleza. Pero también permanecer sobrio y calmado ante las diarias vicisitudes. Recuérdese que las cuatro virtudes propuestas por los estoicos antiguos eran ser justo, sabio, valiente y moderado.

Más de Pablo Montoya: Cicerón y su lucha ejemplar

En tal dirección, la imagen más memorable que nos han dejado los estoicos es la del hombre como un peñasco – a veces también es una embarcación–, sólido y erguido, frente a los embates de un mar tormentoso. Y esa imagen proviene especialmente de Meditaciones de Marco Aurelio. 

También conocido como soliloquios o pensamientos para mí mismo, cuando leemos este libro sentimos el sabor, añejo y también fresco, que dejan la práctica de la fortaleza y la imperturbabilidad humanas. Y aunque el emperador insiste en la niebla y el olvido como lo propio del hombre y su entorno, su obra y él mismo han adquirido una vigencia formidable casi dos mil años después de su escritura.

Las meditaciones de Marco Aurelio

El melancólico emperador, de quien Taine dijo: “Es el alma más noble que haya existido”, no quería mucho a los libros. “¡Deja los libros!, aconseja en sus ‘Meditaciones’, no te dejes distraer más”. Este pasaje, y otros semejantes, fueron trazados por un hombre enfermo que hacía la guerra a los bárbaros del norte en las cercanías de lo que hoy es Viena. Un regente que se sabía moribundo y despreciaba la carne y reconocía que éramos tan solo “sangre y polvo, huesecillos, tejido de nervios, venas y arterias”.

Es curioso que los estoicos romanos –casi todos ellos hombres cultos– desconfiaran de la sabiduría que otorgan los libros. Pero es el Marco Aurelio de los últimos años quien expresa una mayor reserva. Para él quienes leían demasiado podían culminar los días gruñendo. Como si el placer de la lectura deviniera irremediablemente en tedio o en hondo descontento.

Una desconfianza parecida caracterizó al cristianismo cuyos primeros adeptos rechazaron la pedantería de los libros y la arrogancia de los hombres letrados. Y aquellos guías que sabían leer arremetieron contra la filosofía y la literatura griega y latina. Mejor dicho, mientras menos se leyera se estaba más cerca del reino de los cielos. 

Puede leer también: Roma y la literatura colombiana

Mucho de ese comportamiento llegó a América proveniente de la España represora de Felipe II. La censura y la prohibición de editar y publicar libros se pavoneó por casi todas las colonias americanas durante siglos. De tal modo que, en la Antioquia conservadora en la que yo crecí, era común que los libros fueran vistos con sospecha. Mi madre, que fue una católica muy devota, me recomendaba leer, pero no demasiado y solo libros santos y decentes para que no me descarriara.

Recuerdo que hay dos personajes literarios que llevan ese repudio hacia los libros a un extremo paradigmático: el Alonso Quijano de Cervantes, que se enloquece debido a los libros de caballería que devora. Y Pococuranté, el personaje del Cándido de Voltaire que, en medio de bibliotecas suntuosas, naufraga en un aburrimiento insondable. Evocándolos, me pregunto, por mero ocio, ¿cómo sería el diálogo entre aquellos dos personajes con Marco Aurelio en torno a la lectura?

Marco Aurelio

Es comprensible, en todo caso, que para una conciencia como la del emperador romano, que entendía la desintegración de los cuerpos en el espacio y de la memoria del hombre en la vacuidad del tiempo, los libros no tuvieran una alta significación. Porque ¿qué pueden otorgarnos ellos en medio de la continua e imparable putrefacción de la materia y la disolución de las cosas?

Para los estoicos, como el viejo Marco Aurelio, un libro solo procura desazón y vano regodeo. Sin embargo, no hay que olvidar que ese emperador, anciano y enfermizo, fue un joven. Y ese joven amó profundamente los libros. Y ahí está la correspondencia que tuvo con Frontón, su maestro, donde se celebran los poetas, tipo Enio y Lucreio, o los oradores, tipo Catón y Cicerón, o los filósofos, tipo Platón y Sócrates.  

Todos los seres humanos, por rústicos y elementales que sean, han tenido en sus existencias la certeza de que todo lo vivo deviene cadáver y que somos efímeros y estamos sometidos al olvido. Y quizás no sea necesario ningún libro par saber eso. Pero cuando leemos este tipo de reflexiones, es decir, cuando las encontramos en un libro como las Meditaciones, entonces hallamos algo parecido al consuelo. 

Siga con: ‘Los Idus de marzo’
Especial 50 Libros Diario Criterio

8 Comentarios

    1. Luis Germán Sierra J.

      Cómo dice Fernando González, se lee para conocer otros mundos, otras culturas, otros seres humanos. Para saber otras palabras. No para ser más cultos, ni para ser mejores personas.
      Los libros salvan hasta de uno mismo.
      Gracias, Pablo, por tus siempre nuevas palabras.

    2. Alvaro Rodríguez

      Hay que leer, pero no creer y no repetir como un loro lo que supuestamente aquel inteligente,haya dicho,porque no reflexionamos y no nos aportamos lo que pensamos,sino vivimos en cuerpos ajenos y nuestra reflexión es la única verdad para cada cual.

  1. Carlos Alberto Muñoz

    Buen escrito. Recientes gobiernos nuestros no han impulsado la lectura. Por cierto, habría que darle nombre a esa inacción: “a través del silencio desestimular la lectura”. Y allá, al norte, un Trump orgulloso dice que no ha leído un solo libro en su vida…

Deja un comentario

Diario Criterio