Facebook: el algoritmo de la verdad (y otras fábulas)
Vuelven a los estrados judiciales Facebook y su genio y socio mayoritario Mark Zuckerberg. Esta vez la causa es el surtido prontuario-portafolio de la empresa que divulgó una exempleada, Frances Haugen, y la resonancia que han tenido sus revelaciones en la Comisión de Bolsa de Valores de EE.UU., que investiga a Facebook por prácticas monopólicas. También juegan en su contra la presión de la opinión pública sobre el Congreso por la incidencia que pueda tener el modelo de negocios de la empresa en la salud pública y en la seguridad nacional.
El cuadro se agrava si consideramos que grandes medios, como The Washington Post, The New York Times, The Atlantic, NBC y NPR, le han prestado credibilidad a las declaraciones de Haugen, que confirman viejas acusaciones contra Facebook y aportan algunas nuevas, tanto o más graves que las viejas.
Entre las viejas está la acusación de que los algoritmos de Facebook privilegian el volumen del tráfico y la permanencia de los usuarios en línea por encima de cualquier otra consideración. Un post titulado «Los dinosaurios nunca existieron», por ejemplo, puede generar más tráfico que una información verdadera pero menos espectacular. Los contenidos polarizantes despiertan fácilmente las emociones y producen más reacciones que los contenidos tranquilos y los llamados a la concordia.
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Entre las denuncias nuevas hay muchas de alto calado. Haugen asegura que las plataformas de la empresa facilitan, o al menos no han desarrollado controles eficaces sobre contenidos relacionados con el tráfico humano, la pornografía y el comercio sexual, los carteles de la droga, la represión contra las minorías y la censura política en varios países del mundo, y que en muchos casos la empresa favorece y hasta premia algunas de estas prácticas.
Recordemos que la idea inicial de Facebook era la construcción de un lugar de encuentro virtual para que los jóvenes se conocieran y aumentaran sus posibilidades de tirar, algo legal y hasta romántico, sin duda, pero muy susceptible de convertirse en escenario de prácticas criminales.
Se la acusa también de incitar al matoneo, menoscabar la autoestima y promover la irascibilidad de los usuarios. En los cálculos algorítmicos, la carita furiosa tiene más valor que la carita feliz. Los ingenieros de la empresa aseguran que ambas tienen igual valor ahora, pero muchos ponen en duda esta afirmación. En las redes, como en los medios tradicionales, alegan los ingenieros, el escándalo y la indignación venden más que la información positiva. Es lo que hay, dicen.
Aunque algunas de estas acusaciones son nebulosas porque se relacionan con tendencias y delitos de difícil control, hay casos donde la responsabilidad de la empresa es evidente. Se sabe, por ejemplo, que a principios del año Facebook bloqueó miles de publicaciones de la oposición en Vietnam, hecho que favoreció al partido del gobierno en las elecciones legislativas de mayo, evitó el cierre de la plataforma y salvó los mil millones de dólares anuales que recaudan los negocios de Facebook en ese país.
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El caso más conocido fue el escándalo de Cambridge Analytica, la compañía de minería de datos que consiguió un paquete de 87 millones de usuarios de Facebook muy sugestionables (giles, los llamaríamos nosotros), personas con un sentido crítico tan precario que «compraban» cualquier historia, por ejemplo que Hilary Clinton era atea, lesbiana, comunista, pederasta, muy amiga de negros, como Barack Obama, ¡y mujer!
Como si fuera poco, le desempolvaron algo que pudo poner en riesgo la seguridad nacional: la señora Clinton había manejado información clasificada desde su cuenta personal de correo cuando era Secretaria de Estado.
Por medio del cálculo de las compras online, las búsquedas en la red o sus likes, los algoritmos de Facebook pueden perfilar los usuarios con un grado de detalle extraordinario y segmentarlos en paquetes de características precisas. ¿Busca usted millonarios jóvenes, blancos, terraplanistas y aficionados al esoterismo? Facebook se los tiene. ¿Cuántas unidades necesita?
Se sabe que Cambridge consiguió un paquete de datos de 87 millones de estadounidenses crédulos, todos usuarios de Facebook, y les envió publicidad política diseñada sobre medidas. De aquí pudo salir buena parte de los votos que llevaron a Trump a la presidencia en 2016 en el intrincado y paradójico sistema electoral estadounidense.
No es la primera vez que Zuckerberg está en líos y debe dar explicaciones en el Congreso. Ya en 2018, cuando abandonó por primera vez sus camisetas, se vistió de saco y corbata, aseguró que sus bancos de datos habían sido asaltados y que la información terminó en manos inescrupulosas. Ese día pidió perdón al Congreso y al pueblo norteamericano y juró que se tomarían todas las medidas necesarias para que el suceso no se repitiera jamás. Luego endureció la mirada, no se tocó la nariz y dijo en voz alta, y más serio que un pedorro, que sus ingenieros trabajaban día y noche en un software de la verdad, un programa que serviría para filtrar millones de contenidos por segundo y eliminar las fake news.
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Ese día supe que Zuckerberg era no solo un joven genial sino también un caradura incorregible, y que la ingenuidad de los senadores norteamericanos sobrepasaba todos los cálculos. No existe ni existirá jamás un programa ni un algoritmo ni un dispositivo ni una deidad de silicio que detecte contenidos falsos por la sencilla razón de que, salvo en casos muy sencillos, la verdad es una entidad elusiva, arisca y multiforme.
El test de Turing, diseñado hace ya 70 años, demostró que ni siquiera podemos saber si la entidad que nos responde a través de la línea es una máquina o una persona. Incluso en el ordenado orbe matemático hay proposiciones indecidibles, es decir que no pueden ser demostradas ni refutadas (en los pisos bajos de las matemáticas todo es lógico y transparente; en el pent house hay cismas extraordinarios). Si esta es la situación en ciencias formales, como las que rigen los números y la computación, imaginemos la divina agudeza que deberían tener los algoritmos de Zuckerberg para decidir la veracidad de los contenidos que los 2.320 millones de frenéticos usuarios de Facebook, Instagram y WhatsApp subimos cada segundo. Imaginemos los apuros de los ingenieros de Zuckerberg para fabricar la finísima criba que utilizarían los computadores nodales del espinazo de Facebook para separar la paja del trigo en campos tan subjetivos como la política, el arte o la moral.
Han pasado casi cuatro años y aún esperamos el maravilloso filtro de la verdad Zuckerberg.
Para ser justos, hay que decir que no toda la culpa es suya. Sin desconocer la responsabilidad que les cabe a los gobiernos, a los medios y a las plataformas en el manejo de la información, hay que decir que el primer responsable y el primer filtro de la información debemos ser nosotros mismos. Cada persona está en la obligación de manejar cifras, fechas y conceptos básicos que le permitan evaluar los contenidos que los políticos, los pastores y los comerciantes ponen en circulación.
¿Cómo saldrá Zuckerberg de este lío? Su primer movimiento fue promocionar un nuevo nombre, Meta, y bajarle el perfil a Facebook, esa marca perrateada, pero conservar los usuarios, la plataforma y el modelo de negocio. Ya presentó en sociedad el logo de Meta. Parece una M (¿Mark? ¿Matrix? ¿Metaverso?) que se retuerce sobre sí misma como una cinta de Moebius y se convierte en unas gafas sin patas o en el símbolo de infinito de la matemática moderna y de los brujos de todos los tiempos (∞). Ya anunció que su nuevo juguete no funcionará en pantallas tradicionales, faltaba más. La «realidad aumentada» opera con gafas-careta, realidad virtual, avatares y otros espejismos y cachivaches muy novedosos.
Es probable que en su próxima audiencia les regale gafas grandes y oscuras a los senadores, los distraiga con un enjambre de avatares revoloteando en la cúpula del Capitolio y escape muy orondo y muy sport por la puerta (en camiseta, esta vez).
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El mundo siempre ha estado en manos de plutócratas. Altos sacerdotes que tenían trato directo con los dioses. Generales de la guerra, es decir, dueños de la vida y la muerte. Esclavistas, animales dueños de animales. Senadores de albas túnicas y fajas púrpura. Señores feudales, dueños de los frutos de la tierra y de las hijas de los siervos. Reyes que engendraban príncipes, que engendraron los últimos reyes que fueron degollados por los primeros burgueses de la Ilustración, los nuevos amos, los nuevos dueños de los secretos del oro, que fueron a su vez engullidos por los señores que inventaron un oficio singular: guardián del oro, el banquero.
A los banqueros se han sumado ahora los genios de la Big Data. Este tándem maneja el mundo con teclas, como cualquier virtuoso. El banquero de corbata y el muchacho de bluyines han convertido el mundo en un túnel opaco en cuyo fondo no titila luz alguna.
Es probable que ni siquiera exista el túnel.
4 Comentarios
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Muy bueno
Muy cierto 👍
Un artículazo con un final poderoso. El escritor palmirano deleita y asombra.