Reflexiones sobre el Catatumbo: ¿qué hacer con el pasado?
“Entre más sepamos qué ocurrió en diferentes zonas del país con los ‘falsos positivos’ durante la primera década de este siglo, más acertada será nuestra comprensión real de los alcances del programa político y militar de la Seguridad Democrática”.
“… ayudarnos a limpiar ese odio que tenemos todavía“,
Carmenza Gómez, madre de Víctor Fernando Gómez, asesinado en 2008.
“Yo sé que ustedes no nos van a perdonar”,
cabo Néstor Gutiérrez.
En una visión de tiempo lineal, pasado y futuro, aparecen como opuestos, antagónicos. El primero es cerrado, inaccesible, completo; el segundo abierto, lleno de posibilidades. Nos lanzamos esperanzados al segundo porque con el primero ya no podemos hacer nada. Con suerte, la claridad que tengamos sobre el pasado nos permitirá crear un futuro mejor. En esto consiste la idea de progreso o avance.
La audiencia de reconocimiento por ‘falsos positivos’, en el Catatumbo, realizada entre el 26 y el 27 de abril, nos muestra diferentes maneras de alterar el pasado, alterando así simultáneamente el presente y abriendo nuevas posibilidades para el futuro. Quisiera explorar tres formas de alteración del pasado que encontramos en los objetivos mismos de la JEP: verdad, justicia y reconciliación.
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Con respecto a la verdad, reconocer qué ocurrió en el pasado es un modo de alterarlo, de redescribirlo de tal manera que nos permita entenderlo mejor. Entre más sepamos qué ocurrió en diferentes zonas del país con respecto a la ejecución de los ‘falsos positivos’ durante la primera década de este siglo, más acertada será nuestra comprensión real de los alcances del programa político y militar de la Seguridad Democrática, por ejemplo. Esto, a su vez y probablemente, nos llevará a revaluar nuestra percepción sobre el rumbo de Colombia en los últimos veinte años.
Saber qué ocurrió en el pasado no es solo un acto teórico; también genera ciertas emociones y sentimientos que afectan la relación con la sociedad de la cual formamos parte. Ser ciudadano de un país implica asumir un papel más o menos activo de participación en la vida cívica. Dicha participación nos determina como agentes de cambio. Basta ser testigo de los testimonios de las madres de los jóvenes asesinados por el ejército y luego presentados como bajas en combate, para darnos cuenta del potencial transformador de la revelación de la verdad sobre el pasado.
El testimonio de la señora Flor Hernández culmina una trayectoria de catorce años que la llevó de ser una madre que busca la verdad sobre la muerte de su hijo, Elkin Gustavo Verano, en el año 2008, a ser crítica y contradictora del estado y de la institución militar. Vemos no solo a una madre en su dolor sino a una ciudadana exigiéndole al Estado colombiano el reconocimiento de las actividades criminales que cometieron sus miembros. Escuchamos su testimonio y no podemos dejar de llorar con ella o por lo menos sentir un vacío y tristeza infinitos. Su búsqueda por la verdad ayudó a alterar la historia oficial, a desplazar al Estado como narrador omnisciente de los eventos del pasado.
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Con la implementación de la justicia alteramos el pasado cuando logramos castigar o corregir un mal. Una de las fuentes del sentimiento religioso es la necesidad humana de confrontar el sufrimiento del que toda época histórica es víctima y testigo. La vida, para la religión, no tendría sentido si la injusticia fuera parte de la constitución esencial del universo.
La razón de ser del concepto de trascendencia divina es la creación de un lugar en el cual se pueda esperar justicia de manera certera en vez de dejarla en manos humanas e imperfectas. La necesidad de justicia equivale, entonces, a una búsqueda de sentido, a un intento por equilibrar el universo después de la aparición de un mal. No podríamos aceptar el sufrimiento como parte innegable de la experiencia humana si no viniera acompañado de la esperanza de justicia.
¿Si a una madre le arrebatan a su hijo, le cambian su identidad, lo trasladan a centenares de kilómetros de distancia, lo visten de guerrillero, lo asesinan por la espalda, le ponen un fusil en la mano, lo entierran en una fosa común y lo reportan como un resultado operacional, un guerrillero dado de baja en combate, qué sentido puede tener la vida? ¿Qué hacer con ese inmenso sufrimiento?
Lograr justicia mediante la confesión y penalización de un delito equilibra de manera mínima el universo. La creencia en que cada mal tiene que ser reparado parece ser un requisito de la condición humana. Máxime cuando otro requisito parece ser el sufrimiento del ser humano a manos del ser humano.
La justicia es muestra de la capacidad única del ser humano de hacerse responsable por sus actos. Poseemos la capacidad de concebir lo que hacemos como actos propios que nosotros mismos hemos causado. No solo hacemos algo, sino que actuamos y nos vinculamos con el mundo y con otros humanos por medio de nuestro actuar.
Los militares comparecientes ante la JEP, además de buscar una rebaja de penas, están —ante todo— expresando su condición de seres libres y responsables. A pesar de que las órdenes hayan venido de más arriba no se disminuye ni su libertad ni su responsabilidad. Esto lo sabía muy bien el cabo Raúl Antonio Carvajal, quien se negó a cumplir las órdenes impartidas de matar a jóvenes y a campesinos inocentes y por esto mismo fue asesinado por el ejército en el año 2006.
La búsqueda de justicia afirma la libertad humana. Si dejamos de buscarla dejamos de tratarnos como seres humanos, dejamos de ser agentes en el mundo. El que seamos agentes en el mundo, libres, hace que el sufrimiento del pasado tenga responsables; esto permite resarcir hasta cierto punto el dolor causado.
La reconciliación altera el pasado en tanto por medio suyo el pasado deja de ser una fuente de perturbación y desasosiego, ante los cuales solo podemos reaccionar. Sin reconciliación estamos sujetos a un tipo de causalidad mecánica donde no somos libres en tanto el pasado ocasiona en nosotros sentimientos que no podemos controlar: odio, tristeza, vacío, angustia. La reconciliación nos ofrece un mínimo de distancia con respecto a este pasado. Por medio de esta distancia recuperamos nuestra libertad: no estamos absolutamente sujetos a sentimientos que nos desbordan.
El odio al que se refiere la señora Carmenza Gómez, y del cual quiere deshacerse, es un sentimiento que no le permite —según sus propias palabras— vivir en paz. Superar el odio parece que es su meta principal; por este camino, quiere alterar el pasado y disminuir el dolor que lleva a cuestas. Precisamente en esto consiste la reconciliación.
La forma más elaborada y exigente de la reconciliación es el perdón. El perdón no solo acepta los hechos del pasado sino que también recibe a los agentes de dichos hechos. Todo perdón lleva a reconciliación; pero no toda reconciliación incluye perdón. No se puede exigir perdón.
De otro lado, sí podemos imaginar una exigencia de reconciliación social y nacional, sin la cual un país no podrá lograr estabilidad, avanzar y mejorar la condición de vida y las relaciones entre sus ciudadanos. La reconciliación ocurre a nivel social, el perdón a nivel individual.
El cabo Néstor Gutiérrez lo sabe y lo reitera cuando afirma que los familiares de las víctimas nunca los van a perdonar. En teoría uno podría pensar que el perdón sana el corazón y el espíritu. Sin embargo, ante las manifestaciones de dolor tan profundo del que fuimos testigos en la audiencia de parte de las madres de los jóvenes asesinados, no solo comprendemos la dificultad de perdonar sino que a veces ni siquiera podemos imaginarnos su posibilidad. El perdón es especialmente exigente y es la forma más extrema de alteración del pasado.
Colombia no puede dejar su pasado atrás sin haberlo confrontado; de otra manera no podrá alterarlo. Sin esta experiencia no podremos realizar la tarea primordial de la JEP, a saber, la no repetición. Necesitamos cambiar el tiempo cíclico, los ciclos de violencia de los cuales no hemos logrado salir en casi un siglo, y para ello debemos convertir el pasado en la llave para crear un futuro mejor.
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