El día que las Farc no pudieron secuestrar a Piñacué

Aquel febrero de 2002 fue especialmente difícil. Y ojalá no se repita para que podamos, como decía el viejo Echandía, volver a pescar de noche.

El proceso de paz del Caguán languidecía ante los ojos de los colombianos y los de la comunidad internacional. Yo dirigía la campaña al senado de Jesús Piñacué la cual, como ahora, básicamente consistía en conversar con los electores, acompañados por una papayera, caminando el centro y el suroccidente del país.

En cumplimiento de la agenda de trabajo nuestra comitiva estaba, por esos días, en el departamento del Huila y ya habíamos recorrido varios municipios opitas.

El 20 de febrero del 2002 salimos de Neiva rumbo a La Plata (Huila), para, desde allí, atravesar la cordillera occidental y llegar a Popayán.

Como el radio del vehículo estaba dañado, no conocíamos que un comando de las Farc había tomado un avión que salió de Neiva y lo hizo aterrizar en plena carretera del municipio del Hobo, llevándose, secuestrado, al senador Jorge Eduardo Géchem Turbay. Nosotros habíamos pasado por el sitio de aterrizaje, a penas tres horas antes.

Decidimos seguir de largo para La Plata y dormir en el corregimiento de San Andrés de Pisimbalá, en el municipio de Inzá, un lugar turístico por la famosa capilla doctrinera del siglo XVIII, recientemente quemada. A eso de las 8 de la noche, cando llegamos, no se veía a nadie en las calles.

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Jesús prefirió irse a dormir de una, mientras yo decidí buscar un restaurante para nuestro pequeño grupo de trabajo de siete personas, dentro de las cuales cuatro eran de la papayera La Sabrosura, de Puerto Tejada.

A las 9 de la noche, mientras nos preparaban la cena, prendí el televisor del restaurante y escuché al presidente Pastrana informarle al país que las conversaciones se rompían y la guerra se reanudaba.

Corrimos donde Piñacué para informarle sobre ese nuevo suceso, para reanudar la marcha hasta Popayán, aprovechando la noche y evitar, en lo posible, un encuentro con alguna cuadrilla de las Farc.

Fue imposible. El indio había caído como un leño y le había puesto tranca a su habitación. Esa noche no pudimos dormir y nos la pasamos, el periodista Manuel Tiberio Bermúdez y yo, intentando oír –con mucha dificultad– las noticias en un pequeño radio.

Recuerdo que dijeron que el Gobierno había efectuado más de 60 bombardeos en la zona del Caguán y, por supuesto, eso aumentó nuestro temor.

A las cuatro de la mañana, sin desayunar, salimos rumbo a Popayán, y cuando clareaba, a tres mil metros de altura, después de un recodo, nos paró un destacamento de las Farc con 10 o 12 integrantes.

Yo manejaba uno de los dos vehículos. El comandante guerrillero se acercó por mi lado, se arqueó, pues era muy alto, y sin saludar me preguntó:

—¿Hacia dónde se dirigen?

—Vamos para Popayán –Le contesté.

El comandante se arqueó aún más, alcanzó a ver a Jesús al otro lado del vehículo y le dijo, como para que todos lo oyeran:

-¡Miren quien está aquí! ¡El indio maluco de Piñacué!

Jesús le respondió:

–¡Maluco usted, que mata a los indios! ¡Yo los defiendo! —Y, sin mirarlo, le entregó el texto de la Ley Indígena sobre Salud que había logrado sacar adelante en el Senado.

El comandante, con furia, estrujó el mensaje hasta casi desaparecerlo.

–Se me van bajando. Cojan sus maletas. –Nos dijo, al tiempo que señalaba un camino de herradura que bajaba quién sabe a dónde.

Yo, mientras bajábamos, alcancé a filmar mi propia película sobre los años que pasaríamos encadenados en la selva. Estaba helado.

El comandante intentaba, sin lograrlo, que el indio Piñacué lo mirara o le contestara.

—¿Con que ahora estás utilizando pantaloncillos Pierre Cardín? –Le preguntó el comandante al candidato al Senado, y siguió acosándolo con preguntas, pero este ni lo miró ni le contestó. Yo, que para esa época fumaba, saqué del bolsillo de mi camisa unos cigarrillos y se los ofrecí a dos guerrilleros que estaban cerca de mí.

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—¿Cómo va El Caguán? —Les pregunté.

Los combatientes me contestaron como El Pibe, al unísono:

–Todo bien.

Sentí que el cuerpo nuevamente se me calentaba. ¿Cómo así que los guerrilleros no sabían que la zona de distención había terminado? Los miré bien a todos: venían del monte, estaban sucios y desprovistos de radioteléfonos.

Llevábamos unos 200 metros caminando y aún alcanzábamos a ver los vehículos, cuando cuatro guerrilleros extremadamente jóvenes, mejor dicho, niños, rodearon al comandante por los cuatro costados y, con las armas apuntando al suelo, le dijeron:

—Comanche, usted no se puede llevar al indio.

-¿¡Quééé!? ¿Que no me lo puedo llevar? ¡Me lo estoy es ‘llevando’!

Nítidamente alcancé a escuchar la voz del guerrillero más niño que le dijo con toda firmeza:

—Usted no comprende. No se lo puede llevar. Nosotros, antes que colombianos y farianos, somos pueblo Nasa.

El comandante se dio cuanta de que no podía hacer nada y decidió soltarnos. Nosotros salimos corriendo hacia los carros y partimos hacia Popayán.

Por la tarde tuvimos que llevar a dos papayeros donde el médico, porque cualquiera, después de una experiencia similar, queda con los nervios vueltos flecos.

Dos días después cogieron a Íngrid Betancourt y el país continuó con esta orgía de muerte, de secuestros y de odios.

Ahora aspiro, lo mismo que Piñacué, a que las conversaciones de La Habana nos permitan, muy pronto, como decía Echandía, volver a pescar de noche, bajo la luz de las estrellas.

Publicado originalmente en Las2orillas, el 7 de enero de 2014.
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5 Comentarios

  1. Pascual Guerrero

    De película…admirado Pedro Luis… Una vivencia imposible de olvidar en un momento crucial de nuestra historia fallida.. Hoy tal vez posible… en busca de la paz total como quizás lo diría el Presidente Gustavo Petro

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