Primero se acabará el primer mundo
Primero se acabará el primer mundo, después lo que queda del segundo, y por último el tercero. Es apenas justo, aunque cuando se lo dije a un amigo, me dijo: “No te hagas ilusiones, también puede ser en orden alfabético”. Primero se acabaría África, después América, después Asia y, al final, Europa, lo cual sería terriblemente injusto.
Siempre hemos estado en el fin del mundo. En el siglo I, Pablo de Tarso ya estaba anunciando, a los romanos y a los corintios, a todo el que quisiera oírlo, que el fin estaba cerca. No era un tipo tranquilo, y por su carácter tendía a la angustia. Se anticipó un par de milenios, pero técnicamente estaba en lo cierto: vivimos en el fin del mundo.
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El mundo siempre acaba en el presente, porque más allá no hay nada, el vacío del futuro, el blanco del futuro, y entonces es verdad que siempre estamos al borde de esos precipicios que aparecen en los mapas antiguos, como si el mundo fuera una cascada despeñándose en una región desconocida de pavorosos monstruos marinos.
Estamos en el fin del mundo, pero desde el presente arrojamos semillas al futuro. Lo que somos ahora está unido a lo que seremos en unos años. Esa es la noción budista tan mal comprendida de “karma”: nuestro estado mental actual, de amargura o de felicidad, de codicia o de generosidad, de soberbia o de humildad, determinará el estado de nuestra mente en unas horas, y de ese estado brotará la mente de mañana, que se proyectará a su vez sobre la mente de todos los días de nuestra vida, hasta el momento de morir, e incluso arrojará una sombra, o una luz, sobre las vidas futuras; porque la mente, como el mundo, es un continuo.
Lo mismo pasa con la vida, es un continuo.
El sentimiento actual del fin del mundo, además del retorno de la amenaza nuclear por la guerra, está ligado al cumplimiento del daño ecológico que la modernidad europea traía consigo. Esa fue la semilla que el proyecto moderno de dominio de la naturaleza arrojó al futuro. El viejo sentimiento apocalíptico tiene que ver hoy con la posible discontinuidad de la vida. De todas las especies de la tierra, la nuestra probablemente sea la última en desaparecer, y eso sería mil veces injusto.
Ya no se dice “primer mundo” y no se dice “tercer mundo”. Hace rato está mal visto. No solo se convirtió en un término políticamente incorrecto, sino inexacto, porque dada la globalización, es decir la ubicuidad de los males y los bienes, el primer mundo está en todas partes, con su apariencia de cristal y de acero.
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Montaigne, en el siglo XVI, con su mente amplísima, escribió: “Nuestro mundo acaba de encontrar otro mundo”. Muy pronto se dio cuenta de que ese encuentro se había echado a perder, que había sido un hallazgo perdido, y que pudo más bien haber escrito: nuestro mundo acaba de acabar con otro mundo.
Hoy la selva, el bosque, los páramos, los ríos que quedan limpios son nuevos mundos cercados por el viejo mundo, por paisajes domesticados y estaciones de gasolina, autopistas, canteras, camiones y obras de ingeniería, clubes, centros comerciales y nocturnos, un mundo viejo que oculta su ansiedad y su fatiga bajo su esplendor, y su esplendor, bajo su fatiga.
Todo habría sido muy distinto (aunque sea un pensamiento sin sentido) si las semillas al futuro hubieran sido arrojadas desde esos primeros nuevos mundos, nuevos y primeros porque nacen todo el tiempo y se renuevan si nadie se pone en su camino: el páramo con su vestido de niebla, la selva con árboles que crecen hasta el cielo. Esa es hoy la única semilla de futuro, no la que fue arrojada desde las ciudades empedradas y asfaltadas del viejo mundo.
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