Hacerle el juego al fascismo

En Colombia está en disputa un proyecto político -imperfecto, con desaciertos y rezagos- articulado bajo propuestas para construir un país más igualitario, y un proyecto autoritario, con visos fascistas, que nos condena a la continuidad de la precariedad y la violencia. Y lo más significativo: ciertas voces, desde la pretensión de pureza moral, le hacen el juego a este último y a la profundización de la debacle.

Hay varios rasgos que, pese a las diferencias, permiten vincular la figura de Rodolfo Hernández con el fascismo. Enzo Traverso acuñó el término posfascismo para dar cuenta de esta continuidad desplazada. Con esta noción se alude a líderes, movimientos y partidos que no se reconocen explícitamente bajo la ideología (nacionalista, guerrerista, racista, y de movilización de masas) del fascismo histórico, pero que operan bajo afectos, estilos y políticas cercanas.

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El líder posfascista no cree en el reforzamiento del Estado, más bien apunta reducirlo; sus valores ya no están enmarcados en el ideal de una comunidad militante, férreamente ensamblada por una ideología unitaria.

El centro está ahora en el mercado y en los ideales del emprendimiento que este líder encarna; también les habla más a individuos deseosos de ser propietarios o de mantener su propiedad que a masas populares compactas, y hace uso de programas eclécticos, articulados por la idea de provecho. Una ganancia que hay que mantener como sea, para sí y para quienes puedan, sobre todo para unas élites que se han enriquecido gracias a la reproducción de privilegios.

En todo caso hay aspectos persistentes en medio de los desplazamientos. Por un lado, el líder fascista habla con la voz del patriarca, uno que no tolera límites ni críticas a su poder.

Este se demuestra entre más arbitrario e impune pueda ser (“me limpio el culo con la ley”, “rechazo a periodistas que hagan preguntas incómodas”, “tengo miles de procesos abiertos y no pasa nada”; “¿cuáles hechos?”). No conoce límites.

Hacerle el juego al fascismo

Deliberar o dialogar, reconocer verdades fácticas no es para él. Su estilo es dar órdenes, hablar con voz de mando, imponer la propia voluntad, salirse de casillas cuando no lo logra; manipular aquí y allá; hacerse la víctima cuando nada más funciona. Se ufana de su no saber: “qué importa conocer las realidades complejas y sus conflictos, para eso está mi poder” – se dice.

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Él no tiene grandes cualidades: es un hombre cuyas ideas pueden reducirse a unos cuántos eslóganes de fácil recordación, pero que incendian. Porque sobre todo hay que activar formas de odio, miedo, resentimiento, que persigan culpables y creen estigmatizaciones vinculadas al deseo de destruir a quienes han sido fijados como peligrosos (guerrilleros, castrochavistas, “izquierdosos criminales”), bajo una lógica de autodefensa que busca preservar, como sea, algo propio (una identidad y una propiedad).

Para esto resultan muy útiles los rumores, las verdades a medias, las caricaturas construidas por la propaganda, las noticias que desplazan el foco de atención de los problemas estructurales de violencia y desigualdad -que el dominio fascista exacerba- a escándalos fabricados.

De hecho, su visión del mundo es marcadamente jerárquica: los trabajadores a producir, las mujeres a la cocina, los maestros que no se quejen tanto. ¿Derechos sociales? ¿cuáles? No me sirven.

Hacerle el juego al fascismo

En un escenario en el que un líder de estas características tiene chance de ganar, aparece el intelectual y opinador purista que no quiere tomar partido, y para el cual de repente todos los gatos se vuelven pardos, a la luz de un sinnúmero de falsas equivalencias: tener problemas de machismo en un partido en donde se multiplican las voces feministas, que hacen críticas internas, se vuelve comparable a tener propuestas políticas misóginas y anti-derechos; recurrir a estratagemas cuestionables, que maltratan la reputación de contendientes, en medio de iniciativas populares impulsadas -desde abajo- con respeto y entusiasmo, se hace equivalente a elaborar estrategias de odio y estigmatización sistemática; estar abierto a los debates y a la deliberación, mostrar conocimiento del país, pese a inconsistencias, se iguala a no estarlo.

Y se olvidan los programas: que un proyecto los tiene y apunta a problemas estructurales y el otro no; que un candidato, con todas sus imperfecciones, tiene una trayectoria anti-corrupción y el otro sólo slogans que indignan, en medio de una imputación por corrupción; es lo mismo -dicen- “dos abismos comparables”.

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Lo que sí les importa es su ego herido por algunos twitteros groseros; mientras identifican, sin más, la agresividad de estos con la violencia de los clanes, y el autoritarismo al poder. El moralismo ramplón, que no reconoce matices, se vuelve así caja de resonancia de medios inescrupulosos que se visten de imparciales, y que hace tiempo tomaron partido.

Quedan algunos días para derrotar el fascismo, mientras demasiados intereses se oponen. A esta altura la decisión debería estar clara.

2 Comentarios

  1. Elizabeth MORALES VILLALOBOS

    Gracias por la columna senora Quintana. ” In sha llah” y que los voto en blanco la escuchen, por lo politicamente correcto en démocracia.

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