Hay profundidades
En el Agamenón de Esquilo, el coro de ancianos, más que servir como caja de resonancia al personaje principal, nos confía su propia fragilidad mental. No es un coro de ancianos serenos, ya del otro lado de la vida, ni es una ¿cómo la llamaron? “misión de sabios”. Es un personaje vivo, que se abre de manera hermosa al reconocimiento de su propia ansiedad, a la exposición de su completa ruina anímica, a la vez que exhibe un don poético quizá solo alcanzado en esta tragedia por Casandra, que tampoco es así que digamos un ejemplo de estabilidad y sosiego. El estado del coro, su incertidumbre insostenible, eleva esta tragedia y la hace aún más extraña.
El coro se siente “débil como un niño, como un sueño visible de día”. Suplica: “¡Sana mi ansiedad que relampaguea de la oscuridad a la esperanza!”. Confiesa: “Estoy ansioso, no estoy seguro de lo que acecha en la oscuridad”. Vuelve a suplicar: “Déjenme guardar mi pequeña vida para mí mismo”.
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Es replegado en esta pequeñez inmensa que dice: “Soy una persona apocada. / De lo contrario, mi corazón desbordaría mi lengua y se volcaría en todo. / En vez de eso, mascullo, / me carcomo a mí mismo, / pierdo la esperanza. / Y mi mente está en llamas”.
Desde un punto de vista vital y dramático, que la mente del coro esté en llamas es una situación muy deseable.
No conozco en las tragedias que he leído otro coro así. Los coros suelen ser sensatos. Típicamente desconfían de las actitudes extremas, como la de Electra o la Antígona. Vas demasiado lejos, muchacha. Casi siempre el coro está en esa tónica, intenta hacer entrar en razón al personaje trágico sin lograrlo: “¿Por qué te enamoras de lo insostenible?” O: “¿No ves lo que estás haciendo? / Haces tu propio dolor”. El coro aconseja, dialoga. A veces busca consolar y dar fuerza (“ten coraje, mi niña”); otras, y esto también es muy bello, llora y se lamenta junto al héroe trágico. El coro presta su elocuencia a todos los personajes, y al público, cuando todos se han quedado sin palabras.
Me gusta mucho ese coro de ancianos que vive su propia vida anímica, independiente del personaje principal, que en el caso de Agamenón es el menos interesante. Nos fascina y nos inquieta Clitemnestra, Casandra se roba nuestra atención; pero el que más nos conmueve es el coro, que es el más humano. El lenguaje de Agamenón, como por lo general el lenguaje de los poderosos, es pobre, y nos tiene sin cuidado.
Me he preguntado a veces cómo sería tener en la mente lo equivalente a un coro. Ese coro ampliaría y llevaría a término tantos pensamientos que se nos pierden o se nos caen; los elevaría y podríamos así ofrecer nuestros pensamientos a alguien. Quizá ese coro sea otra vida que hay en nosotros, menos superflua y con un sentido más amplio que la vida consciente regulada por ansiedades prosaicas, adormecida, disciplinada. Un coro tendría el poder de hacernos ver que nuestra voz ha sido falsamente unificada. Sería la confirmación de lo que decía Henry James: “existen profundidades”. Debe haber en psiquiatría un nombre para esas voces corales. No debe ser un nombre muy afortunado.
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Me pregunto en verdad cómo sería, retirar las barreras necesarias para oír ese coro que ya debe existir en nosotros, porque de lo contrario, ¿cómo lo habrían los griegos inventado? Quizá solo después de haber oído esa “persona apocada” podemos intentar unificar realmente nuestra personalidad, para buscar resultados artísticos o espirituales que tengan alguna relevancia. Para estar a la altura de la vida, que es la experiencia última, la que siempre olvidamos.
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