¿Para qué sirven los hijos?

“¿Qué es eso que hace que tener hijos sea una tarea gratificante? Consumen energía, tiempo, dinero o generan temor, afán, angustia, incertidumbre, a veces mal humor. Insisto, ¿qué carajos es lo bueno de tener hijos?”.

Dudo, enfáticamente, que trasnochar y madrugar inclementemente, cuidar otitis, curar pañalitis, soportar el chillido agudo que anuncia dolor de cólico o cualquier otra indisposición estomacal; aliviar golpes y heridas propias de aprender a caminar o bajarse de la cuna, superar el miedo a los accidentes caseros que podrían ser fatales, sortear la incertidumbre de la educación y los dilemas diarios que trae construir un ser humano funcional, costear jardín infantil y colegios de ‘bonos’ astronómicos con requisitos “arribistamente” infrahumanos, equilibrar la balanza de los afectos de padre y madre sumados a los de abuelos y abuelas, entre otros tantos intrusos, que se ofrecen a “educar” a nuestros hijos.

Reitero: dudo de que estas y otras innumerables tareas sean buenos motivos para traer hijos al mundo.

No he oído a nadie decir: “Me muero de ganas de tener un bebé que no me deje dormir en paz durante al menos un año”, o “tengamos una niña que sufra de cólicos y después de cada comida llore por lo menos dos horas hasta que salgan los gases”.

Y qué tal esta: “Qué maravilla que nazca un niño que tenga la habilidad de botarse de la cuna y romperse el cráneo para tener que llevarlo a urgencias a las dos de la mañana y temer que algo realmente grave le haya pasado a su cerebro”. Y una última: “Tengamos un heredero o heredera para vivir con el corazón en la boca temiendo por su seguridad, su vida y su destino eternamente, sin poder hacer algo distinto a desearle lo mejor”.

En cambio, he visto, oído y sentido el deseo entrañable de tener un crío para “darle fruto a un amor”, “conservar el apellido del padre”, “que salga con los ojos azules de la madre”, “realizarme como mujer”, “crear una familia”, “darles una alegría a los abuelos”, “sembrar la compañía y el amparo para cuando estemos viejos”, “dar el paso necesario para tener nietecitos”, “darle un sentido a la vida”. 

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No hay duda, los hijos se tienen por razones románticas, ¡en el mejor de los casos! Pero, la realidad cotidiana enseña que los ideales románticos de la reproducción, además de etéreos y fantásticos algunos, son esquivos en contraste con las realidades que implica el cultivo de una nueva vida humana. 

Entonces, ¿qué es eso que hace que tener hijos sea una tarea gratificante?: Consumen energía, tiempo, dinero, temor, afán, angustia, incertidumbre, a veces mal humor. Insisto, ¿qué carajos es lo bueno de tener hijos?

Paradójicamente, sí hay un lado luminoso, ¡existe! Es conmovedora la recompensa, única, que nos da la crianza, es en ella que contactamos una pizca del sentido de la vida, es con ese retorno que asomamos la punta de la nariz al verdadero amor, pero “¡muérete, mija!“, pocos padres la viven, muy pocos se hacen al pago que provee la existencia por haberle sumado un nuevo ser, se cuentan en minoría los autores de vidas que cierran el círculo para que todo adquiera sentido.

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Pensemos lo mismo, pero desde el jardinero que cultiva la flor con la intención de que esta sea todo lo flor que pueda ser, y nada más. Se trata de una flor que no se va a vender, ni a regalar, ni a promocionar, esa flor tampoco va a ir al colegio de flores a hacer amigos de mejor estrato para subir el nivel social y económico del cultivador. No se va a hacer rica cuando grande, no nos va a prestar dinero, ni nos va a alcanzar el oxígeno en la vejez, solamente se trata de una flor que, en el balcón del cultivador, alcanzará su máximo estado de flor… y eso fue todo.

Ahora pensemos, ¿qué sería del cultivador de la flor si, haciendo todo lo que es menester para que ella sea todo lo flor que pueda ser, no la pudiera ver? Y todos los alcances de su trabajo, el botón, el florecimiento, la madurez, le fueran narrados telefónicamente por un delegado que siempre está al lado de la planta y que tiene el privilegio de ver los avances del cultivo, es testigo presencial del florecimiento del botón, de la maduración día a día del color y finalmente el esplendor del apogeo de la flor.

Hijos opinión

Tanto para el cultivador de la flor como para el autor de una vida humana, la única retribución a su empeño es ver el proceso de crecimiento y el florecimiento de su obra. Ese es el verdadero amor, del que hablaron Cristo, Buda y Gandhi, el amor comprendido como ese sentimiento que le permite a quien lo alberga desear todo lo mejor para el objeto de su amor, así eso no lo beneficie directa o indirectamente. Ese es el único placer que representan los hijos, verlos crecer, ser testigo de su avance a ser todo lo que “ellos” puedan llegar a ser, así ese “ser” los aleje del autor.

Podríamos decir, un poco poéticamente, que es el goce del amor verdadero. Ese es precisamente el placer al que renuncian los padres que entregan el día a día de los hijos a personas o instituciones que, sin merecerlo, se vuelven beneficiarios de la única recompensa que promete la vida a quien da vida, ¡verlos crecer!

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8 Comentarios

  1. Y como diría ‘malévola’ en ese mensaje anti-patriarcal…
    ¿Como identificar el “verdadero amor”…? aquel que está más allá de un beso ;(

  2. Muy en el blanco: los tenemos por razones románticas. Sin embargo, añado que he descubierto otra gran recompensa mucho más egoísta, además de atestiguar su crecimiento, y es el aprendizaje propio. Enseñando o guiando es como más se aprende. Muy buen artículo.

  3. Realmente cierto es un trabajo más que algo gratificante yo planifique a mi hija y la amo pero ha sido tan difícil, estaba pensando en tener otro bebé con mi pareja pero he tenido mis dudas, este artículo me recordó todo lo que pase con nuestra hija, creo que no es el momento para casi nadie para tener un bebé las cosas no son como antes. Me ha motivado a ponerme el DIU ✌🏼

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