La hora en la que se forman las almas

Oigan este gran poema y este rezo luminoso en la voz de Louis Armstrong. Estoy segura de que es lo mejor que les va a pasar este día. Se trata de una canción muy vieja que ha tenido múltiples versiones e interpretaciones y una vida venturosa y verdadera. Esta es su segunda estrofa:

Déjenla ir, déjenla ir, Dios la bendiga,

donde sea que pueda estar.

Ella puede buscar en todo este ancho mundo,

no encontrará un corazón tan dulce como el mío.

En este punto, en esta grabación, Armstrong se hace un chiste a sí mismo, o a la voz que haya dicho eso, al que se cree dueño del corazón más dulce de la tierra, y lo llama “fanfarrón”, o “creído”, y suelta después una risa por la que yo daría, si lo tuviera, “todo este ancho mundo”

Más de Andrea Mejía: Las mandíbulas enamoradas

Si ya están en YouTube oyendo la canción, que es el propósito principal de esta columna, entonces ya estarán subyugados, habrán caído bajo un hechizo, y yo los habré perdido. Es muy probable y justo. Pero si todavía puedo tener unos segundos de su atención, me gustaría decir que aunque esta parece una canción común y corriente de desamor (honestamente: cuando el desamor es noble), todo cambia si atendemos a la primera estrofa: 

Amigos, voy a la enfermería de St. James
a ver a mi amor.

Extendida en una larga mesa blanca,

se ve tan bien, tan fría, tan bella.

Ahora sabemos de qué se trata esto. Esta “enfermería” en realidad debe ser una palabra vieja para “hospital”, y la imagino como el espacio blanco de ese otro poema impresionante y hermosísimo de William Carlos Williams: “Entre los muros / las alas traseras / del / hospital donde / nada crecerá / y las cenizas / yacen”.

Sin falsa gravedad ni pesadez, sin comentarios, este poema es pura imagen. Igual que la canción que estamos oyendo, que es, nada menos, ya deben estar de acuerdo conmigo, la canción más triste del mundo. La canción triste más alegre del mundo; un lamento dichoso, dulce y fúnebre, sin abatimiento; música con risa entre los versos, y el soplo mágico de esa trompeta de cobre que es una lámpara encendida de los deseos y un instrumento de aire, o de vuelo, o de viento, como prefieran llamar a ese objeto de alabanza que Louis sostiene entre las manos. En el dedo meñique lleva un anillo, y en la muñeca, un reloj que marca las tres, o las cuatro de la mañana: la hora en la que a la madrugada se forman las almas. Bajo la correa de ese reloj, según otra estrofa de la canción, quiere que dejen, cuando lo entierren, una moneda de oro de 20 dólares. Esa quizá sea una forma más segura de llevar el pago para Caronte. Entre las manos de Armstrong vuela también un pañuelo que saluda a las almas que se han ido entre flores frescas. 

En otra versión de St. James Infirmiry, encontramos esta estrofa:

Separa tus huesos y júntalos de nuevo.

Dile a tu madre que eres alguien nuevo.

Siente el viento soplar y dile a todos:

“¡Miren! ¡Ya viene!”

Ahora te puedo decir todo lo que siento.

Nadie viene a explicarnos nada. Nadie viene con sermones ni grandes pensamientos, ni con un bulto de opiniones acerca de los sentimientos. Vienen los sentimientos reales, y vemos lo que vemos con la inteligencia directa de los ojos, los ojos del oído, los ojos abiertos y despiertos de la mente, los ojos del alma y del corazón, que son los únicos con los que podemos ver siempre. 

Esta mañana me preguntaba cuál es el sonido y el color de la felicidad. La felicidad es terrena, pero tiene algo que no se puede tocar. Y creo que una respuesta posible a mi pregunta es esta canción, que es como el sol que baña las ramas blancas del invierno, alegría y tristeza al mismo tiempo, puro calor y luz, lírica verdadera; y es también amor, amor en primer lugar, porque no toda la cosecha es para la vanidad, ni para la muerte. 

Puede leer de Andrea Mejía: Visitas

3 Comentarios

Deja un comentario

Diario Criterio