Inocencia

El hijo de Kenzaburo Oé se llama Hikari, que en japonés significa luz. Autista, y con grandes dificultades para la vida, los médicos intentaron convencer a sus padres de que lo dejaran morir. Este evento inspiró el libro que muchos de ustedes habrán leído, Una cuestión personal. No recuerdo de cerca las líneas del libro, ni pude nunca volver a él, pero recuerdo el sentimiento de opresión, de estar en un lugar cerrado, mientras lo leía. La ausencia absoluta de gozo, de luz. Quizá me equivoque. Recuerdo, sí, la objetividad y la claridad de las impresiones y sensaciones descritas en él. 

Acabo en cambio de releer La presa, la obra más perfecta de Oé, una novela corta publicada en 1959, que releo cada vez que necesito, y que cada vez, cada vez más, me deja en un estado de estupor. En ella, un niño en una aldea boscosa, aislada, es el observador de este acontecimiento: un avión de guerra cae en las montañas y en él un soldado negro que se convierte poco a poco en parte de la vida de la aldea, que llena sobre todo los ojos de los niños. Sus corazones están abrumados por el temor y la fascinación hacia esa criatura hermosa y extraña: 

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“Pero ¿cómo podría dar una idea de la adoración que sentíamos por él, de los rayos del sol sobre nuestra piel brillante de agua en aquella tarde de un verano resplandeciente y ya lejano, de las sombras densas sobre las losas de piedra, del olor de nuestros cuerpos y del cuerpo del soldado negro, de las voces roncas de alegría? ¿Cómo explicar la plenitud, y el ritmo, de todo aquello?”

Hikari, según cuenta Oé en el discurso de recepción del nobel, no había nunca pronunciado palabras humanas. Solo una tarde dijo: “son rascones”, para identificar una especie de pájaros que estaban cerca. Los rascones son pájaros de agua y humedales que pueden cantar durante horas. Solo entonces, Hikari pudo empezar a comunicarse verbalmente con sus padres. Antes de hablar una lengua humana, habló la lengua de los pájaros. 

Quizá por eso se hizo compositor. Por curiosidad busqué su música. Es apacible y tranquila. Tiene un parecido con Mozart. 

Marab Abramishvili, Pantera negra
Marab Abramishvili, Pantera negra

Cuando Hikari encuentra la música para expresarse y comunicarse, Oé dice que ya no necesita de la literatura para traer al mundo la voz de su hijo. De alguna forma se despide de sus libros como lo hace el joven Nabokov en esos versos que dan título a otro de los libros de Oé: Adiós libros míos

“¡Adiós, libros míos! Al igual que los ojos de quienes están destinados a morir, 
los ojos imaginarios deben cerrarse algún día”.

En un momento del discurso, Oé recuerda que la palabra “inocencia” viene del latín, y que etimológicamente no es la negación del saber, como podría pensarse, sino del daño. Inocente, inocencia, quiere decir sin daño, que no ha sufrido daño, o que no puede hacer daño. La música de su hijo Hikari, dice, es “la efusión natural de la propia inocencia”

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Con ese nuevo significado de la palabra inocencia a la vista, me quedo largo rato pensando en la expresión “efusión de la propia inocencia”. Quizá se refiere a la expansión de los estados generosos y alegres del ánimo; no del ánimo superficial, del buen o mal humor, sino de un ánimo profundo que vive en nosotros como algo no dañado, como algo que no hace daño, y puede sanarnos y aliviar mucho a las personas que tenemos cerca. 

Comprendo también que esa “efusión” puede estar presente en el arte, en la escritura, en la música, claro, por un lado, pero más allá, en la expresión que es cualquier lenguaje, como el lenguaje de los árboles o de los pájaros. 

Presiento sobre todo que esa “efusión de la propia inocencia” está íntimamente ligada al pasaje de La presa que cité más arriba, a la profundidad de las experiencias más altas, como cuando los niños van al manantial en medio del verano a bañarse con el soldado negro, o como al final de la novela, cuando aparece con claridad una imagen de la muerte entre la hierba húmeda.

¿Cómo podemos expresar la plenitud, el ritmo, la intensidad de esas experiencias? No hay palabras listas para eso; solo sentimos esa misteriosa efusión que poco a poco empapará nuestros gestos y, con suerte, dará cierta luz a nuestras palabras. 

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