Algo paleolítico en el mundo digital
Las pasiones y el fanatismo que despiertan las palabras «izquierda» y «derecha», «socialismo» y «capitalismo» son la prueba palpable de la inocencia de la gente, y que, en términos de cultura política, la humanidad vive en el alto paleolítico en plena era digital.
El partidario de un bando mira al otro como un monstruo, un pozo de perfidia, el origen de todos los males del mundo. Ambos ignoran la historia, la fecunda manera como estas dos tendencias compiten y se han retroalimentado durante más de cien años.
El capitalismo fue puesto a prueba muy temprano, a mediados del siglo XIX, cuando los obreros empezaron a protestar contra los abusos que sufrían en las fábricas de la revolución industrial. Esta rebeldía encontró un fuerte respaldo en las teorías de Carlos Marx, que le puso números precisos a las mercancías y al trabajo, al sudor y al abuso.
Preocupado por la creciente furia de las masas, el canciller alemán Otto von Bismarck diseñó programas sociales generosos en salud, vivienda, alimentación y educación, un modelo económico que perseguía lo mejor de los dos mundos y que se conoció como el Estado del Bienestar.
Paradójicamente, Bismarck fue también un gobernante que reprimió con mano de hierro las protestas de los obreros. “A Dios rogando y con el mazo dando” pudo ser su divisa.
Su economía social no tuvo eco, la avaricia primó sobre la justicia, el malestar creció y produjo la creación de sindicatos rebeldes en todo el mundo. El momento culminante de esta insatisfacción fue la revolución de 1917 en la Rusia de los zares, que dio lugar a la instauración de un modelo comunista y al nacimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Más de Julio César Londoño: Cacaos y medios de comunicación
¡En 1929 la economía estadounidense hizo CRACK y el mundo se estremeció! Los economistas de izquierda concluyeron que la maldición de Marx se estaba cumpliendo y que el capitalismo agonizaba víctima de sus “contradicciones internas”, de la obscena concentración del capital en pocas manos y la pauperización de la clase trabajadora, la gran productora de riqueza.
La crisis fue superada con la aplicación de la fórmula keynesiana: un gasto agresivo de recursos del Estado en obras públicas para generar empleo. En las décadas siguientes los dos modelos crecieron de manera exitosa y la URSS y los EE.UU. fueron las dos superpotencias del planeta en el siglo XX.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se echó al hombro la recuperación de Europa con el Plan Marshall, un programa de reconstrucción del Viejo Continente que le significó el liderato del “mundo libre” (y jugosas ganancias para los contratistas norteamericanos). La Unión Soviética inició la segunda exportación mundial de un intangible, la revolución socialista (el primer intangible viajó a bordo de las carabelas españolas, la religión católica).
El sueño de que la construcción de un mundo más justo era posible arraigó en Latinoamérica, Asia y África.
Para vender su credo, la URSS exhibía sus generosos programas sociales, mientras que Estados Unidos trataba de contrarrestar la propaganda soviética exhibiendo su propio crecimiento económico, el american way life, criticando la represión de los disidentes de la liturgia del Kremlin y poniendo pañitos de agua tibia en las úlceras sociales del tercer mundo con discretos programas asistenciales (yo recuerdo latas grandes de leche en polvo, del tamaño de las latas de manteca que manejaban los tenderos en los 50 y 60. Sobre el aluminio del empaque, relucía el escudo del imperio y un eslogan: La alianza para el progreso, un programa de ayuda humanitaria del presidente Kennedy que parecía diseñado por su glamurosa mujer).
Lea también: El brujo, el artista y el sacerdote
Pero no solo de leche en polvo vive el hombre. El malestar y la pobreza siguieron creciendo en el «tercer mundo», el triunfo de la revolución cubana encendió los ánimos en Latinoamérica, se crearon grupos guerrilleros a lo largo y ancho de la región y un sector de la Iglesia católica tomó partido por los pobres bajo una sombrilla ideológica contestaria, la Teología de la Liberación.
En Asia también prendió el virus. China y la Corea y el Vietnam norteños abrazaron el modelo comunista. En África, varios países subsaharianos alcanzaron la independencia en los años 60 y adoptaron variaciones locales de esta doctrina.
La invasión de tropas estadounidenses a Vietnam originó manifestaciones antiimperialistas en Alemania, Holanda y Francia, donde tuvo lugar la famosa revuelta de mayo del 68. Entonces los estados capitalistas pasaron a la ofensiva, desempolvaron el modelo de Bismarck, construyeron escuelas y hospitales públicos, invirtieron en educación, alcanzaron notables índices de desarrollo humano, y Estados Unidos, Europa, Australia y Nueva Zelanda vivieron entre los años 60 y 80 una época dorada que se conoce ahora como los Estados del Bienestar, gracias al reto que significaba competir con los estándares soviético.
En los 80 aparecieron en escena Ronald Reagan, un actor de reparto que un día amaneció en la Casa Blanca, como en cualquier comedia hollywoodense, y Margaret Tacher, una señora llena de certezas. Juntos desmontaron los Estados de Bienestar, privatizaron las empresas estatales, desregularon el sistema financiero, atacaron los sindicatos e iniciaron una cruzada contra el comunismo –modelo, hay que decirlo-, que ya se tambaleaba en la URSS y tomaba un inédito matiz capitalista en la China de Deng Xiaoping.
Le puede interesar: El paro no ha fracasado y sigue vivo, ¿por qué?
El neoliberalismo, una nueva religión
Desde el consenso de Washington (1989) y la disolución de la URSS en 1991, el capitalismo, en su variante moderna, el neoliberalismo, domina, con sobresaltos, la economía del mundo. Básicamente, es un credo económico que consiste en reducir la injerencia del Estado en los negocios públicos y maximizar el poder del mercado. Es un fundamentalismo económico que confía plenamente en la autorregulación de los mercados; en la creencia casi mística en que el oro tiene razones que la razón no entiende.
Su poder estriba en la creatividad de la iniciativa privada y en su habilidad para adatarse y medrar en todas las atmósferas, en las húmedas y en las secas, en dictaduras militares, como en el Chile de Pinochet, y en monarquías socialdemócratas como las de los países nórdicos; en las democracias sólidas del «primer mundo» y en las democracias de opereta del tercero, e incluso, prueba suprema de su versátil coquetería, en la China comunista.
Todo este recuento es para poner en evidencia que el capitalismo tiene una deuda vieja con el socialismo, y que las «socialdemocracias» exitosas son deudoras también del buen manejo de la economía, algo que solo el capitalismo sabe hacer bien.
No se pierda: Desde Kennedy, en 1963, no habían asesinado a un presidente en ejercicio en América
En el mundo, pues, la derecha y el capitalismo han marchado de la mano y les ha ido bien. La izquierda y el socialismo han sido menos exitosos pero son un contrapeso noble y vital. Lo que una persona sensata no tolera hoy son las facciones de extrema derecha ni de extrema izquierda. Para ahorrar papel mencionaré solo los nombres de Hitler y Stalin. En Colombia, por ejemplo, ¿puede alguien aprobar los métodos de los paramilitares o los del ELN?
La polarización aquí es menos comprensible que en cualquier otro país si tenemos en cuenta que la extrema izquierda está liquidada. La Farc solo sacó 80.000 votos en las elecciones para Congreso en 2018; el ELN es una multinacional del crimen (sus negocios en la frontera venezolana son estupendos) y de sus banderas políticas solo quedan jirones. El exiguo margen de maniobra política que tiene hoy, lo debe exclusivamente a las torpezas del gobierno de Duque.
La izquierda moderada tiene dos representantes visibles: Jorge Enrique Robledo, un socialista tan exquisito y descafeinado que hasta mantiene buenas relaciones con los cacaos de los ingenios azucareros, lo que no es deshonra. Y Petro, que enarbola banderas sociales, es verdad, pero cuyas propuestas económicas son modernas y perfectamente compatibles con la economía de mercado. Presentarlo como un comunista radical, la encarnación del fantasma que recorrió a Europa a mediados del siglo XIX, es un disparate que solo puede vender un caradura y que solo compran clientes tan ingenuos como los colombianos más desinformados.
Recomendado: Los verdes y el petrismo: una relación irreconciliable
Nota. La mejor conclusión sobre el debate capitalismo versus socialismo se la escuché a Octavio Paz en 1991, poco después de la disolución de la Unión Soviética: “El hecho de que el socialismo haya fracasado no significa que estén resueltos los problemas que lo originaron”. En buen romance, esto significa que la gran tarea de la humanidad sigue siendo encontrar una fórmula económica que sea justa, eficaz y sostenible, y que el futuro del mundo no depende de la producción sino de la imaginación.
Nota dos. La demostración de que el ideario socialista todavía tiene mucho que decir frente a los desafíos contemporáneos, cabe en cuatro líneas: hay problemas como el del hambre, los refugiados, la pandemia y el calentamiento global que solo pueden ser enfrentados con un espíritu cooperativo y un talante trasnacional. No veo cómo pueden triunfar en semejantes empresas las economías de mercado y los enfoques nacionalistas.
Hace poco Joe Biden prometió, en la meca del capital, poner el énfasis de su gobierno en los temas de género, la diversidad sexual, los refugiados, la ecología y el engrosamiento del salario mínimo, y cerró con una histórica y mamerta verdad: “Aprecio mucho todo lo que se hace en Wall Street, pero no olvidemos que los Estados Unidos fueron construidos por la clase media, y que la clase media es obra de los sindicatos”.
Le puede interesar: ‘La sociedad secreta más grande del mundo’: entre críticas y una historia oscura, el Partido Comunista Chino celebra su centenario
Nota: la ilustración principal de este artículo es de Jorge Restrepo.
4 Comentarios
Deja un comentario
Este artículo es un buen paseo para situar la controversia entre la izquierda y la derecha, y, como cosa de íntima vinculación, el desafío sostenido entre el capitalismo y el llamado socialismo de economía planificada. Guarda el mérito, además, de no prescindir del juicio crítico. Pero afirmar que el socialismo y la izquierda “sean un contrapeso noble y vital” parece un tanto discordante; sobre todo en el escenario latinoamericano, donde las organizaciones de izquierda de temer son las identificadas con el Foro de Sao Paulo (Lula, el castrismo, Maduro, Ortega, Correa, Morales y prontamente el “troglo” Pedro Castillo) cuya mera mención asusta.
Apreciado Orlando, Maduro, Ortega y Castillo no son socialistas. Son engendros políticamente amorfos.
Es un recurso fácil descalificar un modelo de administración de la cosa pública acudiendo a sus peores exponentes. Es como si yo pretendiera descalificar al capitalismo mostrando el desastre de la economía colombiana, que no es capitalista ni es nada.
Un abrazo, Julio César Londoño