‘Jugaremos a la guerra’, entre la violencia y la magia de la infancia
Reseña de ‘Jugaremos a la guerra’, la novela de Andrés Vergara Aguirre publicada por la Editorial Universidad de Antioquia.
Por Consuelo Triviño Anzola
Se escribe desde una tradición, aunque no se tenga conciencia de ello. Galdós continúa la tradición cervantina, lo que se aprecia en algunos de los perfiles que traza, así como en el sentido del humor con el que presenta las situaciones, que en sus novelas lleva hasta el límite de la insensatez. García Márquez también se afilia a una tradición desde la primera frase de Cien años de soledad, en la que rinde un homenaje a Rubén Darío, quien recordaba en sus memorias el momento mágico en el que conoció el hielo de la mano de su tío. El poeta y crítico literario Jorge Urrutia se lo hizo ver al Nobel en algún encuentro, algo que el escritor colombiano aceptó, añadiendo que hasta ese momento nadie había reparado en ello.
Por eso no me extrañan en absoluto los fuertes vínculos que esta novela de Andrés Vergara Aguirre mantiene con nuestra tradición. Básicamente, la crítica ha considerado Jugaremos a la guerra (Editorial Universidad de Antioquia, 2018) como “relato del pasado”, quizás porque la relacionan con las llamadas novelas de “denuncia social” propias de los años cincuenta. Esta novela pasó casi desapercibida en el momento de su publicación, quizás porque se quedó atrapada en el catálogo editorial de una universidad, sin una salida que le permitiera llegar a un público más amplio.
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Traigo al presente la reciente lectura de Jugaremos a la guerra, que me dejó el autor a su paso por Madrid. Creo que el libro tiene suficientes méritos como para ser leído por quienes se interesan por la literatura arraigada en la dolorosa experiencia de nuestra violencia, del conflicto armado que ha desangrado al país. Pasan por sus páginas no sólo los episodios más tristes de la reciente historia colombiana, sino el dolor de muchas familias, que en el cerrado espacio cotidiano han sufrido en silencio la pérdida de sus seres más queridos.
Si hemos de trazar una línea de continuidad en esta novela tendríamos que llegar a Osorio Lizarazo, a quien tanto admiro. Pienso en impecables novelas como El camino en la sombra, que narra el acontecer de una familia tras la derrota en la Guerra de los Mil Días, y cuyo origen es la crónica de este autor dedicada a la empleada doméstica, la teniente Matilde Tibacuy, ese bellísimo y heroico personaje que sirve de enlace entre las tropas liberales y quienes las apoyan en la capital.
Me pregunto quiénes han leído a José Antonio Osorio Lizarazo (1900-1984), aparte de unos pocos entre los cuales se encuentra Vergara Aguirre. La actualidad de este escritor nuestro es indiscutible, como la de Cervantes, porque la verdadera literatura desafía al tiempo. Quizás de este escritor el autor de Jugaremos a la guerra haya rescatado la limpieza y economía de recursos para narrar la guerra desde el punto de vista de los muchachos que se alistan en el ejército o se ven forzados a incorporarse a sus filas adentrándose en la espesura de una naturaleza amenazante, en momentos complejos para la historia de un país que no se nombra aquí.
En esa guerra convergen dos vidas, que al final del relato se funden, para repetir la historia. Además de las vidas de los protagonistas están las de aquellos que se relacionan con ellos, que habitan el recuerdo y que en la perspectiva del tiempo ofrecen la imagen del país rural, que llega a las ciudades con sus sueños rotos, con el dolor de la violencia y la desilusión. La novela desenmascara en breves frases los discursos del poder, que con sus mentiras y ocultaciones manejan los destinos de hombres y mujeres. Queda claro cómo intereses oscuros despojan a las gentes de sus casas, de sus tierras, de sus cultivos y animales, arrastrándolos por los caminos de la violencia y la miseria.
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Pero lo más importante no es la historia en sí, sino cómo se cuenta. He aquí el trabajado de escritura por el que vale la pena arriesgarse. Destaco en esta narración el minimalismo de algunas imágenes que para mí constituyen momentos épicos, que tienen que ver con la muerte, la del padre de Esther/Salomé, la de los soldados en aquel frente 47, traicionados por sus superiores, la del propio protagonista, el cabo Rodríguez, y de tantos otros, víctimas de la violencia. Son conmovedoras las evocaciones de la infancia que añora al padre y sufre con la madre las dificultades para ser y existir con dignidad, y que se simbolizan con una imagen.
El espacio es predominantemente rural, ya que el conflicto tiene sus raíces en los campos, en las montañas y en las selvas donde se ocultan los llamados aquí Pardos. Hasta allí se traslada un grupo de soldados del Ejército tras la persecución de las disidencias. En Jugaremos a la guerra la mayoría de los personajes, como ya he dicho, procede del medio rural, padres y abuelos de los muchachos, que llevan consigo los recuerdos de los suyos. Este mundo en el que nos sumergimos también recibe el legado de obras clave para nuestra generación, como Pedro Páramo, ¿Cómo no pensar en él?
Vivimos en este relato momentos oníricos magistrales que nos sitúan en la frontera entre la vida y la muerte, o en estas evocaciones de una infancia marcada por las imágenes del fuego y de la sangre. Conmueve ver cómo a estos seres humanos sólo les queda el consuelo de los instantes previos en que vislumbran sus sueños. En esos breves minutos intentan abrazar al padre ausente, muerto, o desconocido; sólo entonces regresan a la infancia, jugando a la guerra o corriendo tras la cometa y, a la vez, se imaginan en compañía de los hijos que no tuvieron y del perro que se perdió con ellos en la niebla del recuerdo. Qué desgarro deja el impacto de un disparo que hace estallar las letras como si saltasen en estas páginas al abrazar la nada en décimas de segundo. Al finalizar cerramos el libro como abandonados en este mundo devastado, con su dolor y sus sueños.
No son pocas las virtudes formales de esta novela que parece perfectamente ensamblada y, pese a su extensión, nos mantiene a la expectativa. Contribuye a ello la brevedad de los capítulos y las historias paralelas que se desgranan en distintos tiempos.
En cuanto al tratamiento de los temas, la violencia, la guerra, la historia y la política, se agradece la presentación de los hechos desnudos, sin justificaciones discursivas, así como la capacidad de su autor para llevarnos por el hilo del recuerdo a los momentos épicos del acontecer y representarnos en toda su viveza el drama de un país cuyos hijos desamparados se aferran a la esperanza ciega, como la propia Esther que huye sin rumbo hasta que, finalmente, encuentra en el hijo la razón de vivir de la que carecía.
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2 Comentarios
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Buena crónica de esta novela que retrata parte del conflicto en area rural triste pero real ; si quiero leerla