Karamázov
Cuando leí Los Hermanos Karamázov hace dos años, llevé un diario de lectura. Eran anotaciones rudas al torrente de emociones y pensamientos vivos que iba desatando el libro.
Quizá sin ese diario, como tengo mala memoria para las tramas, hubiera sido capaz de olvidar quién mató a Karamázov, toda la trama criminal del libro, y habría casi olvidado la trama doble; la muerte del padre, por un lado, por otro la muerte de un hijo, el pequeño Iliusha, tan conmovedora, que cierra el libro.
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Nunca olvidaré en cambio cómo la energía del libro cambiaba por completo dependiendo del hermano que en cada momento dominaba la historia; cómo yo iba siendo alternativamente Dmitri, Aliosha, incluso Iván, tan racional y en apariencia frío; cómo iba ardiendo en el fuego de los tres, cómo iba comprendiendo lentamente que los tres hermanos eran uno, y cómo sentía una mezcla de fascinación y espanto ante el cuarto hermano, Smerdiakov, ante su mente, tan distinta, desnuda, inframundana, cómo me atraía su visión del vacío, y cómo iba sabiendo, sin embargo, que las mil páginas del libro, y en especial el discurso del ermitaño antes de morir, en general ese personaje, su influjo sobre Aliosha, sus diálogos con otros, eran un conjuro ante ese vacío en el que no crece la vida.
La vida, el amor desbordado a la vida, llenaba de manera distinta los corazones de los personajes. “Ya has hecho la mitad de tu obra: amas la vida”, dice Aliosha.
La vida estallaba más allá de la reflexión y de la narración. Eso lo recuerdo bien. Siempre me decía: ellos están vivos. Dmitri está en el huerto acechando la llegada de Grúshenka; el perro lanudo de Kolia está bajo la mesa, bate la cola, obedece las órdenes del niño, se hace el muerto, resucita cuando oye los silbidos de su amo. Karamázov padre llora siempre, borracho siempre, incapaz de amar en su sentimentalismo. Era lo que más miedo me daba. Las lágrimas del borracho y su sentimentalismo, tórrido, oscuro, cerrado al dolor de los demás y al propio. Era una imagen de lo humano que encontraba demasiado dura. Los males del mundo me parecían poco al lado de los males del carácter. Veía la luz del libro. Sentía angustia ante la angustia, temor ante el temor, amor ante el amor sereno y puro. “Yo soy lo mismo que tú”, le dice también Aliosha a su hermano; soy como tú: yo soy tú. Me parecía imposible arder en el fuego en el que arden todos los seres y no salir transformada.
Por ratos también el libro me sacaba. Quizá por la obligación que sentía: debo comprender lo más grande, debo comprender, debo comprenderlo, debo comprender este libro. Entonces tal vez creía que podía comprender lo grande a través de lo grande, y no a través de lo pequeño. Si comprendemos una sola cosa, la más minúscula, la más humilde, comprendemos todo. Esa comprensión es lo más esquivo, y a lo mejor todo quedará sin explicación, como la vida una vez vivida.
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También por momentos la conmoción moral y espiritual cedía, y podía contemplar la soberanía narrativa y dramática de Dostoievski. Tenía pasajes bien identificados. Me esperaban ¡años! de estudiarlos y repasarlos para poder llegar a algo así.
Me asombraba ante esa fuerza para mantener al lector en lo más alto. Estaba ante algo que no me parecía humano, el libro no caía, no se deshacía, no rozaba siquiera la frivolidad, la banalidad. Era un flujo, una intensidad que no cesaba, un poder desconocido. Asocio la intensidad con la brevedad, y aquí, a lo largo de páginas y páginas, esa velocidad endemoniada me seguía sosteniendo. En su curso caótico proyectaba una imagen compacta y clara.
Con letra pequeña y apretada copié muchas de las palabras de Zósima antes de morir. Estas, en especial, me gustaría no olvidarlas:
“La humildad amorosa es una fuerza tremenda, la más fuerte de todas, no hay nada que se le parezca. Cada día y cada hora, cada minuto, permanece atento y cuida de ti para que tu imagen no pierda su hermosura”.
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