La belleza, ¿en peligro de extinción?

El argumento de que la belleza es subjetiva y que lo importante es la esencia de lo que se hace, y no la forma, es parcialmente cierto.

Aquella tarde de algún día de 2008, había terminado un taller para escritores en las aulas de una escuela ya fallecida que operó por algún tiempo en las instalaciones del canal RCN.

En el punto donde estaba mi carro, ahora una grúa desplegaba sus brazos y cadenas para llevarlo a los patios. Voy a saltarme los comentarios al maltrato verbal al que me sometió alguna de las “manzanas podridas” de nuestra Policía (no intenté sobornarlo) y me ubicaré en el día que asistí a la audiencia de descargos para oponerme a una sanción injusta.

La notificación me conminaba a presentarme ante un juez que resolvería el conflicto. Crecí entre abogados muy místicos de su profesión y, además, viendo mucho cine gringo sobre juicios y jurados, por lo cual mi idea de presentarme ante un juez traía una sobredosis de romanticismo que se manifestaba en mi expectativa de encontrar la majestad de un juez que, con solo presentarse, me transmitiera el halo de la justicia, la que tengo en la cabeza, la de la mujer con los ojos vendados que sostiene una balanza y de la que se dice que camina lento, pero llega.

Nada de eso pasó.

El despacho de la jueza era un cubículo donde, estrechamente, cabíamos ella y el visitante, o sea yo, y les juro que tiene más liturgia y mística la compra de una empanada a la salida de Transmilenio que la justicia que encontré en aquel templo de las multas de tránsito.

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Si gané o perdí el caso no lo recuerdo, lo que sí me tatuó la memoria fue el impacto de ver la justicia en un marco tan feo, tan desolado y tan gélido. Algún aliento nostálgico me hace desear que, en la administración de justicia haya elevados conceptos estéticos, y lo mismo me pasó cuando El Agente 6402 montó una supuesta chuzada a su teléfono para que lo oyéramos insultar con un “le rompo la cara marica” a un idiota útil que se prestó para que el aniquilador de Colombia hiciera un papelón de macho bravucón.

Y, otra vez, sentí que eso era feo. Sentí que el poder político debería ser habitado por mentes majestuosas, luego oír al fiscal General de la Nación, aquel de apellido Martínez, expresarse como un maleante de baja monta y reírse como una rata famélica en aquella infame conversación que evidencia los crímenes de Odebrecht, entonces fue creciendo en mi mente una sed que, además de ser de justicia, es sed de decoro.

La imagen sórdida de Petro contando billetes en una bolsa de mercado, el registro abominable de Uribe usando a un campesino para hacer sus estúpidos ejercicios de jinete, el atuendo de la mujer de Duque cuando se fue a ver con el otro adefesio, Trump; la frase célebre del tal Molano cuando se refiere a niños como “máquinas de guerra“, la figura grotesca y dipsómana de Guillermo Botero como ministro de Defensa y, luego, embajador en Chile; los bailes indecorosos, no por los bailes mismos, sino por lo desacompasados con los que Verónica Alcocer se ha empeñado en quitarle la majestad a todo a punta de zarandeo delirante de cadera y nalgas.

La desgañitada proclama de Duque jugando a ser comandante máximo del Ejército de los 6.402 asesinatos de Estado, el hermano de Petro dando declaraciones desde una cama, con aspecto indecoroso, y hablando de asuntos turbios y malolientes; la crisis de Estado emanada de conductas rastreras de la esposa de Nicolás Petro, que se comunica con términos y conceptos de lo que la psiquiatría llama “cerebro inferior”; la hermana de Nicolás Petro, descalificando moralmente a otra mujer con el contundente argumento de haberle regalado un Támpax, la voz de Benedetti, exembajador en Venezuela, amenazando delincuencialmente a la mujer que abusó de su poder, sometiendo a la empleada de servicios domésticos de su casa a un polígrafo oficial.

¡Todo, feo!

Una candidata que se promociona a la Asamblea de su departamento desde un camastrón, en el que se besuquea con su amante; la fotografía hecha pública de Susana Boreal, arrunchada en una especie de pocilga tampoco es deseable en los parámetros estéticos de una ‘madre de la patria’.

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Un atentado con cianuro a padre e hijo; un suicidio en el círculo de poder de Petro a quien, por cierto, su arrogancia para pronunciar apellidos de filósofos franceses no le alcanza para hablar correctamente el español, en lo que se identifica con su escudero, Bolívar, porque carece de los mínimos fonéticos para hablar correctamente la lengua de Cervantes, y si aceptamos que la destreza en el uso de un idioma va directamente asociada a los niveles de lectura del hablante, podemos inferir que ni Petro ni Bolívar son edificados mentalmente, y, si lo son, no se les nota ni en la forma de hablar ni en lo que dicen.

Bolívar sustenta una teoría incomprensible en su entrevista don ‘Juanpis’ González en donde explica que el problema de Nicolás Petro es que es inexperto en corrupción (y se ríe mientras lo dice).

Todo feo, todo indecoroso, todo ruidoso, y el problema parecería no existir.

La exclamación anterior podría neutralizarse con el argumento de que la estética es subjetiva y que lo importante es la esencia de lo que se hace, y no la forma. Y, sí. Esto es parcialmente cierto, la forma no reemplaza a la esencia, pero, como me dijo mi maestro de epistemología en la Tadeo, el profesor Germán Bustillo, un godo maravilloso, tan inteligente que parecía liberal: “…Pero no olvide que la forma contiene la sustancia, señor Navas”.

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2 Comentarios

  1. Qué buen escrito, lo suscribo de inicio a fin , gracias. Es lamentable ver como la espupidez y el mal gusto hacen camino a gran velocidad, el problema es que eso da una seria sensación de no futuro…

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